– Lee el contrato. Esto no tiene nada que ver con jardines, sino con… matrimonio.
Lisa abrió mucho los ojos. Leyó el contrato y miró estupefacta a su amiga.
– Era una broma -dijo ésta-. Él estaba triste y yo vulnerable y sugirió que, si seguíamos solos cuando cumpliera los treinta…
– ¿Tiene algún mensaje de vuelta? – preguntó el mensajero.
– No -repuso Jane-. Espere, sí -se acercó al joven y le puso el índice en el pecho-. Dígale a Will McCaffrey que no pienso casarme con él ni salir con él. Y que si cree que soy la misma chica ansiosa de amor y tonta que lo besó aquella… -se mordió el labio inferior-. No importa. Se lo diré personalmente.
El mensajero asintió y salió del despacho.
– ¿Cuándo besaste a Will McCaffrey? -El 14 de febrero de 1998, hace seis años. Él estaba borracho y yo estaba loca
– le quitó el contrato a Lisa-. Esto no puede ser legal, está escrito a mano y ni siquiera parece mi firma. -¿Es tu firma? -Sí.
– Entonces creo que puede ser legal. Jane se ruborizó y sintió un nudo en el estómago.
– Creo que tendré que buscar un abogado.
– O eso o casarte con Will -contestó Lisa.
Jane se alisó la falda, donde se había formado una arruga durante el recorrido al centro. Había dudado mucho sobre lo que debía ponerse para la reunión con Will y optado al fin por un traje de chaqueta y falda con tacón alto, una ropa que se ponía pocas veces.
El despacho de Will estaba situado en una de las numerosas torres de oficinas que dominaban el centro de Chicago. Había aparcado en una rampa cercana y, una vez en el vestíbulo, había dedicado unos minutos a descansar y recuperar la compostura.
Todo aquello era muy raro. Con contrato o sin él, no se podía forzar a una mujer al matrimonio, aunque no podía evitar pensar que esa boda podía solucionar algunos de sus problemas más apremiantes, como el de dónde vivir cuando la echaran de su apartamento o cómo juntar dinero para recuperar el negocio.
– No lo amo -murmuró para sí. Y repitió mentalmente esas palabras como una especie de mantra.
Se alisó la falda de nuevo y se dirigió al ascensor. Cuando salió en el piso de McCaffrey Comercial Properties, se encontró con unas puertas de cristal. Una recepcionista guapa se sentaba detrás de un mostrador circular y le sonrió al verla entrar.
– Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?
– Quiero ver a Will McCaffrey.
Legalmente suya
– Usted debe de ser la señorita Singleton -la joven salió de detrás del mostrador-. El señor McCaffrey ha pedido que la lleve a su despacho. Ahora está reunido, pero no tardará en llegar. ¿Quiere que le traiga algo?
Jane hubiera querido pedir un frasco de Valium.
– No, gracias, estoy bien.
La recepcionista la guió por un pasillo largo y abrió una puerta situada al final.
– Le diré al señor McCaffrey que está aquí.
– Gracias.
Cuando se quedó sola, Jane miró a su alrededor, demasiado nerviosa para sentarse. Tomó una foto de un pastor alemán que había en el escritorio.
– Se llama Thurgood.
Jane se volvió y vio a Will de pie en el umbral, con el hombro apoyado en la jamba. El corazón se le paró y tuvo que tragar saliva con fuerza.
– Es bonito -murmuró.
– Es un sinvergüenza y lo destroza todo, pero lo adoro. ¿Tú tienes animales de compañía?
Jane no contestó. No había ido allí a conversar amigablemente. Abrió el bolso y sacó la copia del contrato.
– Me has enviado esto -dijo.
– Sí -sonrió Will.
– ¿Por qué?
– Creo que está claro en la carta -repuso él.
– No puedes hablar en serio -Jane miró el contrato-. Cuando hicimos esto, habíamos bebido whisky y champán.
Will sacó una mano que llevaba a la espalda y le tendió un ramo de roas.
– Para ti -dijo sonriente-. Rosas inglesas. Tus predilectas, ¿no?
