Por todo eso y por Miren, la mujer a la que más de una vez había pedido que se casara con él, sin obtener un sí por respuesta. Miren Arruti había sido compañera suya de promoción en la Ertzaintza, aunque había abandonado el cuerpo para ingresar en una empresa privada de seguridad poco antes de que él hiciera el gilipollas y se cayera con todo el equipo. Miren Arruti, la mujer de la que había estado enamorado y que a su vez había estado enamorada de él, pero a la que echó de su vida cuando ingresó en prisión porque no quería hacerla sufrir, decía, aunque la verdad es que era él quien no quería sufrir viéndola al otro lado del locutorio; por eso se negó siempre a recibirla cuando iba a visitarle y por eso prohibió a sus familiares y abogado que le dijeran cuándo salía de prisión. No estaba seguro de haber hecho lo correcto, porque no había podido evitar el seguir enamorado de ella, pero suponía que era tarde para recomponer lo que él mismo había roto. Ahora su única pretensión era recuperar su amistad y tal vez obtener su colaboración en el presente trabajo, aunque cuando analizaba a fondo sus sentimientos comprobaba que después de esos cinco años de aislamiento no habían variado ni un ápice.
Todo lo que pensaba desapareció de su mente cuando ella llegó. No dijo nada, sino que le abrazó fuertemente y se puso a llorar.
– Lo siento, soy una tonta -dijo Miren al separarse de él mientras recomponía su cara anegada en lágrimas-, pero hacía tanto tiempo que no nos veíamos… ¿Acaso ya no quieres casarte conmigo? -intentó bromear.
– Exactamente. Tú lo has dicho.
– Me alegro -contestó riendo-, no sea que algún día se me ocurriera decirte que sí y la armáramos parda. Ha pasado tanto, tanto tiempo…
– Lo siento, sé que no me he portado bien, pero hice lo que consideré mejor para los dos.
– Lo que era mejor para los dos teníamos que decidirlo entre los dos.
– Supongo que tienes razón, pero las cosas se ven muy diferentes aquí, al aire libre, tomándonos unas cervezas, que tras los muros de una prisión.
– Tuvo que ser horrible -le dijo dulcemente Miren, mientras le revolvía el pelo con gesto cariñoso.
– Sí, fue horrible, pero la cárcel no era lo más horrible. Lo peor era el pensar que había destrozado mi vida, que todo se desmoronaba alrededor por mi culpa, que no te vería más, que te había perdido. No estoy muy seguro de querer conocer la respuesta, pero necesito saber si tienes pareja.
– No me has perdido -contestó Miren volviendo a besarle-. Tengo muchos reproches que hacerte y te los voy a hacer, de eso puedes estar seguro, pero no me has perdido. Y no salgo con nadie en estos momentos. Durante unos meses lo intenté con diversos amigos pero no funcionó, siempre acababa pensando en ti.
– Lo siento.
– No era culpa tuya.
– Deberías haberte olvidado de mí. No se puede vivir asido a una sombra ni recuperar el tiempo transcurrido -contestó tristemente Artetxe.
– Pues no intentes recuperarlo. Olvídate de él y piensa en el tiempo futuro. Yo soy ese tiempo futuro.
– Ojalá sea así, pero tengo miedo. He hecho tantas cosas mal en la vida que cuando se me presenta algo bueno temo no ser capaz de reconocerlo. Necesitaremos tiempo.
– Tenemos mucho tiempo -respondió Miren-, aunque estos cinco últimos años tenían que haber dejado las cosas suficientemente claras.
– Lo sé, pero antes necesito asentar mi vida y recuperar mi propia estima. Perdí mi trabajo y tengo que pensar en el futuro. En parte por eso te he llamado. Cuando salí de la cárcel me hicieron una oferta que he aceptado.
– ¿De qué se trata?
– Un trabajo similar al de un detective, vinculado extraoficialmente con el bufete de mi antiguo abogado.
– Parece interesante y, además, estás preparado para ello. Eras de los mejores de nuestra promoción.
– Sí, y de los de menos cabeza.
– No vuelvas a empezar con eso y cuéntamelo todo desde el principio.
– En estos momentos estoy con el primer caso que me ha venido a través del bufete y creo que me vendría bien tu ayuda.
