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– Pero Cecilia sabía que los Streader estaban pasando el fin de semana con su hija -añadió St. James-. Se lo dijo a la policía el domingo por la noche. Poco importaba a qué hora llegara Chas, con tal de que llegara.

– La muchacha sabía que Chas tendría que hacer autostop o coger el minibús otra vez -concluyó Lynley-. De modo que, en cualquier caso, no le esperaba a una hora temprana.

– Cuántos esfuerzos malgastados -resumió Havers-. Inspector, ¿por qué no dijo Chas Quilter la verdad? ¿Por qué se quitó la vida? ¿Por qué se decantó por la muerte?

– Se sentía atrapado, Havers. Consideraba que su situación no tenía remedio. Además, cualquier movimiento que efectuara significaba traicionar a otra persona.

– No se chivó -concluyó la sargento con desdén-. Todo se reduce a eso, ¿no es cierto? Es el resultado final de lo que aprendió en Bredgar Chambers. Ocultar la verdad por lealtad a los compañeros. Qué patético. Qué seres desdichados producen lugares como éste.

Lynley sintió el impacto de las palabras de la sargento. No respondió. No podía. Lo que había dicho era demasiado exacto.

Dejaron atrás la casa del conserje. Elaine Roly estaba de pie en el estrecho porche delantero, abriendo un raído paraguas. Frank Orten, en el umbral de la puerta, sostenía a un niño dormido en sus brazos, su nieto mayor.

– ¿Cuánto tiempo más cree que le seguirá echando los tejos? -preguntó Havers, cuando las luces del Bentley les iluminaron un breve instante-. Después de diecisiete años, ya tendría que haberse rendido.

– Si le quiere, no -contestó Lynley-. La gente desiste de todo tipo de cosas, Havers, pero muy contadas veces del amor.

Aunque era medianoche cuando oyeron la llamada en la puerta, Kevin Whateley y su mujer estaban preparados para recibir visitas. Les habían llamado desde Bredgar Chambers antes de las once, y sabían que los detectives de Scotland Yard irían a verles por última vez aquella noche.

Venía una tercera persona con ellos, un hombre tullido, muy delgado, que llevaba una abrazadera de acero sujeta al talón de su pie izquierdo y caminaba con cierta cojera. El inspector detective Lynley se lo presentó, pero en cuanto Kevin oyó la palabra forense abandonó la conversación y fue a sentarse a la mesa del comedor, apartado de los demás, que se habían quedado en la sala de estar. Patsy les preguntó si les apetecía un café. Los tres declinaron la invitación.

Kevin vio que el inspector Lynley examinaba a su mujer, observando los cardenales de los brazos, el ojo amoratado, la forma vacilante con que caminaba, apretando un brazo contra sus pechos como si necesitara protegerse las costillas. Escuchó la rápida pregunta del inspector. Patsy respondió con tranquilidad. Se había caído por la escalera. Incluso añadió un toque creativo a la historia. Se había caído subiendo la escalera, les dijo. ¿A que era increíble?

Procuró no mirar a Kevin mientras hablaba, pero el inspector sí lo hizo. Kevin comprendió que no era idiota. Sabía lo que había pasado. Y también la sargento que le acompañaba. Lo dio a entender bien a las claras. ¿Quería que llamase a alguien, tal vez a una amiga que le apeteciera ver? Cuando se perdía a un ser amado, tener a un amigo al lado ayudaba mucho. El significado de sus palabras era diáfano: «Lárgate de casa, Pats. Cualquiera sabe lo que puede ocurrir después de esto.»

A Patsy no pareció ofenderla la sugerencia. Se limitó a ceñirse su maloliente bata y tomó asiento en el sofá de vinilo. Sus piernas desnudas destacaban sobre el material, llamando la atención. Kevin distinguió el oscuro vello que las cubría.

– Hemos efectuado una detención -dijo el inspector-. He querido que lo supieran cuanto antes. Por eso hemos venido tan tarde.

Kevin captó las frases como si llegaran desde una gran distancia. Aguijonearon su cráneo y se abrieron paso hasta el cerebro: «Hemos efectuado una detención.» Así pues, todo había terminado.

