– No ha habido un final feliz -dijo. Tenía las palmas pegajosas y los párpados le pesaban-. Tú y yo nos enamoramos. Nos casamos. Quise tener un hijo tuyo. Me pareció razonable dar por sentado que todo saldría de acuerdo con mis planes, pero las cosas se torcieron. Estoy intentando asumir que nunca se enderezarán. Y sé que… -Se dio cuenta de que algo en su interior se rebelaba a seguir hablando. Su cuerpo se puso en tensión. Se debatió contra ese rechazo protector a desnudar su alma-. Sé que todo es culpa mía, en realidad. Deseaba el castigo.
Simon hizo un ademán dirigido a contradecir sus palabras.
– No es culpa de nadie, Deborah. No puedes culparte de una situación como ésta. No entiendo por qué lo haces.
Ella evitó mirarle a la cara, incapaz de aguantar su mirada. Ladeó la cabeza en dirección a la ventana. Su reflejo la retó a continuar.
– Si lo que quieres es echar la culpa a alguien -dijo Simon-. Tanto puede ser tuya como mía. Por eso creo que deberíamos someternos a algunas pruebas. Si yo soy el culpable, si existe un problema genético, tomaremos una decisión a partir de ese dato. -Hizo una pausa y volvió al tema anterior-. Buscaremos un donante.
– ¿Eso quieres?
– Quiero que seas feliz, Deborah.
Las palabras significaron una tortura y un desafío al mismo tiempo, aunque Deborah sabía que, en el fondo, no eran más que una declaración de amor.
– ¿Y cuánto vas a sufrir por ello?
Simon no contestó. La miró con una expresión de placidez controlada que, en teoría, intentaba demostrar su renuncia a la gratificación de ser padre. Sin embargo, sus ojos eran incapaces de ocultar el alcance de su mentira.
– No -dijo ella en voz baja-. Querido. No. No necesitamos pruebas. No necesitamos donantes. No es necesario que sufras este calvario. Es culpa mía, y lo sé.
– Es imposible.
– Lo sé.
Deborah no se movió de su sitio. Le pareció mejor así, mantenerse alejada de él. No sabía cómo reaccionaría Simon cuando oyera la verdad, pero sabía que detestaría estar cerca de ella.
– He de decirte una cosa… No lo pensé en aquel momento. Sólo tenía dieciocho años.
– ¿Dieciocho? ¿De qué estás hablando?
– De un aborto -contestó Deborah. No continuó. Sabía que no debía. Él completaría la historia sin necesidad de oírla.
Se dio cuenta de que ya lo había hecho. Simon dio un paso atrás. Palideció. Se puso en pie con brusquedad.
– No fui capaz de decírtelo, Simon -susurró ella-. No pude. Es lo único que no te he contado jamás. Lo he deseado tantas veces… pero sabía cómo te influiría… qué pensarías. Y ahora… Oh, Dios mío, he logrado destruirnos a los dos.
– ¿Se enteró él? -preguntó Simon, como atontado-. ¿Lo sabe?
– Nunca se lo dije.
Simon avanzó un paso.
– ¿Por qué no? Se habría casado contigo, Deborah. Quería casarse contigo. No le habría importado tu embarazo, al contrario, habría sentido una gran alegría. Le habrías dado lo que él más deseaba sobre todas las cosas. Tú y un heredero. ¿Por qué no se lo dijiste?
– Tú ya sabes por qué.
– No.
– Eras tú. Sabes que eras tú.
– ¿Qué quieres decir?
– Eras tú a quien yo amaba, no a Tommy. Te quería a ti. Siempre. Lo sabes. -Los sollozos impidieron que continuara hablando, pero lo intentó-. Yo pensaba… como algo irreal… y tú siempre estabas… Yo quería… tú fuiste el único… Siempre. Pero estaba sola… y todos aquellos años durante los que no me escribiste… El vino a Estados Unidos… Ya conoces el resto… Yo no… Él era alguien…
Deborah oyó sus pasos sobre el suelo de madera. Pensó por un momento que salía del laboratorio. Al fin y al cabo, era lo que ella se merecía. De pronto, notó que él la estrechaba en sus brazos.
