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– No es ninguna molestia, sino todo lo contrario. Andrés me ha contado lo que te ha sucedido y me parece no ya un favor, sino una obligación, acogerte en casa. Y no sólo por esta noche, sino por todo el tiempo que tuvieras previsto quedarte entre nosotros. Es lo menos que podemos hacer por ti. Además, en todo caso, de tener que echar la culpa a alguien, ese alguien debiera ser Begoña, por no avisarte. ¿Te apetece tomar algo? ¿Has cenado ya? ¿O prefieres quizá un café?

– No, gracias, ya he cenado, y el café no me dejaría dormir probablemente.

– ¿Una copa entonces?

– No, gracias, no acostumbro beber.

– Una buena costumbre. Eso decimos siempre, al menos, los que sí bebemos de vez en cuando. -Terminó la frase riendo.

Para unir los hechos a las palabras, González Caballer pidió un café solo para él, y de un mueble-bar que tenía en el despacho sacó una botella de Chivas. Se escanció una buena copa y conversó con Miren durante un largo rato. La ex compañera y actual colaboradora de Iñaki Artetxe se llevaba la lección bien aprendida y en ningún instante titubeó. Fechas y hechos auténticos junto a anécdotas inventadas pero coherentes convencieron a su predispuesto anfitrión de que era amiga de su hija. Incluso le mostró unas fotografías en las que podía verse a las dos en alegre compañía mutua. La propia Miren había hecho el montaje y se encontraba sumamente satisfecha de su obra. A simple vista era prácticamente imposible notar el engaño. Había llevado varias copias para regalárselas a Begoña.

– Espero poder dárselas mañana -dijo.

– Desgraciadamente, me temo que eso no va a ser posible -respondió el padre-. Lamento decirte que mañana no podrás ver a Begoña.

– ¿Mañana tampoco? ¡Pues menuda faena! No te enfades por lo que voy a decirte, pero creo que Begoña es una informal de tomo y lomo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Está de viaje o algo parecido? Lo digo porque a pesar de todo me gustaría ponerme en contacto con ella.

– No lo sé.

– ¿Que no lo sabes? No te entiendo.

– Mira, no quería decírtelo porque no lo llevo muy bien, pero me has causado buena impresión y creo que eres una buena amiga de Begoña, así que me confesaré contigo -añadió González Caballer con un tono de tristeza en la voz-. Begoña ya no vive aquí. Se ha ido.

– ¿Cómo que se ha ido?

– Sí, se ha ido. Podría decirte que se ha fugado, pero como es mayor de edad y tiene derecho a hacerlo, simplemente hay que decir que se ha ido.

– ¿Y no te ha dejado su nueva dirección?

– No, no lo ha hecho. Me gustaría saberla para poder hablar con ella y conocer cómo se encuentra. No para decirle que vuelva, aunque ella sabe que puede hacerlo cuando quiera, sino sencillamente para saber que está todo en regla. Y también para pedirle perdón. Hubo cosas… pero en fin, permíteme que a tanto no llegue mi confesión.

– Comprendo perfectamente.

– Quizá se ponga en contacto contigo. Si es así, me harías feliz si hablaras conmigo y me contaras cómo y dónde está. Es posible que haya sido un mal padre, pero sigo siendo su padre, y eso tiene que significar algo.

– Descuida que así lo haré.

– Me encuentro muy solo, ¿sabes? La marcha de mi hija ha sido como una puñalada para mí; las amistades dicen que me han caído unos cuantos años encima. ¿A ti qué te parece? -añadió con un gesto pretendidamente seductor.

– No puedo opinar, ten en cuenta que acabo de conocerte, aunque es normal que con lo que ha sucedido cualquier persona sufra las consecuencias e incluso se le note físicamente, pero si no hubieras comentado nada, en ningún momento habría pensado en ello, desde luego.

– Tal vez una mujer joven y hermosa como tú pudiera aliviar mis penas -dijo González Caballer mientras, levantándose, se acercaba hasta Miren e intentaba agarrarla por la cintura.

– No entiendo -contestó Miren zafándose del abrazo de su anfitrión-, ¿se puede saber a qué viene esto?

– Claro que lo entiendes, lo entiendes perfectamente. ¿O acaso pensabas que ibas a tener alojamiento gratis? ¿Me tomas por tonto? ¿Crees que no sé lo que busca una chica joven y guapa que se acerca a la mansión de un hombre mayor y millonario haciéndose pasar por amiga de su hija? Vamos, nena, no te hagas la estrecha y no te arrepentirás. Te lo juro.

