»Investigaciones previas nos habían hecho saber que su imperio económico era tan ficticio como su corona imperial, así que no nos fue difícil llegar a un trato con él. Los dólares de Washington apuntalarían su grupo empresarial, y él reconvertiría su minúsculo grupo político en un partido de carácter fascista. No fue fácil. Por un lado, su carácter monárquico, con ciertas ínfulas de imitación de la monarquía británica, así como su sentimiento católico, le alejaban del nacionalsocialismo ideológico, pero esos mismos carácter y sentimiento le aproximaban al fascismo italiano (la Italia del Duce, no lo olvide, era nominalmente una monarquía y firmó un concordato con la Santa Sede), con lo que la evolución, sin ser fácil, se hizo de un modo natural. El mismo nombre de su organización, Partido Monárquico Católico de México, se transformó en Movimiento Nacionalista Revolucionario Mexicano. La finalidad era conseguir, por un lado, que los posibles sectores de esa ideología que hubiera en México (poco importantes en sí, pero con el inconveniente de ser un país fronterizo con Estados Unidos) estuvieran controlados y, por otra parte, a través de ese partido iniciar relaciones de colaboración y ganarse la confianza de los movimientos nazis y fascistas que sí tenían influencia en el resto del mundo.
»Ithurbide fue pronto separado de la dirección política del movimiento, ya que ni por edad ni por inclinación natural estaba capacitado para regirlo, y fueron hombres de nuestra total confianza quienes pasaron a ocupar los cargos ejecutivos. El papel de Zubia en el partido no fue de dirigente, sino de simpatizante. En su ficticia y nueva personalidad se aunaban dos factores: ser el sobrino del fundador, que a su vez era una de las más grandes fortunas nacionales, y demostrar simpatía por el nuevo giro que había tomado ese partido. Por otra parte, se creó la leyenda de que desde pequeño le habían enviado a estudiar a España y otros países europeos, para disculpar su acento, que no era totalmente mexicano.
»Siete meses después de su llegada a México Distrito Federal, consideramos que estaba preparado para intentar afrontar con éxito su nuevo destino, por lo que tomó un avión que le llevó de regreso a España, pero esa parte de la historia quizá sea mejor que se la cuente el propio Zubia.
Siempre con la sonrisa en los labios, DeFargo se levantó de su asiento y volvió a acercarse a la caja fuerte, que aún continuaba abierta. De ella sacó un disco y lo introdujo en un ordenador que se encontraba disimulado en el interior de un mueble que aparentaba haber sido utilizado por la reina Victoria en persona.
– Corríjame si me equivoco, lo cual es muy posible porque a los perros viejos nos suele ser difícil aprender trucos nuevos, pero creo que esto se llama CD-Rom. Parece ser que enchufado a un ordenador puede hacer maravillas; eso por lo menos me dicen mis nietos, que me han enseñado lo poco que sé de informática. Aunque me cuesta creerlo, ese minúsculo disco contiene toda la información disponible acerca de su antiguo jefe, mi viejo y difunto amigo Tomás Zubia. Supongo que estará aburrido de la charla de un viejo, por eso le voy a abandonar durante un rato y le sugiero que lea, no estoy seguro de que sea la expresión adecuada pero usted ya me entiende, la información que considere más interesante. Junto a su historial profesional podrá encontrar varios documentos curiosos, entre ellos las actas de las reuniones que tuvimos en Washington para estudiar las operaciones que teníamos que llevar a cabo en España en la época de la que le acabo de hablar, informes oficiales y alrededor de siete cartas que me escribió mientras estaba destinado en España. Estas últimas no son escuetos informes profesionales, sino auténticas cartas personalizadas que me enviaba como manera aconsejada por nuestros psicólogos para, además de transmitir la información precisa, poder desahogarse de la tensión vivida en momentos tan difíciles y permitirnos evaluar su grado de estabilidad emocional, necesaria para llevar a buen fin su misión. Como usted puede comprobar, la psicología no es una ciencia recién inventada hoy en día precisamente, pero creo que he vuelto a ser demasiado prolijo en mis palabras, así que le dejo solo para que pueda trabajar a sus anchas. Cuando haya acabado no tiene más que marcar el número ocho en el teléfono que está junto al ordenador y volveré para reunirme con usted.
