Hasta [que] un día, después de varios siglos, de imperios, la Iglesia se derrumbe por fin y todo termine…
Pero nosotros, que no sabemos de ella, seguiremos todavía, no sé cómo, no sé en qué espacio, no sé por qué tiempo, siendo vitrales eternos, horas de ingenuo dibujo pintado por algún artista que duerme hace mucho tiempo bajo un túmulo godo en el que dos ángeles, con las manos juntas, hielan en mármol la idea de la muerte.
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Te rezo a ti mi amor porque mi amor es ya una oración; pero no te concibo como amada ni te elevo ante mí como santa.
Que tus acciones [423] sean la estatua de la renuncia, tus gestos el pedestal de la indiferencia, tus palabras los /vitrales/ de la negación,
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De tan suave y aérea, la hora era un ara donde orar. Por cierto que en el horóscopo de nuestro encuentro benéficas conjunciones culminaban. Tal, tan sedosa y tan sutil, la materia incierta del sueño visto que se entrometía en nuestra conciencia de sentir. Había cesado por completo, como un verano cualquiera, nuestra noción ácida de que no vale la pena vivir. Renacía aquella primavera que, aunque por error, podíamos pensar que hubiésemos tenido. En el desprestigio de nuestras semejanzas, los estanques se lamentaban de la misma manera, entre árboles, y las rosas en los arriates descubiertos, y la melodía indefinida de vivir -todo irresponsablemente.