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– ¿Cuánto tardó en suicidarse?

– Menos de una semana. Se fue de nuestra casa aquella noche y regresó al colegio. Intenté hablar con él muchas veces, intenté explicarle que no era culpa suya.

Él creía que había deshonrado nuestra amistad. A Edward le resultaba indiferente que Pamela hubiera desplegado unas dotes de seducción que sólo un muerto habría sido capaz de resistir. Abrigaba la convicción de que habría debido oponer la resistencia necesaria. Pero Edward no era fuerte; por eso se suicidó. Porque sabía que yo le quería. Porque yo había sido su amigo y profesor particular. Porque había hecho el amor con la mujer de su amigo y profesor particular.

– Por lo tanto, nunca supo que ella se había quedado embarazada.

– Nunca.

– ¿Por qué tuvo su mujer al niño? ¿Por qué no abortó?

– Porque quería recordarme el método que había empleado para vengarse. Qué mejor forma que verla hincharse cada día, con el hijo de Edward Hsu en sus entrañas.

– Pero usted no se divorció enseguida. ¿Por qué?

– A causa de Edward. Si yo hubiera tenido el sentido común de ocultar mi desprecio hacia las insuficiencias de Pamela, ella nunca le habría buscado. ¿Lo entiende? Yo me sentía responsable del comportamiento de Pamela, del suicidio de Edward, de la existencia del niño. Estaba convencido de que la única manera de expiarlo todo era permitir que Pamela continuara formando parte de mi vida hasta que el niño naciera, con la esperanza de que ella se aburriría del juego y me lo entregaría para hacerme cargo de él.

– Usted no pensaba quedarse el niño.

Byrne le dirigió una fría mirada.

– Pamela se habría aferrado a ese niño como la devoción maternal personificada si hubiera sospechado que yo quería quedármelo. De hecho, yo no quería eso. Sólo deseaba procurarle los medios de subsistencia apropiados.

– Imagino que Matthew no nació en Exeter.

– En Ipswich. Pamela ingresó en un hospital de la ciudad, un sitio en el que se puede dar a luz con discreción y olvidar después todo el asunto. Fue exactamente lo que hizo en cuanto me entregaron a Matthew. Como padre en funciones, dejé al niño en un orfanato, mientras Pamela regresaba a Londres, fingiendo pesar por la muerte de su hijo prematuro. Llevó luto durante varias semanas. Solicité el divorcio y ella no se opuso. Después, volví por Matthew y llevé a cabo los preparativos para que los Whateley se lo quedaran.

– ¿Brian nunca supo nada de esto?

– Nunca. Presenció la escena del estudio, pero no supo qué significaba. Y jamás conoció a Matthew.

– Hasta Bredgar Chambers.

– Sí. -Byrne paseó la vista por la capilla. Al pie del ángel de piedra, una vela goteante consumió su cera y se apagó. El perfume de su mecha extinguida impregnó la atmósfera-. Pensé que enviar a Matthew al colegio de su padre era lo más pertinente, igual que había hecho con Brian. Igual que se repite una y otra vez. Generaciones de padres entregando una especie de patética antorcha a sus hijos, confiando en que la empuñen, confiando en que la utilicen para iluminar un mundo que ellos han fracasado completamente en iluminar. -Byrne cogió el viejo libro de himnos que colgaba en el respaldo del banco situado frente a él. Lo abrió inútilmente, lo cerró, volvió a abrirlo-. Pensé que era la mejor forma de que se hiciera un hombre, la mejor forma de evitarle mimos, la mejor forma de proporcionarle confianza en sí mismo, la mejor forma… Tiene dieciocho años, inspector, y yo cincuenta y cuatro. Estoy sentado aquí, pidiéndole a un Dios en el que no creo que me permita cambiarme por mi hijo. Ojalá todo esto, la detención, el juicio, la publicidad, la condena, me ocurriera a mí. Ojalá pudiera llevar este peso en su lugar. Ojalá pudiera hacer esto, al menos.

