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– Se han marchado, Kev. El inspector dice que ya podemos ir a buscar a Mattie. La policía de Slough ha terminado con él.

Kevin no podía hablar. Ahora, no. Sobre Matthew no. Con su mujer, no. Siguió con su trabajo. Ella se acercó a la cama. El hombre notó que se sentaba a su lado y supo que estaba leyendo lo que él escribía en la piedra. Cuando Patsy volvió a hablar, lo hizo con ternura. Cubrió la mano callosa de él con la suya.

– A él le habría gustado eso, Kev. A Matthew le gustaba la concha.

Kevin sintió que una terrible opresión se apoderaba de él, sintió que su dolor se expandía hasta límites incontrolables. Que ella todavía le hablara. Que todavía le amara. Que deseara entregarse y comprender.

Dejó caer el lápiz. Se aferró por un último momento a la fría solidez del mármol.

– Pats…-Su voz se quebró.

– Lo sé, amor -dijo ella-. Lo sé. Lo sé.

Empezó a llorar.

Barbara Havers esperó a que el coche de Lynley se alejara para recorrer a pie la distancia que la separaba de su casa de Acton. Había querido dejarla delante de la puerta, considerando la hora, pero ella logró convencerle de que parase en la esquina de Gunnersbury Lane con la carretera de Uxbridge, aduciendo que necesitaba pasear unos minutos y respirar el aire purificado por la lluvia para despejarse la cabeza.

Al principio, Lynley había protestado, sin ocultar su desagrado por el hecho de que quisiera ir sola a casa por las calles oscuras de un suburbio londinense pasada la medianoche.

Sin embargo, ella había insistido, y tal vez Lynley había captado en sus palabras la perentoria necesidad de preservar su intimidad. Tal vez había comprendido la extrema importancia que Barbara concedía a que él no viera las condiciones en que se desarrollaba su vida fuera de New Scotland Yard. Lynley era, al fin y al cabo, un sagaz observador, y se habría fijado en las precarias condiciones de los barrios que acababan de atravesar. En cualquier caso, había accedido a regañadientes, frenando el coche junto a una farola y mirándola con el entrecejo fruncido mientras descendía del vehículo.

– Havers, ¿está segura…? -Había bajado la ventanilla-. Me parece una idea desafortunada. Es muy tarde.

– No me pasará nada, señor. De veras. -Buscó en su bolso y sacó los cigarrillos-. Hasta mañana -se despidió de St. James y salió del coche-. Váyase a casa, inspector, y duerma un poco.

Lynley gruñó una respuesta, subió la ventanilla y se alejó. Barbara contempló unos momentos las luces posteriores del automóvil, mientras regresaba al corazón de la ciudad. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla en un charco de agua. Siseó un instante y desprendió una diminuta voluta de humo, como un cirro en miniatura.

La noche estaba extrañamente silenciosa. Una espesa faja de nubes de lluvia que cubrían la luna y las estrellas ahogaba los ruidos de la calle. Sólo el rítmico golpeteo de sus zapatos sobre la acera rompía el silencio, aunque la superficie mojada los apagaba y absorbía.

Tiró el cigarrillo frente a la puerta de su casa. Se apagó en un charco de aspecto aceitoso. Observó que la lluvia no había logrado alterar la apariencia rocosa del terreno que hacía las veces de jardín. Su coche continuaba en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, donde lo había dejado por la mañana, insistiendo en encontrarse con Lynley allí antes que dejarle recogerla de camino a Bredgar Chambers. Como resultado, tendría que coger el metro a la mañana siguiente para ir a trabajar; una perspectiva desagradable, pero menos de la que sería contemplar la expresión de Lynley cuando viera la casa en que vivía. No resistía la comparación ni con su casa de Belgravia.

Subió los peldaños, buscando la llave de la puerta. La fatiga estaba dando paso a la debilidad. Había sido un día agotador.

Escuchó el canturreo en cuanto abrió la puerta. Era un sonido absurdo, dos notas repetidas innecesariamente, de forma discordante, con apenas una pausa para respirar. Provenía de la parte inferior de la escalera, y Barbara vio una figura acuclillada sobre el segundo peldaño. Se rodeaba las piernas con los brazos y apoyaba la cabeza en las rodillas.

