St. James, al otro lado de la tumba, sostenía un paraguas sobre su mujer, mientras Deborah se refugiaba en la curva de su brazo. Al lado de Simon, el superintendente Webberly se erguía con la cabeza descubierta y las manos hundidas en los bolsillos bajo la lluvia. Detrás de él se destacaban otros tres inspectores y el singular rostro negro del agente Nkata. Otros representantes del Yard engrosaban la concurrencia. Habían venido por Barbara. Nunca habían conocido a su padre.
Detrás de ellos, una mujer provista de guantes de plástico rosa escarbaba afanosamente en una maceta situada junto a una tumba presidida por una lápida de mármol. Chapoteaba en el fango con sus chanclos, indiferente a la ceremonia. Sólo levantó la vista cuando se aproximó un coche por el sendero que se desviaba de la carretera de South Ealing y se adentraba en el cementerio. El vehículo se detuvo, todavía con el motor en marcha. Una puerta se abrió y cerró. El coche se alejó. Rápidos pasos sonaron sobre el pavimento. Alguien llegaba -demasiado tarde- para unirse a la comitiva fúnebre.
Lynley observó que Havers había reconocido al recién llegado, pues sus ojos se desviaron desde la tumba hacia la parte posterior del grupo, y después, como por descuido, hacía él. Barbara desvió la vista al instante, pero sin la suficiente rapidez. Lynley conocía bien a Havers. Leía sin dificultad sus expresiones. Comprendió quién había llegado. Aunque no hubiera extraído su instantánea conclusión de la expresión de Havers, los rostros de St. James y Deborah se lo habrían dicho. No cabía duda de que habían sido ellos quienes habían efectuado la llamada telefónica a Corfú que obligó a regresar a lady Helen Clyde.
Y era Helen la que estaba de pie en la periferia del grupo. Lynley lo sabía. Lo intuía. Ni siquiera necesitó volver la cabeza para comprobarlo. Siempre captaría su presencia hasta en el aire que respiraba, hasta el final de sus días. Ni siquiera dos meses de ausencia habían alterado esta predisposición. Dos décadas tampoco lo conseguirían.
El sacerdote concluyó sus plegarias, retrocedió y contempló a los empleados bajar el ataúd. Una vez depositado en el fondo, el sargento Havers indicó a su madre que avanzara unos pasos, y la ayudó a tirar en la sepultura un ramo de flores. La señora Havers lo había sujetado durante toda la ceremonia. Lo había dejado caer en dos ocasiones durante el trayecto desde la capilla. Las flores estaban arrugadas, una confusión de tallos y pétalos. Flotaron un breve instante y la lluvia los empapó al instante.
El sacerdote murmuró una plegaria final por la paz y el descanso eternos. Dirigió unas palabras a la sargento Havers y a su madre. Se alejó. Los congregados se apresuraron a farfullar sus condolencias.
Lynley contempló la escena. St. James y Deborah, Webberly y Nkata. Vecinos, compañeros y parientes lejanos. Se quedó junto a la tumba. Miró en su interior. La placa metálica del ataúd reflejaba una luz turbia. Ahora que ya estaba libre del decoro exigido durante el funeral, ahora que darse la vuelta, saludar a Helen y entablar conversación era el comportamiento que se esperaba de él, Lynley descubrió que se sentía incapaz de efectuar el menor movimiento. Aunque pudiera musitar inofensivas sandeces con el fin de impedir que Helen se alejara de él otra vez, ¿cómo iba a lograrlo sin que su rostro transparentara todo cuanto deseaba ocultar?
Dos meses no cambiaban nada. Nada en absoluto. No disminuían su amor por ella, ni tampoco atenuaban el deseo.
– Tommy.
Sin alzar la vista, lo primero que vio fueron sus zapatos. A pesar de su aturdimiento, tuvo que sonreír. Eran muy típicos de Helen, como siempre: poco prácticos, hermosos trozos de piel que no protegían en absoluto de las inclemencias del tiempo, fabricados de una forma que sólo un masoquista podría soportar.
– ¿Cómo demonios puedes llevar esas cosas, Helen? -le preguntó-. Me parecen una calamidad.
– Una agonía -corrigió lady Helen-. Me duelen tanto los pies que hasta me duelen los ojos. Me siento como un experimento de un podólogo torturador. Si estuviéramos en guerra, ya habría confesado al enemigo todo lo que sé.
