La acción nos desorienta, en parte por incompetencia física, aún más por inapetencia moral. Nos parece inmoral actuar. Todo pensamiento nos parece degradado por la expresión en palabras, que lo convierten en cosa de los demás, que lo hacen comprensible a los que lo comprenden.
Es grande nuestra simpatía por el ocultismo y por las artes de lo escondido. No somos, sin embargo, ocultistas. Nos falta para esto la voluntad innata y, además, la paciencia para educarla de modo que se convierta en el perfecto instrumento de los magos y de los magnetizadores. Pero simpatizamos con el ocultismo, sobre todo porque suele expresarse de manera que muchos que leen, e incluso muchos que creen comprender, nada comprenden. Es soberbiamente superior esa actitud misteriosa. Y, además de esto, fuente copiosa de sensaciones del misterio y del terror: las larvas de lo astral, los extraños entes de cuerpos diferentes que la magia ceremonial evoca en sus templos, las presencias desencarnadas de la materia de este plano, que flotan en torno a nuestros sentidos cerrados, en el silencio físico del sonido interior -todo esto nos acaricia con una mano viscosa, terrible, en el desamparo y en la oscuridad.
Pero no simpatizamos con los ocultistas en la parte en que son apóstoles y amantes de la humanidad; esto los desnuda de su misterio. La única razón de que un ocultista funcione en lo astral es bajo la condición de hacerlo por estética superior, y no para el siniestro fin de hacer bien a ninguna persona.
Casi sin saberlo, hace presa en nosotros una simpatía atávica por la magia negra, por las formas prohibidas de la ciencia trascendente, por los Señores del Poder que se vendieron a la Condenación y a la Reencarnación degradada. Nuestros ojos de débiles y de inseguros se pierden, con un celo femenino, en la teoría de los grados invertidos, en los ritos inversos, en la curva siniestra de la jerarquía descendente.