– Deborah. Dios mío, Deborah. -Le acarició el cabello, apretándole la cabeza contra su hombro. Deborah escuchó los violentos latidos de su corazón. Simon hablaba entrecortadamente-. ¿Qué te he hecho?
– Nada. Nada -balbuceó ella.
Simon la sujetó con fuerza.
– Todo lo he hecho mal. Todo al revés. Todo recayó sobre ti. Mi temor, mi confusión, mis dudas. Todo. Durante tres espantosos años. Lo lamento muchísimo, mi amor. -Le alzó la cara-. Mi amor.
– La fotografía…
– No significaba nada. Ahora lo sé. Estabas contemplando el pasado, que no tiene nada que ver con el futuro.
Tardó más de un momento en asimilar el significado de sus palabras. Simon le acariciaba el rostro, le secaba las lágrimas con los dedos. Pronunció su nombre en un susurro tembloroso.
Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas nuevamente.
– ¿Podrás perdonarme? ¿Tengo derecho a pedírtelo?
– ¿Perdonarte? -dijo Simon con incredulidad-. Deborah, por el amor de Dios, sucedió hace seis años. Sólo tenías dieciocho. Eras una persona diferente. El pasado no significa nada. Sólo importan el presente y el futuro. Supongo que ahora ya lo sabrás.
– No entiendo… ¿Cómo podremos volver a ser lo que éramos antes? ¿Cómo podremos seguir adelante?
Simon la apretó más contra su cuerpo.
– Siguiendo adelante.
Una fina lluvia caía sobre los reunidos alrededor del ataúd de Jimmy Havers, en el cementerio de South Ealing. Se había levantado un doselete de plástico para proteger a la sargento Havers, a su madre y a una docena de parientes ancianos del fallecido, pero el resto del grupo se cobijaba bajo sus paraguas. Un sacerdote que sostenía una Biblia a la altura del pecho entonaba una plegaria por el eterno descanso del muerto. Tenía la parte inferior de la sotana manchada de barro. Lynley trató de concentrarse en las palabras, pero los fragmentos de conversaciones que captaba le distraían.
– Tuvo que negociar para conseguirle una plaza en South Ealing. Tuvo que comprar la parcela a propósito. Hace años que la tienen. Su hijo está enterrado en la tumba de al lado.
– Me han dicho que ella le encontró. Barbie. Llevaba muerto todo el día. Su madre ni siquiera se enteró de que había muerto.
– No me sorprende. Su madre está chiflada, desde hace siglos.
– ¿Senil?
– Sólo chiflada. No se la puede dejar sola ni diez minutos.
– ¡Vaya! ¿Qué va a hacer Barbie?
– Sacársela de encima, imagino. Encontrará algún asilo que la acepte.
– No va a ser fácil. Fíjate en su aspecto.
Era la primera vez que Lynley veía a la madre de la sargento Havers. Todavía intentaba dar crédito a sus ojos y reconciliarse con su anterior reticencia a invadir el mundo cerrado que era la vida de la sargento Havers. Había trabajado con Barbara durante años, había trabajado estrechamente con ella durante los últimos dieciocho meses, pero siempre que ella había soslayado una circunstancia susceptible de trascender los lazos de la camaradería, él se lo había permitido sin demasiadas protestas. Era como si, desde el principio, Lynley hubiera captado la dimensión de los secretos que ella trataba de ocultar y accedió a que la situación se prolongara indefinidamente.
Estaba claro que su madre constituía uno de sus secretos. Se aferraba al brazo de Barbara, cubierta con un abrigo negro demasiado holgado, sonriente, la cabeza ladeada. No aparentaba tener conciencia de los ritos funerarios que tenían lugar a su alrededor. En lugar de ello, dirigía tímidas miradas al grupo que formaba un semicírculo en torno a la sepultura bostezante. Hablaba en susurros a su hija y le acariciaba el brazo. La única reacción de Barbara consistía en palmearle la mano, si bien tuvo el detalle de abrocharle el botón superior del abrigo y sacudirle varios cabellos grises del cuello. Hecho esto, devolvió su atención al sacerdote. Tenía el rostro sereno y los ojos clavados en el ataúd. Aparentaba estar concentrada en la ceremonia.
Lynley no podía. Sólo era capaz de pensar en el presente. Las súplicas por una vida eterna significaban menos que nada. Examinó a los asistentes.