Oyó la voz de Patsy, pero no registró su respuesta al detective. Sólo había registrado aquella afirmación iniciaclass="underline" «Hemos efectuado una detención.» De alguna manera, la idea sugería una conclusión que Kevin no esperaba. Dotaba de realidad a la muerte de Matthew. Ya no se trataba de la pesadilla de la que Kevin confiaba en despertar algún día. «Detención» la anulaba. La policía no efectuaba detenciones basándose en los incidentes de una pesadilla. Sólo detenían si la pesadilla era real.

Kevin no supo que se había puesto en pie hasta que oyó a su mujer pronunciar su nombre. En aquel momento, ya había llegado a la escalera, que subía como aturdido, caminando entre una neblina. Se mencionaron nombres. Se expresaron condolencias. Pero nada de esto importaba ya a Kevin. Sólo le importaba la escalera; subirla, sentir la madera bajo sus pies, dar la vuelta en el rellano, adentrarse en la planta superior de la casa.

La puerta de la habitación de Matthew estaba abierta. Kevin entró, encendió la luz y se sentó en la cama. Lo miró todo, procediendo a un detenido estudio de cada objeto por separado, intentando utilizarlos de uno en uno para invocar una visión diferente de su hijo. La cómoda ante la que Matthew se vestía cada mañana, eligiendo las ropas al azar antes de salir disparado por la puerta. El escritorio donde hacía los deberes y construía los edificios a escala para el juego de trenes. El tablero de corcho colgado en la pared, en el que Matthew clavaba fotografías de excursiones familiares, locomotoras y recuerdos de vacaciones que los tres compartían. La estantería donde guardaba los libros y los raídos animales de peluche, demasiado estimados para tirarlos a la basura. Y la ventana desde la que miraba los barcos que recorrían el Támesis. Y la cama en la que durmió sano y salvo durante trece años.

Kevin lo miró todo, lo estudió, lo examinó, lo memorizó. Todo el rato se esforzó en conjurar la imagen de su hijo. Todo el rato se esforzó en oír la voz de Matthew. Pero no obtuvo nada. Sólo la palabra «detención» y el conocimiento incontrovertible de que se había llegado a un final, a una conclusión que no podía ignorar.

– Mattie, Mattie, Matt -susurró. Pero no hubo respuesta. No hubo nada, salvo los objetos de la habitación. Y no eran su hijo. Por más que lo intentara, no podía extraer a Matthew de la madera y el papel y el cristal y la ropa que constituían el entorno en el que había vivido.

«Mírame, papá. Mírame, mírame.»

Kevin deseaba escuchar estas palabras, pero no acudían. Sólo si él las pronunciaba cobraban vida. Pero Matthew nunca más volvería a decirlas.

«Hemos efectuado una detención.» Todo había terminado.

Kevin se obligó a levantarse de la cama de su hijo y aproximarse a la cómoda. El trozo de mármol que había robado del trabajo la pasada noche estaba apoyado contra ella. Lo levantó, lo llevó hasta la cama y lo colocó sobre sus rodillas. Guardaba en el bolsillo el lápiz que usaba para trabajar; lo buscó y bajó la vista hacia la piedra.

Kevin consideraba que trazar el contorno de aquella primera y terrible palabra era admitir la derrota, aceptar sin ambages que había fallado a su hijo justo en el momento que más le necesitaba. Kevin consideraba que significaba sumisión, que significaba resignación, que significaba seguir adelante. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo iba a cometer un acto de traición tan monstruoso? ¿Cómo podía permitir que su agonía se disipara?

Sus manos temblaron sobre la liza piedra veteada.

– Mattie -susurró-. Mattie. Mattie. Matt.

Apretó el lápiz contra el frío mármol. Formó la primera letra. Esbozó el nombre. Debajo, las palabras bien amado hijo. Debajo de ellas, la frágil curva de una concha.

– Será un nautilus, Mattie -dijo. Pero no hubo respuesta. Matthew ya no estaba.

– Kev.

Su mujer había entrado en la habitación. Kevin no podía mirarla de frente. Prosiguió su trabajo.