«Absalón, Absalón», pensó Lynley. Era el grito de todos los padres que habían fracasado en compartir con sus hijos su vida y su amor. Y, al igual que el dolor de David por la muerte de Absalón, este repentino estallido de cariño de Giles Byrne no podía cambiar la realidad. Llegaba demasiado tarde.

Capítulo 22

La tormenta de la noche se había reducido a una llovizna cuando Lynley condujo el Bentley desde la entrada este hasta el cuadrilátero de Bredgar Chambers. Frente a ellos, el coche sin distintivos del DIC de Horsham pasó bajo los árboles y desapareció por una curva en el camino particular. Aparte de las luces que brillaban de vez en cuando en los senderos que corrían entre los edificios, los terrenos del colegio estaban oscuros y desiertos. Si un profesor de guardia estaba de ronda para inspeccionar los edificios y el paradero de los alumnos, no se le veía por ninguna parte.

La sargento Havers bostezó en el asiento trasero del coche.

– Ya comprendo cómo se las arregló Brian para sacar a Matthew de la residencia Calchus y llevarle al edificio de Ciencias. El pobre crío debió de pensar que el prefecto de la residencia le estaba rescatando en plena noche. Debió de cooperar en todo lo posible, a pesar de que Brian no le quitara la mordaza o le desatara las manos. Y cuando se dio cuenta de que su salvador le conducía en una dirección equivocada, al edificio de Ciencias en lugar de a la residencia Erebus, Brian no debió de tardar ni un segundo en atarle los pies otra vez, cargándole hasta el edificio y metiéndole en la campana de gases. Lo que aún no entiendo es cómo logró Brian sacar el cuerpo de Matthew del edificio de Ciencias, llevarlo a Calchus, y de allí al minibús la noche siguiente, sin que nadie le viera.

– Nadie pudo verle en plena noche del viernes -respondió Lynley-. Corntel no estaba patrullando por el colegio, la mayoría de los alumnos se habían marchado y los demás dormían. La distancia de la residencia Calchus al edificio de Ciencias es escasa. Aunque cargara a hombros con Matthew, no creo que tardara más de treinta segundos, incluso menos, en atravesar el césped, cruzar el sendero y volver a entrar en Calchus. Fue el sábado por la noche cuando corrió el mayor riesgo, pero minimizado por el hecho de que Brian ya no actuaba solo. Clive Pritchard, pensando que era responsable de la muerte de Matthew Whateley, le ayudó, suponiendo en todo momento que Brian le estaba salvando de ser descubierto, sin imaginar que la verdad era todo lo contrario.

– El cobertizo de los vehículos está siguiendo el sendero que sale de Calchus -murmuró Havers.

– Cogieron la manta del desván, envolvieron a Matthew con ella y le llevaron al cobertizo de los vehículos, -continuó Lynley-. Era tarde, y mientras se mantuvieran apartados del sendero y bajo la protección de los árboles, existían pocas probabilidades de que alguien les viera. Aunque hubieran caminado por el sendero, sujetando el cuerpo entre ambos, habría sido difícil toparse con alguien, pues el sendero no es una arteria principal del colegio sino una carretera de servicios.

– ¿No pasa ese sendero junto a la casa del conserje? -preguntó St. James.

– La bordea a unos cincuenta metros de distancia, pero aunque Frank Orten hubiera oído el ruido del minibús, aunque el sonido de un vehículo hubiera despertado sus sospechas, esa noche se encontraba ausente. Los chicos lo sabían. Elaine Roly se lo había dicho a Brian Byrne. Y aunque Orten hubiera regresado mientras ellos estaban en el minibús, aparca su coche en un garaje que hay cerca de la casa, y no se habría enterado de que se habían llevado el vehículo.

– Entonces, después de que Clive ayudara a subir el cadáver de Matthew al minibús -dijo la sargento Havers-. Pudo largarse tranquilamente a Cissbury, donde preparó su coartada.

– Mientras Brian y Chas se dirigían a Stoke Podges.

– Un poco tarde para llamar a alguien -comentó Havers-. Debieron de llegar bastante más tarde de la medianoche.