La joven asintió, sorprendida de que se acordara.
– Sí -murmuró-. Quiero una tarta de plátano.
En cuanto lo hubo dicho, habría querido retirar sus palabras. ¿Tarta de plátano? Ella no quería una boda.
– Entonces decidido -declaró Will-. Plátano. Y por encima ese…
– … queso cremoso -dijeron los dos a la vez. Y Jane se mordió el labio inferior.
– ¿Y los colores? -preguntó la organizadora.
Jane miró a Will, retándolo a contestar y adivinar su color predilecto.
– Creo que Jane está muy guapa con los tonos más pálidos de lavanda -dijo él-. Tiene un suéter así que me gusta y ese color resalta sus ojos y su piel y va muy bien con su cabello moreno.
La joven recordó el suéter lavanda que llevaba el día que se encontraron en la calle. Era su suéter favorito y su color favorito. Una sonrisa entreabrió sus labios y una oleada de afecto calentó su corazón. Will conocía su color predilecto y prácticamente había dicho que era guapa.
Por el momento era suficiente para hacerle dudar de su plan de esposa diabólica.
– Dime otra vez por qué estamos aquí -musitó Will.
Jane apretó su mano con fuerza y tiró de él hacia las escaleras mecánicas que llevaban al segundo piso de Bloomingdale's. Odiaba ir de compras y aquel viaje iba a ser una tortura, pero había que hacerlo.
– Lista de bodas -musitó.
Will tenía que derrumbarse antes o después y la lista de bodas había hecho tambalearse a más de una pareja.
Los planes de boda habían empezado con fuerza desde la visita de su madre. Selma llamaba todos los días aunque, para alivio de su hija, había decidido que necesitaban un año por lo menos para planear el gran acontecimiento, lo que les daba tiempo de darle la mala noticia antes de que nadie gastara mucho dinero.
– Creía que no querías casarte conmigo -musitó Will.
Jane lo miró con los brazos en jarras.
– Es sólo para tranquilizar a mi madre. Mirará nuestra lista y nos dará su consejo sobre lo que falta. Podrá opinar sobre porcelana francesa, copas de cristal y tenedores de postre.
Will se encogió de hombros.
– ¿Así que nosotros les decimos que nos vamos a casar y ellos nos dicen lo que necesitamos?
– No, nosotros les decimos lo que queremos de regalo de boda -explicó Jane-. Lo elegimos todo y, cuando alguien quiere comprarnos un regalo, viene aquí y mira la lista que hemos hecho.
– Bien -repuso él-. Eso me gusta. ¿Así no acabamos con diez tostadoras y una lámpara espantosa?
– No acabaremos con nada -le recordó ella-. Esto es sólo un ensayo, porque no he decidido casarme contigo.
– Todavía -añadió él. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí-. Pero te gusto mucho, ¿verdad? Vamos, puedes admitirlo. Soy un gran tipo y no puedes resistirte a mí, ¿verdad?
Jane pensó que no sabía hasta qué punto acertaba. Sí, le gustaba mucho. Cada día le costaba más trabajo convencerse de que no era el hombre más perfecto del mundo… hasta que se recordaba que todas sus novias habían pensado lo mismo antes de que las dejara confusas y con el corazón roto.
– Eres un gran tipo -admitió-. Y no soy inmune a tus encantos.
– Y todavía no he sacado mis mejores armas.
Jane se preguntó qué querría decir con eso. Juntos recorrieron los departamentos de porcelana y de cristal. Había tanto donde elegir, que a Jane le dolía la cabeza sólo con pensar en ello.
– Empecemos por algo fácil -sugirió-. Sábanas y toallas.
Will la siguió al departamento de ropa del hogar. Jane lo miró por encima del hombro y vio que fruncía el ceño ante las largas hileras de toallas de baño de distintos colores. Eligió una rosa brillante y se la mostró.
– Esta -dijo.
Él la miró con aire dudoso.
– Para ti puede, pero yo no pienso envolverme en esa cosa cuando salga de la ducha -tomó una toalla azul marino-. Yo quiero ésta. Por lo menos con este color sí me puedo mirar al espejo.
Jane intentó no imaginárselo desnudo envuelto en una toalla. Tragó saliva y pensó si allí tendrían toallas transparentes.
