Todavía le quedaba oficialmente hora y media para acceder a la condición de jubilado, pero no tenía sentido consumirlas dentro de su despacho mirando fijamente la puerta o el techo, así que recogió su maletín -las cajas ya se las llevarían a su domicilio dentro de pocos días- y salió de allí para siempre.
2
El café era un infecto líquido de frenos y el bollo de mantequilla estaba más seco que la momia de un faraón, pero pese a ello los dos hombres correctamente trajeados que oteaban el panorama a través de la vidriera de la cafetería sorbían el uno y mordisqueaban el otro sin hacer grandes aspavientos de repugnancia.
El más bajo de la pareja observaba cómo la lluvia de aquel ventoso día de marzo golpeaba contra el cristal, no porque ningún especial hálito poético conmoviera su alma, sino porque estaba vigilando el portal de enfrente, mientras el más alto no perdía ojo a un coche que estaba aparcado a pocos metros del mismo portal.
– Ahí está -dijo el primero cuando vio cómo del interior del portal salía una mujer morena y menudita, de unos treinta años de edad, y se acercaba hasta el coche que estaban vigilando.
– Espera un momento -contestó su compañero.
Poco después vieron cómo se abría la puerta delantera derecha del automóvil y entraba un chaval de unos siete años que acababa de salir velozmente del portal.
– Te habías olvidado del chiquillo.
El primer hombre aceptó la recriminación de su compañero con un leve movimiento de hombros, y los dos, con la compenetración que da el haber trabajado muchas veces juntos, salieron al unísono del local con paso tranquilo, más bien cansino, como si la prisa fuera algo ajeno a ellos. Nada los distinguía de la multitud de trabajadores que a esa misma hora hacían lo mismo: abandonar el agradable refugio en el que habían tomado el primer café del día mientras remolonamente se acercaban hasta su lugar de trabajo. Nadie se fijó en ellos y nadie los recordaría en el supuesto de que hubiera algo que recordar.
Era miércoles y los dos hombres habían podido comprobar que todos los miércoles se enceraba el suelo del portal. Desde la cafetería habían observado con satisfacción que, cumpliendo con la rutina semanal, diez minutos antes habían entrado con sus máquinas los empleados de una compañía de limpieza y habían dejado la puerta abierta, para no tener que estar llamando constantemente cada vez que entraban y salían. Todo ello facilitaba la labor de los dos compañeros, que pudieron entrar sin ninguna dificultad. Por mera rutina comprobaron en los buzones que la persona que buscaban vivía en la quinta planta y subieron hasta allí en el ascensor.
Cuando Andoni Ferrer, un periodista casado con la mujer que acababan de ver entrar en el coche que estaban vigilando, abrió la puerta, no supo reaccionar al ver que los dos hombres que acababan de tocar el timbre le encañonaban con sendas pistolas.
– ¿Qué significa esto? -balbuceó con total carencia de originalidad.
– No se preocupe, señor Ferrer -contestó el hombre más bajo, que era quien llevaba la voz cantante-, sólo queremos charlar un rato con usted. Por favor, ¿nos permite pasar al interior de su hogar? No es por mí, que me acomodo en cualquier sitio, pero mi compañero se pone nervioso cuando tiene que permanecer en el rellano de una escalera.
Incapaz de protestar, el propietario de la vivienda los condujo hasta el salón y se sentó en una butaca aparentemente cómoda, aunque su aspecto envarado demostraba que era incapaz de relajarse. Sus dos acompañantes, por el contrario, se acomodaron en un sofá con tal naturalidad que a ojos de un extraño hubieran parecido ser ellos los dueños de la casa.
– Me imagino que sabe usted quiénes somos, señor Ferrer.
– N…n…no, creo que no.
– ¡Qué lástima, señor Ferrer, es una verdadera lástima! Pensábamos que un periodista listo y hábil como usted se haría cargo inmediatamente de la situación. Eso nos va a obligar a explicárselo todo desde el principio, con lo difícil que puede ser para alguien como nosotros, que no tenemos facilidad de palabra. ¡Qué se le va a hacer, pequeños inconvenientes de nuestro trabajo! -dijo el más bajo de los visitantes en un tono que desmentía sus palabras. Le gustaba hablar y lo demostraba con creces.