Mientras decía esto se había vuelto a aproximar a Miren y, tomándola entre sus brazos, había intentado besarla. Miren, con un puñetazo asestado en pleno estómago de su atacante, seguido de una fuerte patada en los genitales, pudo escapar de la acometida.

– ¡No me toques, cabrón! -gritó, sacando de la mochila una pistola y apuntándole-, te has equivocado conmigo, no soy una muñequita con la que se pueda jugar, cerdo.

– ¿Quién eres? -preguntó entrecortadamente González Caballer, todavía sin recuperarse de los golpes recibidos y al que la presencia de la pistola en manos de Miren había generado una pronunciada lividez.

– Eso a ti no te importa. ¡Vuelve a sentarte, que todavía no hemos acabado de hablar!

– ¿Quieres dinero? ¿Se trata de eso?

– Métase su dinero en el culo -respondió Miren-. Quiero saberlo todo acerca de su hija Begoña y sus relaciones con su novio. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no se le ha contado la verdad a Carlos Arróniz? ¿Por qué envió un matón para darle una paliza?

– Así que se trata de eso -rugió González Caballer-; el hijoputa de Carlos quiere vengarse por los golpes recibidos. Muy propio de él. Le advierto, señorita, que puede ser acusada de allanamiento de morada y amenazas, así que será mejor que deponga su actitud.

– Y usted de intento de violación -respondió Miren.

– No me haga reír, por favor. ¿Cree usted que algún juez se tragaría esa historia? ¿De verdad piensa que alguien va a aceptar que yo he intentado violarla cuando no tiene usted ninguna señal de ello y, además, se encontraba en mi domicilio, de noche y a solas, después de haber venido voluntariamente hasta aquí y haber conseguido entrar engañándome? Porque en ningún momento me he creído esa historia tan absurda acerca de que era amiga de mi hija. Así que ya ve cómo están las cosas. No tiene nada que hacer.

Miren sabía que González Caballer estaba en lo cierto, pero decidió no rendirse.

– Tal vez tenga razón, pero eso no tiene la menor importancia. Usted no me conoce, no sabe quién soy, así que puedo irme en cualquier momento y no podrá localizarme. Además, nadie, salvo algunos buenos y escogidos amigos, sabe que estoy aquí y a qué he venido, por lo que si me decidiera poner en funcionamiento este cacharro -añadió señalando la pistola- me temo que saldría usted perdiendo de todas todas.

– No creo que un asunto sentimental sea para ponerse así -contestó González Caballer-. Si lo que desea es hablar sobre mi hija y su novio no veo la necesidad de que saque la pistola y profiera esas amenazas.

– No ha sido por eso por lo que la he sacado, cerdo.

– Lo sé y le pido disculpas; me he comportado como un sinvergüenza, lo admito. No quiero que lo considere una excusa, pero la tensión que estoy sufriendo me lleva a cometer tonterías imperdonables. Lo siento y le ruego, por favor, que guarde su arma. No la va a necesitar.

– De acuerdo -dijo Miren guardándola de nuevo en la mochila abierta, a su alcance como medida de precaución-, pero a cambio de eso me tendrá que explicar, con pelos y señales, todo lo que ha ocurrido con su hija desde el día en que no acudió a su cita con Carlos Arróniz.

– Así lo haré -contestó sonriente González Caballer, que no había dejado en ningún momento, desde que reinició su conversación con Miren, de juguetear con un pisapapeles que tenía sobre la mesa-, aunque quizá debamos posponerlo para otra ocasión más favorable.

– No, será ahora -contestó, airada, Miren.

– Me temo que no, señorita, y si no está de acuerdo vuélvase y mire hacia atrás.

Miren obedeció cautamente la sugerencia de su interlocutor y pudo ver cómo detrás de ella se encontraba el hombre que la había recibido en la entrada de la vivienda. Se había introducido tan sigilosamente en la estancia que no se había percatado de su presencia. Posiblemente, pensó utilizando su experiencia en sistemas de seguridad, el maldito pisapapeles contenía algún dispositivo capaz de avisar al empleado de que había alguna emergencia grave. Esto último lo deducía del hecho de que el nuevo inquilino del despacho llevara en sus manos una pistola.