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Cuando acababa de cruzar el puente de Deusto y empezaba a bajar las escaleras que conducían al parque, se cruzó con un joven aparentemente borracho que trastabilló yendo a caerse junto a él, casi a sus pies. Tomás Zubia dio un rodeo para apartarse de él y, en ese momento, quedó de espaldas. El joven borracho, en realidad un drogadicto llamado Antonio Jalón, aprovechó la oportunidad, y sacando una navaja que llevaba escondida en el bolsillo de su pantalón, se la clavó repetidas veces en la espalda, y cuando su víctima cayó al suelo, con un movimiento certero le rebanó el cuello.

Un trabajo algo sucio pero eficaz, como estaba previsto. No había ningún testigo cercano, pero a lo lejos se veían unas cuantas personas que por lógica tenían que haber sido espectadoras de la acción. Testigos lejanos, incapaces de reconocer al asesino, pero lo suficientemente cercanos para explicar a la policía que era evidente que había sido un robo, un navajero sin más, un muerto de hambre posiblemente drogado. Son todos iguales, señor comisario, gentuza que habría que eliminar, señor juez, seguramente mató por unas míseras pesetas. Sí, eso dirían los testigos. Un trabajo perfecto.

Para ahondar más en esa idea, Antonio Jalón registró a su víctima en busca de la cartera y se guardó todo el dinero que encontró en el bolsillo de su chamarra, así como un broche de oro que llevaba el muerto. Los dos hombres que le habían contratado no sólo no le disuadieron de hacerlo, sino que le animaron. Así se reforzaría la idea de que la muerte había sido consecuencia del ánimo de robo.

Antes de que los testigos se acercaran más de lo aconsejable, arrastró el cuerpo hacia el paso subterráneo que une el puente con el parque. Realizada esa operación y habiendo limpiado la navaja en los pantalones del muerto, se dirigió hacia el paso cebra de Máximo Agirre. Cruzó la calle rápidamente y torció hacia Juan de Ajuriagerra. Junto a la esquina se encontraba estacionado un Opel Kadett con matrícula de Valencia. Abrió la puerta delantera de la derecha y se introdujo en él.

– ¿Todo bien? -preguntó el hombre alto, que se hallaba recostado en el asiento del conductor.

– De puta madre.

– Los documentos y la navaja -le exigió el hombre bajo desde detrás de su asiento-. Venga, dámelos.

Antonio Jalón entregó al hombre bajo lo que éste le había pedido. Una vez en su poder lo metió en un sobre blanco grande y bajó del automóvil. Muy cerca había un contenedor de basura. Lo abrió y arrojó el sobre al interior. Luego se acercó de nuevo a la portezuela del copiloto y la abrió.

– Ya puedes irte. ¡Largo!

– ¿No podéis llevarme hasta casa?

– ¡Que te largues he dicho! Y sin coñas. Si queremos algo más de ti ya te avisaremos. Mientras tanto, ni existimos siquiera. Así que puedes irte sin decirnos adiós. Entre gente que no se conoce, y nosotros no nos conocemos, no hay que andarse con formalidades. Y mucho cuidado con lo que haces de ahora en adelante. Recuerda que lo sabemos todo sobre ti, mientras que tú no sabes nada sobre nosotros. Pórtate bien y disfrutarás de la vida. Pórtate mal y no habrá más vida para ti.

6

Cuando Iñaki Artetxe salió de la cárcel no hubo periodistas ni grandes recibimientos; apenas un puñado de familiares y amigos se habían concentrado en las inmediaciones de la prisión de Basauri para esperarle, pero él lo prefería así. Cinco años antes su detención había tenido más publicidad de la deseada. En aquella época era miembro de la Ertzaintza, la policía autonómica vasca, y una noche un antiguo amigo de su cuadrilla apareció por su domicilio rogándole que le diera refugio, ya que la Guardia Civil le perseguía al considerarle cómplice de un atentado efectuado en la provincia vecina de Cantabria. En la lucha que Artetxe sostuvo en su interior, entre el policía y el amigo triunfó el segundo y le dio asilo por aquella noche, no sin advertirle de que era la primera y última vez que lo hacía. Tres días más tarde su antiguo amigo era detenido tras una persecución desencadenada al atentar contra el retén del Cuerpo Nacional de Policía que custodiaba la comisaría de San Ignacio. De repente el ertzaina se convirtió en colaborador del terrorismo y huésped forzoso de las prisiones españolas.