Lynley rió en voz baja y levantó la cabeza para mirarla. No había cambiado. El suave cabello de color castaño todavía enmarcaba su cara. Los ojos oscuros todavía sostenían su mirada sin pestañear. Su silueta era esbelta, el porte erguido y orgulloso.
– ¿Has vuelto de Grecia esta mañana? -preguntó Lynley.
– En el primer vuelo que salía. He venido directamente desde el aeropuerto.
Lo cual explicaba su vestimenta, ligera y primaveral, en tonos melocotón, muy poco apropiada para un funeral. Lynley se quitó la trinchera y se la ofreció.
– ¿Tan espantoso es mi aspecto? -preguntó ella.
– En absoluto, pero te estás mojando. Creo que los zapatos ya no tienen salvación, pero me parece absurdo estropear el vestido.
La joven se arropó con la gabardina. Le venía increíblemente grande.
– Llevas paraguas, al menos -observó él. Colgaba de sus dedos, cerrado.
– Sí, uno de esos horribles trastos plegables. Lo compré en el aeropuerto. No ha parado de plegarse desde entonces. -Se ciñó el cinturón de la gabardina-. ¿Has hablado con Barbara?
– Varias veces por teléfono desde el miércoles, pero hoy no. Todavía no.
Lady Helen observó que los congregados avanzaban hacia la sargento Havers. Lynley observó a lady Helen. Cuando ella se volvió de repente hacia él, notó que el calor se le subía a la cara. Sus palabras le sorprendieron.
– Simon me ha hablado del caso, Tommy. Del colegio. Pobre muchacho. -La joven vaciló-. Me pareció horrible.
– Algunos aspectos lo son, en particular los relativos al colegio. -Lynley apartó la vista. La mujer de los guantes rosa seguía cavando en la maceta. A su lado, una azalea esperaba a ser plantada.
– ¿Lo dices por Eton?
Qué bien le conocía. Como antes. Como siempre. Con qué facilidad penetraba en el fondo de su ser, en su esencia, sin ni siquiera intentarlo.
– Recé por él en Eton, Helen. ¿Te lo he contado alguna vez? En la capilla conmemorativa. Había un arcángel en cada una de las cuatro esquinas. Me miraban como garantizándome que mis súplicas serían escuchadas. Iba allí cada día. Me arrodillaba. Rezaba. Por favor, Dios mío, deja que mi padre viva. Haré lo que sea. Señor, deja que mi padre viva.
– Tú le querías, Tommy. Eso es lo que hacen los niños cuando quieren a sus padres. No quieren que mueran. No es ningún pecado.
Lynley meneó la cabeza.
– No es eso. Yo no sabía. Yo no pensaba. Rezaba para que viviera, Helen, para que viviera. Nunca pensé mientras rezaba que se iba a curar. Y mi plegaria fue escuchada. Vivió. Durante seis horribles años.
– Oh, Tommy.
Su ternura y compasión le desarmaron. Habló sin pensarlo.
– Te he echado mucho de menos.
– Y yo a ti -dijo ella-. De veras.
Lynley quiso hallar esperanza en aquellas cuatro palabras. Quiso infundirles significado y compromiso. Quiso arriesgarlo todo de nuevo, ofrecerle la vida a Helen, declararle su amor, insistir en que reconociera y asumiera la unión que existía entre ellos desde hacía tanto tiempo. Sin embargo, aunque no se había olvidado de ella ni un momento, los dos meses pasados sin Helen le habían enseñado un mínimo de moderación.
– Tengo en casa un jerez nuevo -dijo a modo de respuesta-. ¿Vendrás a probarlo para darme tu opinión?
– Tommy, sabes que soy una víctima indefensa del jerez. Aunque me lo sirvieran en los calcetines sucios de alguien, lo probaría y diría que estaba delicioso.
– En cualquier otra circunstancia, eso sería un problema -admitió él-. Pero no es el caso.
– ¿Por qué no?
– Porque sólo utilizo calcetines limpios.
Ella rió y su cara se iluminó.
– ¿Quieres venir esta noche? -preguntó Lynley, envalentonado-. O mañana, u otro día. Estarás cansada del viaje, claro.