El apego natal, que me prendía a mi umbral desnudo, con gesto suave (lo) desató. «Tu lar», dijo, «no tiene lumbre: ¿para qué quieres tú tener un lar?» «Tu casa», me dijo, «no tiene pan: ¿con qué te sonríe tu [433] mesa?» «Tu vida», me dijo, «no tiene quien la acompañe: ¿con quién [434] te seduce tu vida?»
«Yo soy», dijo ella, «la lumbre de los hogares apagados, el pan de las mesas desiertas, la compañera solícita de los solitarios y de los /incomprendidos/. La gloria, que falta en el mundo, es pompa en mi /negro/ dominio. En mi imperio, el amor no cansa porque sufra por tener; ni duele porque se canse de nunca haber tenido. Mi mano se posa con levedad en los cabellos de los que piensan, y olvidan; contra mi seno se recuestan los que en vano esperaban, y por fin [435] confían».
«El amor que me tienen», dijo ella, «no tiene pasión que consuma; celo que desvaríe; olvido que /deslustre/. Amarme es como una noche de verano, cuando los mendigos duermen al relente, y parecen sombras [436] al borde de los caminos. De mis labios mudos no viene un canto como el de las sirenas ni una melodía como la de los árboles y las fuentes; pero mi silencio acoge como una música indecisa, mi sosiego acaricia como el torpor de una brisa».
«¿Qué tienes tú», dijo ella, «que te ate a la vida?» El amor no te busca, la gloria no te procura, el poder no te encuentra. La casa que heredaste la heredaste en ruinas. Las tierras que recibiste, había quemado el cielo sus /primicias/ y el sol ardido sus promesas. Nunca has visto, sino seco, el pozo de tu hacienda. Se pudren, desde antes que las veas, las hojas de tus estanques. Las malas hierbas cubrían los paseos y las alamedas por donde tus pies nunca han pasado.