– Llega justo a tiempo -declaró Will-. Puede ser nuestra testigo.
– ¿De qué? -la mujer dejó las galletas en la mesa.
– Se trata de un acuerdo entre Jane y yo -explicó él-. Sólo tiene que vernos firmar y luego firmar usted. Jane, tú primero -le tendió el bolígrafo y el papel, escrito con su caligrafía difícil.
Lo que había empezado como una broma parecía de pronto muy serio. ¿Aquello era un contrato de verdad? ¿Era legal? Miró el texto, pero decidió ignorar sus preocupaciones. Aquello era una broma. Además, una persona no podía firmar un contrato cuando estaba borracha y era imposible que Will apareciera de pronto seis años después para exigir que se casara con él. Después de todo, él era… bueno, él era
Will McCaffrey y ella Jane Singleton. No había que decir más.
– ¿Seguro que lo has hecho bien? -bromeó con ligereza-. No quiero que luego quieras librarte con alguna excusa legal.
– Está todo ahí -ella acercó el bolígrafo al papel-. ¿No vas a leerlo antes de firmar?
– No, me fío de ti -firmó y le devolvió el papel-. Ahora tú.
Will miró largo rato el contrato, lo firmó y se lo pasó a la señora Doheny. La casera firmó con una risita.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Nada importante -repuso él-. Sólo un pequeño acuerdo entre Jane y yo.
La mujer asintió y se dirigió a la puerta.
– Bueno, tengo que entregar más galletas. Hasta la vista a los dos.
Cuando salió del apartamento, Jane suspiró con suavidad, casi temerosa de mirar a Will. Se llevó una mano a los labios y pensó en el beso. Podía actuar como si no hubiera ocurrido o podía… Bajó una mano al cinturón del albornoz. Podía quitarse aquella prenda y ver qué ocurría. Rozó el nudo con dedos nerviosos.
Will la miró y se levantó del sofá de golpe.
– Tengo que irme -murmuró.
Jane se quedó inmóvil, con los dedos todavía en el nudo del cinturón.
– Claro -repuso. Sí. Se hace tarde y tengo… -tragó saliva con fuerza-. Tengo planes -corrió a abrir la puerta.
Will dobló el contrato con una sonrisa y lo guardó en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Sacó su cartera y le tendió un billete de cinco dólares.
– Es para que el contrato sea vinculante -explicó. La miró largo rato a los ojos-. Nos vemos pronto.
– Claro -repitió ella.
Cuando cerró la puerta tras él, se apoyó en la madera y se mordió el labio inferior para evitar que temblara. Si hubiera sido más lista, más guapa o más sexy, habría conseguido que se quedara. Lo habría metido en su cama y habrían hecho el amor toda la noche. Y por primera vez en su vida habría tenido un día de San Valentín que valiera la pena recordar.
Respiró hondo y volvió al sofá. Una lágrima rodó por su mejilla y se la secó con el dedo. Se obligó a sonreír.
– Bien, por lo menos puedo decir que me han besado en San Valentín -musitó-. Aunque él no se acuerde por la mañana.
Capítulo 1
– ¿Por qué no puedes parecerte más a Ronald? Es el hijo que nunca he tenido.
Will McCaffrey reprimió un gemido y apretó el respaldo de una de las sillas para invitados del despacho de su padre.
– Tienes un hijo, papá. Yo.
– Últimamente Ronald parece más hijo mío que tú.
Will odiaba aquella conversación, que tenía lugar al menos una vez al mes desde hacía dos años, desde que Jim McCaffrey había decidido jubilarse en un futuro cercano. La elección del sucesor se reducía a dos opciones: Ronald, el yerno, o Will, el hijo que no cumplía las expectativas paternas.
– Dime -replicó Will-. ¿Ha sido Ronald el que ha duplicado el valor neto de la compañía en sólo cuatro años? ¿Fue él el que consiguió el proyecto Winterbrook o el trato con West Washington? -hizo una pausa efectista-. No, espera. Fue tu otro hijo el que se deja la piel por esta compañía. ¿Cómo se llama?