– ¿Mamá? -susurró.

El canturreo continuó. Su madre intercaló unas pocas palabras vacilantes.

– No intentes ver Argentina.

Barbara se acercó a ella.

– ¿Mamá? ¿Por qué no estás en la cama?

Su madre levantó la cabeza. Su boca esbozó una vaga sonrisa.

– Allí hay llamas, cariño. En aquel zoo. En California. Pero no creo que podamos ir.

Barbara sintió una punzada de irritación, aunque su conciencia le pedía alguna disculpa a su madre por no informarla de que llegaría tan tarde. Su madre ya debía de saber a estas alturas que, si no llamaba, era porque estaba ocupada en un caso. Tampoco era necesario que avisara como una colegiala si su trabajo la obligaba a pasar alguna noche fuera. En cualquier caso, su padre conservaba el sentido común necesario para explicar a su madre qué significaba la ausencia de Barbara.

– ¡Mamá! -Se entregó a la exasperación-. ¿Papá tampoco está en la cama? ¿Has dejado que se quedara dormido delante de la tele? Por el amor de Dios, tú ya sabes que necesita mucho descanso. No lo va a conseguir en una butaca. Tú lo sabes, mamá.

Su madre le cogió el brazo.

– Cariño. No podemos ir, ¿verdad? Y las llamas son tan dulces.

Barbara se desprendió de la mano de su madre. Reprimió una blasfemia y entró en la sala de estar. Su padre estaba en la butaca, con las luces apagadas. Barbara apagó la televisión y buscó la lámpara de pie que había junto a la butaca de su padre. Cuando extendió la mano sobre la cabeza del hombre, comprendió de pronto que algo iba mal en la sala, y también en la casa. Porque había oído el canturreo. Había oído el zumbido del televisor. Pero no había oído el sonido al que estaba acostumbrada desde hacía años. No había oído la trabajosa respiración de su padre. No la había oído desde la puerta. No la había oído desde la escalera. Ni siquiera la oía ahora, tan cerca de su butaca.

– Dios mío. Oh, Dios mío.

Tanteó en busca de luz.

Había muerto probablemente a primera hora de la tarde, porque su cuerpo estaba frío y el rigor mortis ya se había apoderado de él. Aun así, Barbara se precipitó hacia el oxígeno, girando válvulas violentamente y murmurando una oración.

Si pudiera levantarle de la silla. Tenderle en el suelo.

El canturreo de las dos notas entró en la sala, acompañando a la voz distraída de su madre.

– Le traje sopa, cariño. Como tú dijiste. A las doce y media. Pero no se movió. Cogí una cuchara. Se la puse en la boca.

Barbara vio la mancha de sopa en la camisa de su padre.

– Dios mío, Dios mío -susurró.

– No supe qué hacer, así que me fui a la escalera. Esperé. Esperé en la escalera. Sabía que vendrías, cariño. Sabía que cuidarías de papá. Pero… -La señora Havers paseó su mirada confusa de Barbara a su padre-. No quiso comer la sopa. No quiso tragar. Le puse un poco en la boca. La mantuvo cerrada. Le dije «debes comer, Jimmy», pero no contestó. Y…

– Está muerto, mamá. Papá ha muerto.

– Así que le dejé dormir. Necesita descansar, ¿verdad? Tú misma lo dijiste. Y yo esperé en la escalera. Mi cariño sabrá lo que hay que hacer, pensé. Esperé en la escalera.

– ¿Desde las doce y media, mamá?

– Era lo que debía hacer, ¿no, cariño? Esperar en la escalera.

Barbara miró las arrugas que surcaban el rostro de su madre, el cuello enflaquecido, la expresión vacía, el cabello despeinado. El único canto fúnebre que podía entonar por la muerte de su padre era la repetición mental de aquellas dos palabras, «Dios mío». Resumían su enorme emoción. Daban cuenta de su desesperación.

– No podremos ir a aquel zoo -dijo su madre-. Ya no podremos ver a las llamas, cariño.

El teléfono despertó a Deborah St. James, sobresaltándola. Sonó otra vez antes de que alguien contestara a toda prisa desde otra parte de la casa. Extendió el brazo automáticamente, tanteó el espacio vacío de la cama y miró el reloj. Eran las tres y veinte.