Antes de que DeFargo saliera definitivamente de la estancia, Goldsmith ya estaba manipulando el ordenador. Al contrario que para su anciano interlocutor, aunque en el fondo no se creía la historia de que era un ignorante en esos temas, para Goldsmith la informática no tenía ningún secreto, así que manejar un CD-Rom era un simple juego de niños, tan sencillo como hojear las páginas de un libro. Intrigado por las palabras de DeFargo, buscó, en primer lugar, las cartas que Zubia le había enviado mientras estaba en España. Eran francamente interesantes y se zambulló en ellas con gran excitación. La primera y la cuarta, sobre todo, narraban hechos que parecían importantes. Hasta que no llegara al final de sus investigaciones no podría saberse si tenían relación con su muerte en Bilbao y la red de narcotráfico que había investigado la DEA, pero decidió imprimirlas para poder releerlas cuantas veces fuese necesario. Afortunadamente, el viejo DeFargo pensaba en todo y junto al ordenador había una impresora de la última generación que en muy poco tiempo le proporcionó los documentos solicitados. Cuando tuvo los folios en sus manos, Goldsmith se sirvió una buena ración de ese whisky que el viejo fabricaba clandestinamente y que estaba buenisimo y se puso a leer con tranquilidad las cartas numeradas con los guarismos 1 y 4.
CARTA Nº 1 (REMITENTE: TOMAS ZUBIA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)
Estimado Cameron:
Aunque hasta ahora he sido reacio, más por motivos de pudor que de seguridad, a seguir tu consejo y escribirte una carta para contarte, más allá de las informaciones que voy consiguiendo, cómo me encuentro de ánimos y qué opino de la operación en marcha, por fin me he decidido a hacerlo porque creo que tienes razón cuando afirmas que de este modo puedo aliviar, en parte, mi soledad.
Supongo que lo comprenderás si te digo que cuando llegué a Madrid el corazón me dio un vuelco. Llegaba a una ciudad vencida disfrazado de triunfador. Por todos los rincones podían verse las señales de la devastadora guerra que ha finalizado no hace mucho con el triunfo de los fascistas. Las ruinas se han adueñado de la ciudad y un halo de tristeza lo impregna todo y me ha contagiado, aunque yo deba fingir que me encuentro totalmente a gusto; se supone que soy uno de los hombres más felices del mundo, un rico heredero mexicano simpatizante del victorioso III Reich.
La vida da muchas vueltas y las perspectivas personales suelen cambiar rápidamente, sobre todo en estos tiempos de sufrimiento que nos está tocando vivir. Sabes que no me gusta mucho hablar de estos temas, pero debo reconocer que cuando en Euskadi luchaba por los derechos de mi pueblo, Madrid era una referencia negativa, el centralismo, la negación de esos derechos; pero ahora, si bien no renuncio a mis más íntimos principios y deseos, no puedo ni quiero evitar sentir un hondo respeto y admiración por esta ciudad que tan ejemplar y heroicamente ha resistido el embate de las milicias facciosas y que ha sucumbido con honor. Nada más llegar hubiera deseado despojarme del esmoquin con el que había subido al avión y ponerme un mono para colaborar en la faena de reconstrucción, pero por suerte o por desgracia no es ésa la misión que me ha conducido hasta aquí, aunque confío en que la labor que estoy desempeñando sirva también para su liberación.
Al pie de la escalinata del avión me esperaba Werner Haupt, miembro de la embajada alemana, hombre ceremonioso y campechano, el típico alemán aficionado a la cerveza y las juergas, el cual, según mis informes, ocupa un lugar insignificante en el organigrama de las SS en España.