Despierta en la cama, había oído a Simon regresar poco después de la una y había aguardado en la oscuridad a que viniera, sumiéndose a continuación en un sueño inquieto. Ahora, comprendió que no había venido a la cama, o a su habitación. Lo mismo había ocurrido la noche anterior, con la excusa de que había trabajado hasta muy tarde en el laboratorio y de que, para no molestarla, se había acostado en el cuarto de los invitados.
Una penosa vaciedad, que la hacía sentirse más pequeña, más insignificante, más sola, era el resultado de su segunda noche sin él. Siguió tendida unos momentos, tratando de experimentar alivio por esta separación, pero sólo halló a cambio desolación, y encontró una excusa en la intempestiva llamada.
Cogió la bata y se la puso mientras salía de la habitación. La casa estaba en silencio, pero oyó la voz de su marido en el piso de arriba. Subió la escalera.
Cuando llegó al laboratorio, Simon había terminado de hablar, y la miró sorprendido cuando ella pronunció su nombre desde la puerta.
– El teléfono me ha despertado -explicó Deborah-. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido? -Pensó en su familia, en tantas posibilidades. El semblante de su marido era grave, pero no afligido.
– Era Tommy. El padre de Barbara Havers ha muerto.
Los ojos de Deborah se nublaron.
– Tiene que haber sido horrible para ella, Simon.
Entró en la habitación y se quedó junto a él en la mesa de trabajo, sobre la cual había desparramado un informe policial, en preparación para el trabajo de verificar o rebatir sus conclusiones. Se trataba de una tarea que tardaría semanas en concluir, y que en modo alguno tenía que empezar esta noche.
Se estaba distrayendo con su trabajo para no hablar con ella. Deborah lo había querido así. Ella se había aferrado a la esperanza de que esta entrega a su carrera le mantendría lo bastante ocupado para dejarla en paz y hacer su propia vida, con el fin de que nunca profundizaran en el núcleo de la pena que ella había alimentado en los dos. Sin embargo, ahora que parecía salirse con la suya no podía soportarlo, sobre todo después de lo que había observado y reconocido en su rostro cuando, dos noches antes, había mirado la fotografía de Tommy. Pensó en algo que decirle y esgrimió el tema de otro dolor.
– Lo siento muchísimo. ¿Hay algo que podamos hacer por ella?
– En este momento, no. Tommy nos dirá algo. De todos modos, Barbara siempre ha sido muy reservada sobre sus asuntos familiares, y dudo que nos deje intervenir.
– Sí, por supuesto. -Deborah cogió el informe toxicológico y echó un vistazo a las confusas palabras sin entender nada-. ¿Hace mucho rato que estás en casa? Estaba dormida. No te oí entrar.
Era una mentira carente de importancia, que no superaba los demás pecados que pesaban sobre su conciencia.
– Dos horas.
– Ah.
Al parecer, no había más que decir. Ya era bastante difícil sostener una conversación cortés de día, pero en plena noche, cuando el agotamiento le exigía desplegar su mayor habilidad para comunicarse con un intercambio de meras trivialidades casi carentes de sentido, era imposible. A pesar de todo, no quería dejarle, ni tampoco necesitaba analizar de dónde surgía el sentimiento. Su expresión de dos noches antes le había revelado que Simon creía en una ficción que ella debería disipar. Sólo existía una forma de hacerlo, sólo existía una forma de recomponerle. Se preguntó si sería capaz de lograrlo. Parecía mucho más sencillo salir del paso de cualquier manera, confiar en que superarían esta época y volverían a su intimidad anterior sin el menor gasto de sentimiento o esfuerzo. En este momento, no obstante esta conveniente conclusión de sus problemas parecía improbable. Parecía una cobardía, en realidad. De todas formas, le costaba encontrar las palabras para empezar.
