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– ¿De qué se trata? -preguntó Goldsmith.

Curiosamente, las palabras que acababa de pronunciar Cameron DeFargo le habían animado. Si había una oferta, unas condiciones, podría hablar de tú a tú con su interlocutor, se encontraría en el terreno de los hechos, y ése era un terreno en el que nunca se había sentido intimidado. Como para reafirmarse en la serenidad adquirida, tomó entre las manos la botella de whisky y llenó de nuevo su vaso.

– Supongo que ya conocerá usted la noticia de la muerte de su ex jefe, Tomás Zubia, en Bilbao, la ciudad en la que había nacido y a la que había regresado tras su jubilación.

– Así es.

– Y sabrá también cómo murió.

– En efecto: al parecer fue apuñalado por un yonqui. Según parece, la droga hace estragos en todos los países y ninguna ciudad está libre de la lacra de la inseguridad ciudadana.

– ¿Eso es lo que usted cree? Yo no estaría tan seguro; por lo menos parece bastante raro que quien ha sobrevivido a dos guerras y a los momentos más álgidos de la guerra fría en primera línea de combate acabe muriendo por culpa de un desgraciado que sólo piensa en la heroína.

– Estoy de acuerdo, pero no parece que pueda ser otra cosa. Tomás Zubia nunca, desde que ingresó en la Agencia, se ocupó de asuntos españoles. Alguna vez me comentó que se había autoimpuesto esa norma para no involucrarse sentimentalmente en los trabajos encomendados, ya que eso disminuiría su rendimiento y podía poner en peligro no sólo su vida, sino la de sus compañeros. Además, y de un modo rutinario, al enterarnos de lo sucedido echamos un vistazo a los asuntos en los que había estado ocupado antes de su jubilación y no encontramos nada que le relacionara con España.

– No dudo de su eficacia -replicó DeFargo-, en caso contrario no se me hubiera ocurrido ofrecerle el puesto de su antiguo jefe, pero a veces conviene fijarse no tanto en lo que está a la vista como en lo que no lo está.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Goldsmith cada vez más interesado.

Por toda contestación, DeFargo se levantó de la butaca que ocupaba y acercándose hasta una de las paredes laterales de la estancia retiró un cuadro que representaba al general George Washington subido a caballo. Detrás del cuadro había una caja fuerte. DeFargo, con dedos ágiles, manipuló la cerradura y la caja se abrió. De su interior sacó unos legajos que traspasó inmediatamente a Goldsmith.

– Admito que al tener aquí esta documentación he transgredido las normas de seguridad más elementales y alguna que otra ley federal -comentó risueño-, pero como le he explicado anteriormente, los ancianos nos solemos permitir muchas libertades. Por otra parte, puedo asegurarle que este pequeño club es mucho más seguro que el propio Fort Knox. Pero le ruego que no haga caso a mi estúpida chachara y hojee los documentos. Supongo que sabe de qué se trata.

– En efecto -contestó Goldsmith-, es uno de los expedientes que de vez en cuando nos transmite la Agencia para la Lucha contra la Droga, la DEA. Cuando a lo largo de sus investigaciones encuentran que algún personaje importante de un país aliado, preferentemente del mundo de la política o de la economía, está involucrado en el narcotráfico, nos suelen pasar el dato por si nos puede servir para nuestro propio trabajo.

– Para hacerles chantaje en beneficio del Departamento de Estado.

– Nosotros no utilizamos esa terminología, pero la idea es correcta -admitió Goldsmith-. Los documentos que usted acaba de mostrarme son posiblemente copia de unos que nos proporcionó la DEA sobre una banda dedicada al tráfico de drogas en el norte de España, pero en ningún momento consideramos interesante su utilización, así que devolvimos el material a la propia DEA comentándoles que no era necesario que nos siguieran facilitando datos sobre esa red.

– Esa fue la postura oficial, pero lo que usted no sabe es que el propio Tomás Zubia solicitó a Alvin Delano, su homólogo en la DEA, que con total y absoluto secreto le siguiera teniendo al corriente de las novedades sobre ese asunto.

– No sabía nada de eso -contestó sinceramente sorprendido Goldsmith.

