Infantil de absurdo, revivo mi niñez, y /juego con las ideas de las cosas como con soldados de plomo, con los cuales, de niño, hacía cosas que se antipatizaban con la idea de soldado./
Ebrio de errores, me pierdo por unos momentos de sentirme
32 (Prefacio)
Cuando, como una noche de tempestad a la que sigue el día, el cristianismo pasó de sobre las almas, se vio el estrago que, invisiblemente, había causado; la ruina, que había causado, sólo se vio cuando había pasado ya. Creyeron unos que fue por su falta por lo que vino esa ruina; pero fue por su ida por lo que se había mostrado, no por lo que se había causado.
Quedó, entonces, en este mundo de almas, la ruina visible, patente la desgracia, sin la tiniebla que la cubriese de su cariño falso. /Las almas se volvieron tales cuales eran./
Empezó, entonces, en las almas recientes, aquella enfermedad a la que se llamó romanticismo, aquel cristianismo sin ilusiones, aquel cristianismo sin mitos, que es la propia sequedad de su esencia morbosa.
Todo el mal del romanticismo es la confusión entre lo que nos es preciso y lo que deseamos. Todos nosotros /necesitamos/ de las cosas indispensables a la vida, a su conservación y a su continuación; todos nosotros deseamos una vida más perfecta, una felicidad completa, la realidad de nuestros sueños y (…)
Es humano querer lo que nos es necesario, y es humano desear lo que no nos es preciso, pero es deseable para nosotros. Lo que es una enfermedad es desear con igual intensidad lo necesario y lo que es deseable, sufrir por no ser perfecto como si se sufriese por no tener pan. El mal romántico es éste: es querer la luna como si hubiese una manera de obtenerla.
«No se puede comer pastel sin perderlo.»