Habían transcurrido cinco años y por fin estaba libre. Cinco años duros y difíciles, no tanto por el hecho de estar encarcelado, ya duro de por sí, sino por la leyenda que en los primeros momentos se tejió en torno a él. Considerado de los suyos por los sectores radicales y demonizado por el resto, poco a poco se fue desmarcando de ambos sambenitos. Era, tan sólo, un pobre estúpido al que un equivocado sentido de la amistad le había metido en un buen lío. Cuando esta idea fue calando en la opinión pública, dejó de ser noticia y por fin le llegó la tranquilidad. No se le podía considerar ni un activista, puesto que nunca militó en ETA, ni un reinsertado o arrepentido, por la misma razón. Por eso, cuando se acogió a los beneficios penitenciarios que la ley otorga a los presos, ni los unos le llamaron traidor ni los otros le pusieron como ejemplo. Por fin había conseguido el anonimato, de ahí que su salida no tuviera la más mínima publicidad.

Muchas veces había pensado en cómo sería el momento de su salida, qué sensaciones sentiría, cómo reaccionaría, y ahora estaba allí, abrazando y besando a su llorosa madre y saludando al resto de los familiares que habían acudido. No se diferenciaba en mucho de las veces que había regresado de un largo viaje, salvo por las lágrimas de su madre y la ausencia de regalos. Supuso que eso no era más que el impacto del momento; cuando transcurriera un tiempo se daría cuenta mejor de cuál era su nueva situación. El único que se mantenía totalmente consciente de lo que sucedía, tal vez por haberlo vivido más veces, era su abogado. Fue él quien le hizo la pregunta decisiva.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Aún no lo sé -respondió Artetxe-. De momento ir a comer con la familia y luego descansar. Todavía no tengo nada claro qué es lo que voy a hacer en el futuro.

– Si no te viene mal, pásate mañana por mi despacho, a eso de las siete de la tarde. Tal vez podamos hablar más a fondo de ese asunto.

Iñaki Artetxe miró a su abogado, intentando profundizar en su interior. Era un buen letrado, famoso como penalista y profesor de la Universidad de Deusto. Con él se había portado muy bien, así que decidió que no tenía nada que perder si conversaban un rato sobre algo tan etéreo como su futuro.

– No hay ningún inconveniente, allí estaré -dijo.

Una de las cualidades que más valoraba Artetxe en su abogado era la puntualidad. Le había citado a las siete en su despacho y a las siete le recibió en el bufete que compartía con cinco letrados más, cada uno de ellos puntero en su especialidad. Al abogado no le gustaba perder el tiempo, se lo había demostrado más de una vez, así que sin perderse en preámbulos, nada más tenerle sentado enfrente volvió a proferir la pregunta que le había hecho cuando salió de la cárcel.

– ¿Has pensado ya a qué te vas a dedicar en el futuro?

– Todavía no -respondió Artetxe-. Me rondan algunas ideas en la cabeza, pero nada concreto por ahora. Necesito tiempo para acostumbrarme a la libertad y, sobre todo, para asimilar que nada volverá a ser como antes. Tenía un buen trabajo pero lo perdí. Supongo que no me va a quedar más remedio que buscar algo, no voy a estar comiendo de mis padres toda la vida, pero tengo un dinero ahorrado y lo que más quiero en estos momentos es descansar. No sé cuánto, una semana, quince días, tal vez un mes, no creo que mucho más, pero necesito descansar.

– Es una época difícil laboralmente. Encontrar trabajo no es nada sencillo -contestó el abogado.

– Lo sé, pero tengo confianza en que me salga algo, y en caso contrario, ya tendré tiempo de deprimirme.