– Lo primero que podrían explicarme es por qué han entrado así en mi casa -replicó Andoni Ferrer, haciendo un gran esfuerzo para tranquilizarse.
– ¿Lo dice por esto? -comentó el portavoz de sus visitantes señalando las pistolas-. Es sólo la fuerza de la costumbre, pero si lo prefiere las guardaremos -añadió escondiéndola bajo la chaqueta y ordenando a su compañero que hiciera lo mismo-. La verdad es que nos encontramos a gusto con ellas en la mano, pero comprendemos que la gente se ponga nerviosa. ¿Mejor así?
– Sí -respondió el periodista-, pero sigo sin comprender el motivo de su actitud.
– Sinceramente lamento decirle que tiene muy poca imaginación. Es lógico que acudamos hasta usted teniendo en cuenta que está escribiendo sobre nosotros; sobre nuestros negocios, sería más adecuado decir.
– ¿Que estoy escribiendo sobre ustedes? No entiendo; creo que se equivocan.
– Por favor, señor Ferrer, nos decepciona. Pensábamos que era más inteligente. O quizá nos subestime. Eso estaría muy mal, señor Ferrer; nosotros en nuestro trabajo somos tan buenos como usted en el suyo. Queremos jugar limpio con usted, así que correspóndanos del mismo modo.
– No sé qué es lo que quieren.
– Mire, dejémonos de cuentos -habló por primera vez, y en tono irritado, el segundo de los visitantes-. Lo sabemos todo sobre usted: que se llama Andoni Ferrer Lamikiz, que tiene cuarenta y dos años y está casado con Nekane Larrondo Igartua, enfermera. Hasta sabemos la dirección del ginecólogo para el que trabaja su mujer. Tienen un hijo de siete años llamado Asier que estudia en el colegio de los padres escolapios, a cuya capilla suelen acudir los sábados por la tarde para asistir a misa. ¿Quiere que siga y enumere sus propiedades, coches y otros extremos, como el txoko [1] en el que se junta con los amigos todos los jueves, o ya tiene suficiente?
Tenía más que suficiente; estaba claro que esos dos hombres conocían a Andoni Ferrer mejor que su propia madre, así que cabizbajo admitió su derrota e invitó a los dos hombres a que siguieran hablando.
– Hay otra cosa muy importante, señor Ferrer -retomó la palabra el más bajo de sus visitantes-. Ya le hemos dicho que sabemos que es usted periodista, pero no se dedica a hacer la crónica de fútbol ni la crítica de cine o los ecos de sociedad, ni siquiera agudas e incisivas entrevistas al campeón provincial de tiro con arco; lo suyo es el periodismo de investigación. Si no recuerdo mal fue usted quien destapó el escándalo del Banco Navarro-Aragonés; un gran trabajo, todo hay que decirlo, pero desgraciadamente nos hemos enterado de que en los últimos tiempos está realizando una investigación sobre nuestras actividades, y eso no nos gusta. Somos personas tímidas y sencillas que amamos la tranquilidad y el sosiego por encima de todo, por eso preferimos que ni la prensa ni nadie se ocupe de nosotros, ¿comprende lo que le quiero decir?
– Creo que sí. Ustedes son…
– No lo diga -le interrumpió su interlocutor-, no hace falta. Lo somos. Y queremos que no siga adelante, que se olvide del asunto.
– Si creen que con amenazas van a conseguir…
– Claro que lo creemos -volvió a ser interrumpido-, a no ser que prefiera usted convertirse en mártir de la libertad de prensa. Esto que ve en mi mano -añadió sacando de nuevo la pistola y enseñándosela ostentosamente- no es un juguete que haya comprado en unos grandes almacenes para regalar a un sobrino. Esto que ve en mi mano mata. Y si a usted no le importa dar su vida por la libertad de expresión, le recuerdo que tiene una preciosa mujer que trabaja en la consulta del doctor Amorrortu en Barakaldo y que dentro de una hora y media más o menos -dijo tras consultar su reloj- bajará a desayunar al bar Ría de Arosa. Y también le recuerdo que su hijo Asier se encuentra en estos momentos en el colegio de los padres escolapios, aprendiendo a ser un buen hombre como su valeroso padre. No creo que desee ponerlos en peligro, señor Ferrer.