– Tenemos que elegir sólo una -dijo-. El matrimonio es eso. Pensar como uno. Hay que aprender a ceder.
– Sí, claro, ¿y tengo que aceptar toallas rosa chillón?
– Son color sandía, no rosa chillón. Y si estuvieras seguro de tu masculinidad, no te preocuparía tanto qué toalla usas.
Will abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Tiró de ella hacia la zona de las cortinas de ducha. Cuando quedaron ocultos del resto de los clientes, la besó con fuerza y jugueteó con la lengua en sus labios hasta que ella devolvió el beso con la misma pasión.
Jane creyó que se detendría allí, pero él separó la chaqueta de ella y deslizó las manos bajo el suéter. Cuando sintió sus manos frías en la piel, respiró con fuerza y se apretó más contra él. Sabía que había gente cerca, pero no podía detenerse. El peligro de que los descubrieran contribuía a excitarla aún más.
Las manos de él se cerraron en torno a sus pechos y acarició los pezones por encima del sujetador. Un anhelo delicioso se instaló en el vientre de ella, que gimió con suavidad y le sacó la camisa del pantalón. Buscó el vientre plano de él con las manos y las bajó hasta rozar su erección, caliente y dura bajo los vaqueros.
Will le mordisqueó el cuello y le besó la oreja.
– No creo que tengamos que cuestionar mi masculinidad -susurró.
Jane abrió los ojos de golpe y vio que la miraba sonriente. Se apartó con un gruñido de frustración y ordenó rápidamente su ropa.
– No eres tan encantador -dijo-. Y elegiremos toallas rosas. -Sandía -le recordó él.
Ella le tiró la toalla a la cabeza.
– Vamos a pasar a las sábanas -dijo.
– Buena idea -musitó él-. Pasemos a la cama.
– Que puedas convertir una lista de bodas en un juego sexual no significa que tengas muchos encantos -musitó ella.
Will le tomó una mano y la obligó a detenerse.
– ¿Crees que no sé lo que haces? Vamos, Jane, no soy tonto. Me quieres volver loco con tus horribles comidas y tu gusto hortera para que rompa contigo.
– ¿Mis comidas horribles? -preguntó ella. Buscó una excusa, una explicación alternativa, pero no se le ocurrió nada.
– Olvidas que cenábamos a menudo juntos en la universidad -dijo él en voz baja-. Y eras una cocinera excelente. Y no recuerdo que el rosa chillón fuera tu color favorito.
Le acarició la mejilla y la miró a los ojos. Sonrió con malicia.
– Olvidémonos de las sábanas -dijo-. Tengo una idea mucho mejor -tiró de ella hacia los ascensores-. Hay que comprar algo mucho más importante.
– ¿Qué puede ser más importante que las sábanas?
– Ya lo verás.
Esperaron a que se abriera la puerta y Will pulsó el botón del primer piso. Cuando salieron, la tomó de la mano y tiró de ella hasta la sección de los anillos de diamantes.
– De acuerdo -dijo-. Tú querías un diamante grande. Elige uno.
Jane dio un respingo. -¿Qué?
– Ya me has oído. Elige uno. El anillo que quieras es tuyo.
– Yo no voy a elegir un anillo de compromiso.
– ¿Por qué no? -preguntó Will, enarcando las cejas-. Estamos eligiendo sábanas y toallas sin motivo, pero el anillo sí entraba en el trato, ¿recuerdas? -saludó con la cabeza al dependiente que había detrás del mostrador y señaló unos anillos expuestos sobre terciopelo-. Queremos verlos.
– No, no queremos -replicó Jane. Una cosa era elegir toallas y otra aquello. Pedir un anillo grande había sido sólo la primera idea de su plan de boicotear el ensayo; jamás había tenido intención de obligarlo a comprarlo-. Vámonos.
– No, quiero que elijas uno -insistió él-. Vamos, no puede ser tan difícil. A todas las mujeres les gustan los diamantes.
– Yo no soy todas las mujeres.
Will sonrió.
– No, no lo eres. Eso lo sé.
– Pero si lo fuera -siguió ella-, elegiría éste -señaló un diamante enorme montado en platino-. Y si has terminado de hacer el tonto, vamos arriba a elegir sábanas.