Jane sintió un escalofrío en la espalda y su resolución vaciló. Sólo tenía que sonreírle y ella aceptaba cualquier cosa. Gimió interiormente. Sólo llevaba unos minutos en su presencia y sus fantasías regresaban con fuerza.
– Vas a necesitar algo más que rosas y este contrato ridículo para conseguir que me case contigo.
Will dio un paso hacia ella, sin abandonar la sonrisa.
– Pues dime lo que quieres, Jane.
Ella se arriesgó a mirarlo con detenimiento. Sus rasgos, infantiles en otro tiempo, habían adquirido una cualidad más dura. Parecía poderoso, decidido. Si de verdad se había empeñado en el matrimonio, ella estaba en apuros. Porque, cuando Will McCaffrey quería algo, encontraba el modo de conseguirlo. Maldijo en silencio su pulso, que latía con fuerza, y el rubor que cubría sus mejillas.
– Supongamos por un momento que este contrato es legal, cosa que dudo. Tú estabas borracho y yo estaba bajo la influencia de… -se interrumpió-. ¿Por qué quieres casarte conmigo? No hemos hablado desde que terminaste la universidad.
Will se acercó hasta quedar delante de de ella.
– Puede que no -dijo-. Pero eso no significa que no haya pensado en ti.
– Eso no cuenta -repuso ella, que sí había pensado mucho en él.
– Vamos, Jane. Antes éramos amigos, ¿por qué no volver a serlo? Estábamos bien juntos.
– ¿Has sufrido un golpe en la cabeza últimamente? -preguntó ella-. ¿O alucinas tú solo? Nunca estuvimos juntos. Tú estuviste con la mitad de las chicas del campus, pero nunca conmigo.
– Tú eres la única mujer con la que he tenido una amistad.
Subió una mano por el brazo de ella, pero Jane lo había visto conquistar a muchas chicas, había estudiado su técnica y no estaba dispuesta a dejarse engañar por sus trucos.
– Vamos a ser sinceros -dijo.
– Estupendo -repuso Will-. Estoy a favor de la sinceridad.
– Por alguna razón sientes de pronto la necesidad de casarte conmigo. Tal vez es una crisis vital tuya o has salido ya con todas las mujeres de Chicago. O quizá se han casado todos tus amigos y ya no tienes con quién salir de juerga, pero en lugar de cortejar a una mujer como es debido, me envías este contrato. Supongo que pensabas que estaría encantada. Después de todo, una chica como yo sería una tonta si rechazara una oferta de matrimonio de un hombre como tú.
Will frunció el ceño con expresión confusa.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Que no me voy a casar contigo. Ya ni siquiera nos conocemos y no recuerdo haber firmado este contrato -lo arrugó y lo empujó contra el pecho de él.
Era mentira. Recordaba cada momento de aquella noche y cómo había soñado que él volviera algún día a intentar cumplirlo.
Will respiró hondo y soltó el aire con lentitud.
– Has cambiado -dijo-. Antes eras más…
– ¿Débil, patética, tonta? No soy la misma imbécil que te hacía galletas y te cosía las camisas.
– Yo no iba a decir eso -él tendió una mano y le tocó la mejilla con aire vacilante-. Ya no eres una chica. Eres una mujer muy hermosa, apasionada y testaruda.
Jane cerró los ojos y se sumergió por un momento en el calor de su mano. Así empezaba precisamente una de sus cinco fantasías principales. Unos momentos después la tomaría en sus brazos y la besaría con pasión. Y si por alguna extraña razón su fantasía se hacía realidad, tal vez pudiera empezar a buscar un vestido blanco y un ramo de novia.
Porque era imposible que pudiera evitar enamorarse de Will otra vez, suponiendo, claro,, que hubiera dejado de estarlo alguna vez.
Tragó saliva con fuerza.
– ¿Qué quieres de mí? -preguntó.
– Sólo que olvides el pasado y vengas a cenar conmigo esta noche. Quiero que tomemos una botella de champán y aprendamos a conocernos de nuevo.
Jane apretó los dientes. ¿Por qué estaba tan decidido a conquistarla de nuevo? ¿No comprendía lo que podía costarle eso a ella? Movió la cabeza.
– No, no pienso salir contigo y no me casaré contigo.