Una noche, después de haber realizado una de las suculentas operaciones comerciales con las que nos hemos venido lucrando desde que iniciamos nuestra relación, fuimos al burdel al que me había llevado el día de mi llegada a Madrid, el de las mujeres judías de las que te hablé en mi primera carta. No sé si me estoy endureciendo más de lo debido, pero ya no me cuesta hablar sobre ello como me ocurría al principio, aunque repito que pongo en duda que ese sentimiento sea positivo. En fin, vuelvo al meollo de la historia. El coronel estaba eufórico y borracho y me propuso que nos encerráramos los dos con una de las pupilas llamada Sarah, posiblemente la más hermosa de las mujeres que allí había. No te voy a contar lo que hicimos porque te lo puedes imaginar sin mi ayuda; al fin y al cabo escribo esta carta para desahogarme yo, no para excitarte a ti. Tal vez se debiera a su borrachera o, más seguramente, a su absoluta carencia de valores morales, el caso es que cuando estábamos los tres totalmente exhaustos, tendidos sobre la inmensa cama de la habitación, Vonderschmidt se levantó de improviso, como impulsado por una idea repentina, y cogiendo su pistola reglamentaria me la tendió.
– Algunos sibaritas dicen que el sexo es la otra cara de la muerte y que si juntamos ambos, el placer se centuplica, y tienen razón. Lo sé por experiencia. Toma -añadió mientras ponía su arma en mi mano-. Acabas de follarte a Sarah, ahora debes conocer el otro aspecto del placer. Tienes que matarla. Te aseguro que sentirás el mayor de los orgasmos y que será inmensa tu dicha cuando liquides a esta perra judía. Hazlo por mí y por el Führer.
Una cosa es acostumbrarte a ir de juerga con un nazi de mierda e incluso participar en sus orgías sexuales, depravadas desde el momento en que se juega con el terror de quienes están a tu servicio como meras esclavas sexuales, y otra cosa es matar a sangre fría a alguien inocente, cuyo único crimen era pertenecer a otra raza; pero me habían lanzado un desafío y tenía que recoger el guante.
¿Qué era más importante? ¿Preservar mi cobertura, para lo cual tendría que disparar contra la mujer con la que acababa de acostarme, o negarme a hacerlo y correr el riesgo de que todo se fuera al garete?
Sinceramente, Cameron, aunque admito que en Nueva York me proporcionasteis una gran preparación, no me sentía con fuerzas para afrontar esta prueba. Todavía me entran escalofríos cuando lo recuerdo. No sabía qué hacer, así que decidí improvisar y jugármelo el todo por el todo.
– Lo siento -contesté en el más arrogante tono de emperador azteca que fui capaz de expresar-. Los Ithurbide no hemos nacido para matarifes, sino para dar órdenes de vida y muerte. Es nuestro derecho y nuestro privilegio. Quien está acostumbrado a que le obedezcan no necesita manchar sus manos con sangre de lacayos. No niego la veracidad de lo que me has dicho, pero mi rango me impide complacerte.
No sé si Vonderschmidt iba de farol o si eran tan sólo los efluvios alcohólicos que le atenazaban los que marcaban su pauta de conducta, el caso es que echándose a reír a carcajadas me abrazó diciéndome que era todo un hombre y que conmigo se podía ir al fin del mundo.
– Además -añadió guiñándome un ojo-, creo que estás preparado para empezar a hacer cosas serias. Pero éste no es el sitio adecuado. Ven mañana a mi despacho en la embajada y te hablaré de nuestros nuevos proyectos.
Sobre la conversación que tuve al día siguiente envío un informe anexo, ya que considero que tiene suficiente importancia para darle un tratamiento más oficial, por lo que no me extenderé de nuevo en esta carta sobre ese asunto, así que enviándote un fuerte abrazo y esperando noticias tuyas, me despido por hoy.
Mientras estaba escribiendo ha caído la noche sobre Madrid y me he dado cuenta de que necesito descansar más que cualquier otra cosa en este mundo. La cama me espera, aunque últimamente mis sueños suelen convertirse en pesadillas.
