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– ¿Está seguro de que es esto lo que ha causado la muerte?

– Al ciento por ciento, no, pero sí estoy razonablemente seguro. Habrá que esperar a la autopsia y al análisis de la jeringuilla, ya que contiene algunos residuos, pero sinceramente no creo equivocarme.

– No parece que haya señales de violencia.

– No las hay. O se inyectó él mismo o no se opuso a que le inyectaran.

– ¿Suicidio, entonces?

– Suicidio, accidente, asesinato. Usted tendrá que averiguarlo y la jueza tomar la decisión final. ¿Suicidio? Pudiera ser, aunque el difunto no ha tenido la delicadeza de dejar ninguna nota aclaratoria. ¿Asesinato? Su Señoría no lo cree.

– El comisario, desde su despacho, tampoco.

– Es lo más sencillo, ¿no es cierto? Pero posiblemente tengan razón.

– ¿Y la posibilidad de accidente?

– Perfectamente factible. Usted ya ha indicado que no era adicto, y sin embargo parece que ha sido un pico lo que le ha originado el paro cardíaco. Tal vez al querer probarlo y no conocer bien el ambiente, le hayan proporcionado caballo en mal estado y le han causado la muerte. Pensándolo bien, es la solución más lógica.

– Ideal para el comisario Manrique, así no estará en el punto de mira de los periodistas, aunque admito que es una hipótesis bastante razonable. Una última cosa: ¿cuándo estará en condiciones de prestar declaración la mujer del muerto?

– Me temo que ahora va a ser imposible, inspector. Se encontraba en un estado de fuerte agitación nerviosa y he tenido que administrarle un sedante. Pero si no tiene inconveniente, la jueza la ha citado mañana a las doce en su despacho del Juzgado y me ha pedido que le diga que podrá usted estar presente si así lo desea.

– Procuraré asistir. Por favor, ¿puede indicarme dónde está el teléfono?

El médico le acompañó al vestíbulo. Rojas marcó el número de Jefatura y habló durante unos segundos con su superior. Al colgar volvió a cruzar unas palabras con el médico.

– Van a enviar dentro de unos minutos a un par de compañeros del Gabinete de Identificación. No creo que encuentren nada, pero es mejor no dejar ningún rincón sin barrer.

– ¿Se va a quedar a esperarlos?

– Sí.

– De acuerdo. Si le parece bien, cuando baje avisaré a los empleados de la funeraria, que están esperando en una calle cercana, para que suban a recoger el cadáver.

– Por mí no hay ningún inconveniente.

– En ese caso así lo haré. -Estrechó la mano del inspector y añadió-: Perdone que me meta en lo que no me importa, pero como no nos conocíamos he supuesto que es usted algo novato en estas lides, así que le ruego que acepte un consejo dado de buena fe. No se rompa la cabeza. Ya sé que puede llegar a ser frustrante admitirlo, pero cuando un juez y un comisario están de acuerdo en considerar que no hay nada raro en un asunto, suelen tener razón. No siempre, por supuesto, pero sí la mayoría de las veces. Bueno, perdone y hasta luego.

5

Llovía en Bilbao, pero Tomás Zubia no llevaba paraguas. No se le había olvidado en la pensión, sino que había salido sin él aposta. Quería sentir cómo el ya escaso pelo se le encrespaba al contacto con el sirimiri. Otros turistas americanos cuando salen de su país buscan el sol. Él buscaba la lluvia. Sus recuerdos de Bilbao eran básicamente de días lluviosos, de esa lluvia fina sin la cual su ciudad natal no sería la misma.