– Me lo imagino, pero estoy en condiciones de asegurarle que lo que acabo de relatarle es totalmente cierto; el mismo Alvin Delano me lo ha confirmado. Es fácil comprender que eso lo cambia todo. Si Tomás Zubia volvió a Bilbao, ciudad que no visitaba desde hacía más de cincuenta años, movido por la lectura de unas informaciones referentes a una red de traficantes que actuaba en su tierra natal, no es descabellado pensar que su asesinato no fue un desgraciado accidente, sino algo deliberado, y si fue como yo pienso, señor Goldsmith, no quiero que esa muerte quede impune, por dos razones: la primera, por la amistad que nos unía a los dos, y la segunda, porque no acepto que nadie pueda matar a un hombre de nuestros servicios de inteligencia y quedar impune. Supongo que estará de acuerdo conmigo.

– Totalmente -contestó Goldsmith.

– Me alegra que sintonicemos -respondió con semblante alegre DeFargo- porque la misión que quiero encomendarle es precisamente ésa. Que investigue las causas de su muerte y, si se confirman mis sospechas, tome las determinaciones necesarias para que el criminal sea castigado. Aunque en estos momentos, como usted sabe, no tengo ningún puesto oficial en la Agencia, he podido arreglar las cosas necesarias para que desde este mismo instante cese en el resto de sus actividades y pueda dedicarse, con la cobertura de costumbre, a esta nueva misión.

DeFargo hizo una pausa para dar un nuevo trago a su vaso y que sus palabras calaran en su interlocutor, y tras limpiarse los labios con una servilleta que llevaba bordadas sus iniciales volvió a tomar la palabra.

– Como desde este momento usted queda liberado de cualquier otro trabajo y asignado a esta nueva misión, considero imprescindible ponerle en antecedentes. Es posible que me extienda demasiado, aunque me imagino que usted ya conoce la tendencia de los viejos a contar batallitas, por lo que le ruego que me disculpe de antemano, pero creo imprescindible retrotraerme a la época de la segunda guerra mundial, mucho antes de que usted hubiera nacido, porque si mi tesis es exacta, la muerte de Tomás Zubia está íntimamente relacionada con los sucesos en los que estuvo implicado.

»Es posible que ya conozca el modo en que fue captado para nuestros servicios. Tras finalizar la guerra civil española y estallar casi simultáneamente la guerra mundial con la invasión de Polonia por el ejército de Hitler, Tomás Zubia se incorporó a los grupos de resistentes que colaboraban con los países democráticos en su lucha contra los nazis y sus aliados. Pronto destacó por su capacidad para el trabajo clandestino y de información, en el que se movía como pez en el agua, así que decidimos incorporarle formalmente a nuestra incipiente organización. Como primera medida le enviamos a Nueva York, donde estuvo muy poco tiempo, lo suficiente para realizar un cursillo intensivo como agente especial. Aunque las técnicas actuales son mucho más avanzadas que las usadas en nuestra época, no fanfarroneo cuando le digo que nuestra preparación no tenía nada que envidiar a la que se proporciona hoy en día. Hay que comprender que en tiempos de guerra no se hacen prisioneros a los espías ni se los intercambia, sino que se los fusila directamente después de haberlos estrujado al máximo para obtener información, y si no estás bien preparado pronto pasas a engrosar la lista de cadáveres.

»Tras su estancia en Nueva York su primer destino fue México, aunque ahí no tenía que desarrollar ninguna actividad, sólo esperar a que transcurriera el tiempo suficiente para crear la cobertura necesaria para su posterior viaje a España, que era el destino definitivo. En México debía hacerse pasar por Javier de Ithurbide, sobrino de un tal Agustín de Ithurbide, millonario hombre de negocios que se hacía pasar por descendiente del caudillo del mismo nombre que, una vez conseguida la independencia, se autoproclamó emperador de México. Por este motivo reivindicaba su derecho a la Corona azteca y había creado un partido político para perseguir dicho fin. No dejaba de ser una extravagancia que se le permitía tan sólo por su condición de multimillonario, una de las diez fortunas más grandes de ese país, pero que nos fue muy útil.