9
Cuando aceptó hacerse cargo del asunto, Iñaki Artetxe no tenía ninguna idea preconcebida acerca de cómo lo llevaría, pero no se inquietó por ello. En principio no parecía difícil averiguar un hecho tan sencillo como el de si una joven aún seguía residiendo en su domicilio y, si así fuera, conseguir una entrevista con ella. En caso contrario la cosa le causaría más quebraderos de cabeza, pero aunque en cinco años es fácil anquilosarse confiaba en recuperar su capacidad para trabajar como policía -bueno, detective sería más correcto decir, pensó- y encontrar a la chica.
Como primera medida llamó a Gerardo Aresti, un compañero de la Ertzaintza con el que pese a todo lo ocurrido aún conservaba cierta amistad, y le pidió que averiguara, gracias a los contactos que tenía con inspectores de la Brigada de Documentación del Cuerpo Nacional de Policía, el domicilio que constaba oficialmente en el Documento Nacional de Identidad de la novia de su cliente. Aresti no tardó en realizar la gestión y decirle que Begoña González conservaba su mismo domicilio, por lo menos en los papeles. Por ahí las cosas estaban claras aunque no significaran nada, ya que podía haber cambiado de domicilio sin regularizar los datos de su documentación personal. En caso contrario el dato sí hubiera sido alentador, pero en el presente servía tan sólo para descartar una posibilidad en la que no tenía mucha confianza previa, pero que había que explorar.
Solventada esa posibilidad, llamó por teléfono haciéndose pasar por un amigo. La señorita Begoña no estaba en ese momento. No, no sabía cuándo iba a volver, si quería dejarle algún recado… Sí, por supuesto que la señorita Begoña seguía viviendo allí, y naturalmente que le comunicaban las llamadas que había recibido; si no tenían contestación, eso era cosa de la señorita Begoña.
Se apostó durante dos semanas cerca de la residencia de González Caballer. No fue fácil. La casa del industrial se encontraba en Algorta, en la cima de un alto que coronaba el Puerto Viejo. Era harto complicado vigilar sin ser visto, pero lo consiguió. En esas dos semanas no hubo rastro alguno de la chica. Para él, como si no existiera, pero no era suficiente. El no verla durante catorce días no tenía que significar necesariamente que Begoña González ya no viviera allí, aunque no dejaba de ser un indicio importante.
Como último recurso intentó el método directo. Se identificó y solicitó una entrevista al padre de la joven. Le mandaron a la mierda. De un modo elegante, eso sí, que no en balde eran gente bien, pero en resumidas cuentas, le mandaron a la mierda.
Fue entonces cuando decidió solicitar la ayuda de Miren.
La citó en la cervecería de Deusto, enfrente de los antiguos astilleros de la compañía Euskalduna, desaparecidos para mayor gloria de la reconversión industrial y el ministro Solchaga. Iñaki recordaba cómo de pequeño, cuando vivía en Deusto, su padre le llevaba a ver botar los barcos. Ya no los vería nunca más, pensó con tristeza. Quizá su vida no fuera más que eso, una sensación continua de pérdida de todo aquello que más había querido. Su infancia, su trabajo, ¿a Miren también?; pronto lo sabría, pensó mientras saboreaba una de las últimas jarras que iba a tomar en aquel lugar. También la cervecería estaba condenada a la extinción como consecuencia de los planes que había para revitalizar y transformar de raíz su ciudad natal. Suponía que eso iba a ser beneficioso, pero no dejaba de ser una nueva pérdida que añadir al debe de su existencia. Siempre le había gustado la cervecería, uno de los pocos lugares en los que poder tomarse una bebida al aire libre que quedaban en Bilbao. Se había sentado de espaldas a la caseta, junto a la ría, mirándola fijamente. Un observador imparcial no hubiera vislumbrado un átomo de belleza en sus mugrientas aguas, pero a él, como a muchos de sus paisanos, le atraían irremisiblemente. Por eso y por las dos cervezas que había tomado pausadamente, la espera transcurrió rápida.