– Puedes contar con ella, pero déjate de rodeos y dime de qué se trata.
Iñaki le repitió, casi literalmente, lo dicho en la reunión que había tenido con Carlos Arróniz en el despacho del abogado y le explicó las gestiones que había realizado hasta el momento. Cuando acabó su exposición le dijo qué era lo que podía hacer ella para ayudarle.
– ¿Podrás hacerlo?
– ¿Bromeas? -contestó ella-. Será coser y cantar. ¿O qué piensas, que eres el único que no ha perdido cualidades?
– No se trata de eso, pero no quisiera que por mi culpa te metieras en líos.
– Descuida, ya me conoces y sabes que sólo me meto en los líos que quiero.
– Quería decirte una última cosa.
– ¿De qué se trata?
– Bueno, quiero que sepas que si hubiera sido tan sólo para pedirte este favor no te habría llamado.
– Lo sé -contestó Miren sonriendo.
10
No había caso, pensaba Rojas. El comisario opinaba que todo había sido un accidente y la jueza iba a corroborar esa opinión dando carpetazo al asunto o, por decirlo más técnicamente, dictando auto de sobreseimiento. Ni siquiera la mujer de Andoni Ferrer estaba dispuesta a admitir la hipótesis del asesinato. Quizá porque no había habido asesinato y sus deseos de trabajar en algo importante le habían jugado una mala pasada.
¿Pueden equivocarse un comisario y una magistrada? Claro que sí, pero ¿al unísono? ¿No sería más lógico pensar que era él quien se equivocaba? Después de todo, era el neófito del Grupo de Homicidios y sus propios compañeros se inclinaban a pensar que ahí no había nada.
Volvió a leer el informe que acababan de traerle del Gabinete de Identificación. Nada. O mejor dicho, mucho; sus colegas habían hecho un trabajo concienzudo, pero nada que avalara la tesis de que se había producido un homicidio. Dejó los papeles encima de su mesa y se levantó. Se ahogaba en ese cuartucho. Le vendría bien salir un poco. Además, tenía otras cosas que hacer, y como las abandonara durante mucho tiempo iba a recibir una sonora bronca del atildado Manrique.
En las escaleras se encontró con Javier Moro, un antiguo compañero de la Academia de Policía destinado en el Grupo B de Estupefacientes. Conservaban una buena amistad de su época de aprendices de policía; por eso se entretuvieron un rato charlando. En un momento de la conversación Moro le preguntó por el caso que estaba llevando.
– Me parece que no hay caso, Javier. Y si lo hay, todavía peor, porque no tengo por dónde agarrarlo. Ni el comisario, ni el Juzgado, ni siquiera la familia me apoyan. Y el informe del laboratorio les da la razón a ellos, no a mí. Quizá sea porque no la tengo.
– Bueno, eso nos ocurre a todos y a todas horas. Yo que tú no me comería el tarro. De todas maneras, ¿por qué no hablas con Dios?
– Déjate de chorradas, que con este asunto no estoy para bromas. Sin pruebas, ni Dios ni toda su corte celestial conseguirían que Manrique me respaldara -respondió, taciturno, Rojas.
– No, hombre, no, no me refería a eso, te tiene atontado el caso -dijo, entre carcajadas, Moro-, aunque de vez en cuando no nos vendría nada mal que nos echara una mano. Te estoy hablando de Luis de Dios; ¿no sabes quién es?, el jefe del Grupo A de Estupefacientes.
– Sí, es verdad, perdona, no había caído, para que veas cómo estoy por culpa del dichoso asunto, pero ¿crees que podría ayudarme?
– Hombre, hasta que no hables con él no lo sabrás; lo que sí puedo decirte es que estuvo conversando hace unos días con ese tal Ferrer. Estuvo en el grupo nuestro, porque quería efectuar una entrevista con un inspector destinado en Estupefacientes, así que se lo pasamos a De Dios, que es el único que tiene paciencia con los periodistas, y le atendió al momento. Entre nosotros, ese cabrón de Luis hará carrera, te lo digo yo. Es mejor relaciones públicas que tu jefe, que ya es decir. Bueno, Manolo, te dejo que voy con prisa, y no te olvides de hablar con Dios. Igual no resuelves el caso, pero seguro que vas al cielo -concluyó entre grandes risotadas.