Hacía diez días que había aterrizado en el aeropuerto de Sondika. Diez intensos días. Aunque su regreso al lugar del que había salido hacía varias décadas respondía a un motivo concreto, aprovechó su estancia para rememorar todo aquello que creía perdido en el fondo de su mente pero que de repente había surgido con fuerza. Ciudades, paisajes, incluso olores, le devolvían a su infancia, a su juventud perdida, aunque ya nada fuera igual. Durante una semana tuvo unas auténticas vacaciones en las que penas y alegrías se repartieron equitativamente. Había vuelto a saludar en Gernika al viejo árbol que cantara Iparragirre y visitado la Casa de Juntas. En Elantxobe se había extasiado contemplando su puerto. Comió sardinas en Santurtzi y besugo en Getaria. Pudo comprobar cómo Vitoria, designada capital de Euskadi, había crecido. Pisó la arena de la Concha y paseó por la Taconera en Pamplona. Había merecido la pena volver a casa, aunque a los ojos de las personas con las que se cruzaba pareciera un turista más y no un exiliado que tras jubilarse volvía a su país.

Fueron diez días intensos, pero Tomás Zubia no era, nunca lo había sido, una persona que disfrutara sin más con el ocio. Cuando consideró que su cupo de añoranza estaba cubierto, volvió sus ojos a la misión que le había traído hasta su antigua patria, hacia lo que iba a ser su último trabajo, aunque esta vez trabajaría por cuenta propia. Como no quería que su estancia en su ciudad natal fuera conocida por sus antiguos compañeros, actuaba en solitario, lo que le obligaba a ser extremadamente cauto, ya que no se sentía seguro en el Bilbao actual. ¡Era tan diferente al entrañable bocho [2] que él había conocido y vivido! Aun así, había avanzado. Con prudencia, pero había avanzado. Entre los informes que le había proporcionado la DEA y lo que él había averiguado e intuido, pronto podría destapar el escándalo. Su única preocupación ahora era cómo hacerlo.

No sabía si acudir a la Policía Nacional o a la Ertzaintza, la nueva policía autonómica vasca, pero seguramente no iría a ninguna de las dos. Prefería el camino de la prensa. Mientras trabajaba para el Gobierno de Washington procuraba mantenerse siempre lo más alejado posible de los periodistas, pero ahora que iba por libre era diferente. Ahora necesitaba contactar con algún periodista inquieto y valiente que no tuviera miedo a informar de un asunto escabroso. Le habían hablado muy bien de un tal Andoni Ferrer, pero había fallecido semanas antes de que él llegara a Bilbao. Mala suerte. Tendría que buscar otro, pero no se inquietaba por ello. Seguro que existía, era cuestión de paciencia.

Tomás Zubia había aceptado con buena cara su jubilación, consciente de que había cumplido un ciclo vital en la agencia y debía dar paso a savia nueva y joven, pero aún se consideraba en plena forma, no sólo mental sino física. Todavía se sentía capaz de doblegar en una pelea a alguien mucho más joven que él pese a que afortunadamente el tiempo de la acción directa estaba felizmente periclitado, pero no contaba con que su regreso al útero materno le iba a hacer bajar la guardia. El soldado que había sobrevivido a dos atroces guerras, el espía que había salido incólume de sus actividades detrás del antiguo Telón de Acero, no imaginaba que iba a ser su ciudad, aquella que le había visto abrir por primera vez los ojos, la que iba a presenciar el fin de su ciclo vital. Si Tomás Zubia hubiera sido un romántico tal vez habría pensado que había en ello algún tipo de justicia poética, aunque es más probable que se hubiera limitado a cerrar los ojos con dolor maldiciendo lo grotesco y paradójico de acabar siendo asesinado no por un soldado o un agente enemigo, sino por un yonqui desesperado ansioso por sentir correr en sus venas el flujo de la heroína.

Eran las doce de la noche y Tomás Zubia regresaba andando desde el barrio de Deusto hasta la pensión de la calle María Díaz de Haro en la que se había instalado. No se veía pasear a la gente, ya retirada en sus hogares, pero aun así el ex agente caminaba tranquilo. Bilbao, por lo que había sabido, no era una ciudad especialmente insegura y, por otra parte, sabía manejarse en las peores situaciones; sin embargo, tal vez su exceso de preparación le hizo confiarse, o fue tan sólo el instinto atávico que nos hace pensar que cuando la tierra madre nos acoge no hay ya nada que temer, lo que le hizo caer como un pardillo en la trampa que le habían preparado.

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[2] Bilbao para los bilbaínos. (N. del E.)