Will era asesor y vicepresidente ejecutivo de McCaffrey Comercial Properties, pero había subido desde abajo, donde empezó cuando estaba todavía en el instituto y donde entró con un puesto fijo cuando se licenció en Derecho. Poseía talento y ambición para continuar lo que había empezado su padre treinta años atrás y mejorarlo. Lo que no tenía era una esposa, que por alguna extraña razón que sólo su padre conocía parecía ser importante en aquel terreno.
La mera idea de casarse lo ponía nervioso. Sabía que podía haber matrimonios felices, el de sus padres así lo probaba Pero sabía también que esa felicidad podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
– Ronald no está preparado para dirigir esta empresa -dijo-. Es muy conservador, tiene que pensar tres veces cada decisión y la mitad de las veces la toma mal. ¿No lo has observado pedir de comer? «Tomaré el salmón, no espere, ¿cómo está el bistec? O quizá deba pedir una ensalada. ¿Alguien ha probado el chuletón?» Me extraña que no se haya muerto de hambre.
– No te extrañe -declaró su padre-. Tiene una esposa en casa que le prepara la cena todas las noches.
– ¿Y por qué una esposa y tres hijos lo cualifican para dirigir la compañía?
– Está asentado. Ha tomado decisiones en su vida y tiene responsabilidades, tu hermana y mis nietos. No tengo que temer que se fugue a las Fiji con la próxima azafata que conozca.
– Se llaman auxiliares de vuelo. ¿Y quién dice que no pueda tomarme vacaciones de vez en cuando?
Su padre hizo una mueca.
– Llamaste el martes por la tarde para decir que no vendrías a trabajar el lunes por la mañana.
– Me confundió el cambio horario.
Su padre suspiró.
– Sé que tienes que disfrutar también, hijo, pero en la vida hay que tomar opciones y no puedes seguir siempre soltero.
Will soltó un gruñido de frustración. ¿Por qué siempre tenían que volver a la misma discusión? Él no evitaba el matrimonio, simplemente no había encontrado a la mujer ideal. Y él, que no conducía el mismo coche más de un año seguido, ¿cómo iba a elegir una compañera para los siguientes cincuenta años?
– No todo el mundo tiene lo que tuvisteis mamá y tú -murmuró.
Pensar en su madre le produjo una punzada de dolor a pesar de los años transcurridos. Laura Sellars McCaffrey había muerto cuando él tenía doce años y su hermana diez. Después de su muerte, Jim se enterró en el trabajo y convirtió su pequeña compañía inmobiliaria en una de las empresas de construcción y desarrollo de más éxito de Chicago. En el proceso, dejó que sus dos hijos sufrieran solos y básicamente también se criaran solos.
Melanie se había escondido detrás de las responsabilidades de llevar la casa y aprender a ser la sustituta perfecta de su madre. A los veinte años, se casó con su novio del instituto, Ronald Williams. Él entró a trabajar en el negocio familiar, ella se unió a un club de jardinería y juntos crearon tres niños perfectos.
A Will la muerte de su madre le produjo la reacción contraria. Apenas podía soportar estar en casa, así que buscó consuelo en los amigos primero y en las chicas guapas más tarde. Con los años las chicas se habían convertido en mujeres y, aunque siempre había asumido que un día encontraría una esposa, las mujeres con las que salía no parecían apropiadas para ese papel.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó
¿Casarme con una mujer a la que no quiera sólo para poder decir que estoy casado?
– Me has presentado a seis o siete novias tuyas y cualquiera de ellas habría sido una buena esposa. Tienes que madurar y decidir qué es importante para ti… si tu futuro o la próxima mujer hermosa que se te cruce en el camino -su padre se cruzó de brazos-. Yo me jubilo en abril y 'o pones orden en tu vida privada o tendrás que aceptar órdenes de Ronald.
Will apretó la mandíbula y pensó que quizá debería olvidarse del negocio familiar. Era un buen abogado y en los últimos años había tenido ofertas de trabajo de los mejores bufetes de la ciudad. ¿Por qué no empezar de cero?