Su marido se puso a hablar, sin motivo aparente. Le habló del caso en que Lynley había trabajado, con los ojos clavados en los papeles y el equipo disperso sobre la mesa. Le habló de Chas Quilter, y Cecilia Feld, de Brian Byrne, de los padres de Matthew Whateley y de su casa de Hammersmith. Describió el colegio. Habló sobre la campana de gases y una cámara claustrofóbica escondida sobre una habitación para secar la ropa, sobre la casa del conserje y el estudio del rector. Deborah le escuchaba con atención, comprendiendo que estaba hablando para retrasar su partida. Esa comprensión le aportó esperanza.
Lo escuchó todo. Apoyaba una mano en la mesa de trabajo y la otra jugueteaba con el ribete de raso de su bata.
– Pobre gente -dijo Deborah cuando él concluyó-. No hay nada peor… -No quería llorar más. Quería dejar a su espalda el dolor para siempre, pero no cedía. Se obligó a plantarle cara-. ¿Hay algo peor que perder un hijo?
Entonces, Simon la miró. Dudas y temores se transparentaban en su rostro.
– Perdernos el uno al otro.
Ella sintió miedo al hablar, pero lo superó.
– ¿Es eso lo que ha pasado? ¿Nos hemos perdido el uno al otro?
– Eso parece. -Simon carraspeó y tragó saliva. Extendió la mano hacia un microscopio, inquieto, y ajustó un cuadrante-. Escucha… -Eran palabras sencillas, pero el esfuerzo que le costaba pronunciarlas resultaba evidente-. Es posible que la culpa no sea tuya, Deborah, sino mía. Dios sabe qué más perjuicios me causó aquel maldito accidente, aparte de inutilizarme la pierna.
– No.
– Es posible que te haya transferido un defecto genético que te impide tener hijos.
– No, mi amor.
– Con otro hombre tal vez podrías…
– Oh, Simon. No.
– He tenido tiempo para dedicarlo a algunas lecturas. Si es genético, podremos averiguarlo. Me haré un estudio cromosómico, un cariotipo. Después, a la luz de los resultados, decidiremos qué hacer. Eso significa que no podré ser el padre de nuestros hijos, por supuesto, pero encontraremos un donante.
Deborah no pudo soportar el daño que Simon se estaba infligiendo.
– ¿Crees que eso es lo que quiero? ¿Un hijo a cualquier precio, aunque no sea tuyo sino de cualquiera?
Él la miró.
– No. Eso no. De cualquiera no.
Las cartas estaban sobre la mesa. Aunque Deborah hubiera deseado eludirlo, se iba a producir lo inevitable. Deborah se maravilló del coraje demostrado por su marido al verbalizar sus peores temores. Enfrentada a tal inquebrantable resolución, se sintió profundamente conmovida por el intenso amor que él le profesaba.
– Quieres decir un hijo de Tommy.
– Tú también lo has pensado, ¿verdad?
Era una pregunta cargada de ternura. Deborah pensó que habría soportado mejor una amarga acusación que tal muestra de comprensión. De todos modos, Simon no entendía nada, y nunca lo entendería hasta que ella se lo contara todo.
– Sería lo más natural -continuó su marido, en tono razonable, como si sus palabras no le estuvieran destrozando el corazón-. Si te hubieras casado con Tommy, como él deseó durante tantos años, ahora ya tendrías un hijo.
– No pensaba en eso. Nunca he pensado en cómo hubiera sido mi vida de haberme casado con Tommy.
Deborah miraba sin ver los objetos esparcidos sobre la mesa, un ejercicio que le servía para reunir las fuerzas que necesitaba. Sabía que Simon no creía en su negativa. ¿Por qué iba a creerla? ¿Qué excusa podía alegar por haber resucitado las fotos de Tommy, salvo el remordimiento y la nostalgia?
Simon ordenó lentamente el informe policial, grapando papeles y guardándolos en carpetas. Deborah reparó en que había dejado conectada una impresora, y ganó tiempo apagándola y cubriéndola con su funda. Cuando volvió al lado de Simon, vio que él la estaba mirando desde el charco de luz que derramaba la intensa luz de la lámpara que descansaba sobre la mesa. Ella sabía que la oscuridad ocultaba las emociones que expresaban su rostro.