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– Pobre criatura -respondió-. Nunca he conseguido acostumbrarme a los asesinatos de niños.

– ¿Se trata de un asesinato, pues?

– Eso parece, aunque existen algunas incongruencias importantes. Han ido a introducirle en la bolsa. ¿Quiere echar un vistazo rápido?

Lo último que deseaba St. James, ahora que por fin tenía cerca a Deborah, era echar un vistazo (rápido, atento o indiferente) al cadáver que ella había encontrado. Sin embargo, la ciencia forense era su especialidad, y él una autoridad nacional en la materia. No podía declinar la invitación con la excusa de que, siendo domingo por la noche, tenía cosas mejores que hacer, si bien la excusa era verdadera en ese momento.

– Ve, Simon -estaba diciendo Deborah-. Yo me adelantaré. Ha sido espantoso y quiero volver a casa cuanto antes.

– Nos veremos a la hora de cenar -le pareció la respuesta adecuada.

– ¿Cenar? -Deborah hizo un ademán de disculpa-. No creo que ninguno de los dos estemos muy hambrientos después de esto. ¿Quieres que prepare algo ligero?

– Algo ligero. Sí, estupendo -pensó que se estaba convirtiendo en piedra. La vio entrar en el coche y advirtió que la luz interior brillaba sobre su cabello como oro sobre cobre, sobre su piel como el sol sobre la crema. Ella cerró la puerta, encendió el motor y se marchó. Simon apartó sus ojos del Austin-. ¿Dónde está el cadáver? -preguntó a Canerone.

– Acompáñeme.

St. James siguió al inspector al campo de Grey, contiguo al cementerio. En un extremo, el monumento al poeta se cernía en las tinieblas. El terreno, cubierto de rastrojos, auguraba la llegada de la primavera. La tierra desprendía un intenso y embriagador aroma a humus. Al cabo de un mes, bulliría de vida.

– No hemos encontrado huellas de pisadas -explicó Canerone, mientras se dirigía a una alambrada, tras la cual se alzaba una valla que delimitaba el campo. Se había practicado un paso para que la policía accediera al segundo campo, donde yacía el cadáver-. Da la impresión de que el asesino atravesó el cementerio con el cuerpo a cuestas y lo arrojó por encima del muro. No hay otro acceso.

– ¿Desde la granja? -St. James indicó las luces de una casa que se alzaba al otro lado del campo.

– Tampoco hay huellas de pisadas, y los tres perros de la propiedad montarían un cirio de mil demonios si alguien se acercara.

St. James examinó el bosquecillo al que se acercaban. Distinguió luces más abajo. Oyó la conversación de los policías que todavía montaban guardia. Alguien rió. Como tantos otros profesionales, los policías de Slough estaban inmunizados contra la presencia de la muerte violenta.

Sin embargo, Canerone se mostró muy susceptible ante los comentarios.

– Perdone, señor St. James -dijo, adelantándose hacia el grupo de hombres congregados bajo un árbol. Les habló en tono vehemente durante un momento. Regresó después, con el rostro impasible. Demasiado apegado al trabajo, pensó St. James-. Todo arreglado. Acompáñeme, por favor.

Los hombres retrocedieron para dejar que St. James viera el cuerpo. A pocos metros, el fotógrafo de la policía estaba sacando el carrete de la cámara. Se interrumpió, miró y guardó el equipo en la bolsa que tenía a sus pies.

St. James se preguntó qué esperaban de él. Aparte de la autopsia, todos sabían que no quedaba nada más por hacer. No era un místico, ni tampoco un mago. No poseía poderes especiales, aparte de su laboratorio. Para colmo, ni siquiera deseaba estar allí en este momento, en ese campo frío y oscuro, mientras el viento nocturno agitaba su cabello y él se inclinaba para examinar el cadáver de un muchacho al que no conocía. Era absurdo pensar que, si inspeccionaba con detenimiento la espantosa escena, desvelaría la verdad oculta tras la muerte del niño. Lo único que le importaba en ese instante era Deborah, que se había ausentado durante un mes, que al marcharse era su mujer y, al volver, una completa desconocida, aunque lo peor era el estado de su corazón, desgarrado por la preocupación y la soledad.

De todos modos, echó un vistazo al cadáver. El color de la piel sugería una infección de la sangre, e incluso una muerte accidental. Sin embargo, el estado del cuerpo contradecía esta conclusión. Como había dicho Canerone, existían contradicciones que sólo la autopsia explicaría. Por este motivo, St. James accedió a decir algo obvio, algo que cualquier inspector novato sería capaz de adivinar. Las marcas que recorrían la pierna izquierda del muchacho eran suficientemente explícitas.

– Movieron el cadáver poco después de su muerte.

Canerone, de pie junto a él, asintió con la cabeza.

– Me preocupa más lo que sucedió antes de su muerte, señor St. James. Fue torturado.

Capítulo 4

Lynley abrió su viejo y mellado reloj de bolsillo, vio que eran las ocho menos cuarto y admitió que no podía alargar su jornada mucho más. La sargento Havers ya se había marchado, el informe conjunto estaba preparado para ser presentado al superintendente Webberly y, a menos que algo retrasara su partida, tendría que volver a casa.

Reconocía sin ambages que deseaba evitarlo. Durante los dos últimos meses ya no consideraba su casa un refugio o una escapatoria, sino que se había transformado en un adversario insidioso, que dejaba los recuerdos al desnudo en cuanto traspasaba la puerta.

Había vivido muchos años sin reflexionar sobre lo que lady Helen Clyde significaba en su existencia. Siempre había estado presente, invadiendo su biblioteca y llevándose montones de novelas policiacas que quería leer, apareciendo en la puerta a las siete y media de la mañana para desayunar, mientras le hacía partícipe de lo que pensaba hacer durante el día, divirtiéndole con desternillantes anécdotas acerca de su trabajo en el laboratorio forense de St. James («Santo Dios, querido Tommy, ese animal se dedicó a diseccionar un hígado mientras tomábamos el té»), acompañándole a la mansión familiar de Cornualles, cabalgando por los campos y dándole un sentido a su vida.

Todas las habitaciones de la casa le recordaban, de alguna manera, a Helen. Salvo su dormitorio. Porque Helen no había sido su amante sino su amiga, y en cuanto advirtió que él la deseaba como algo más que compañera y confidente, le abandonó.

Habría sido más conveniente despreciarla por huir. Habría sido más fácil enredarse con otra mujer y distraerse con la nueva relación. El problema no residía en que escasearan las voluntarias, sino en que sólo deseaba a Helen, con un anhelo que sobrepasaba el ansia de saborear la calidez de su piel, enredar los dedos en su cabello, o sentir que el cuerpo de la joven se arqueaba de placer bajo el suyo. Quería que existiera una unión entre ellos, más allá de la momentánea posesión sexual. Mientras se le negara dicha posesión, continuaría alejado de su casa, enfrascado en el trabajo, forzado a llenar las horas con cualquier cosa que le impidiera pensar en lady Helen Clyde.

No obstante, en momentos como ése, cuando el final del día le sorprendía con las defensas bajas, sus pensamientos volvían a ella de forma instintiva, como aves silvestres que buscaran un refugio conocido para pasar la noche. En cualquier caso, el recuerdo de Helen no le servía de protección, sino sólo para ahondar en la herida de su pérdida.

Cogió una vez más la postal, releyó las alegres palabras que ya se sabía de memoria y trató de creer que contenían una declaración de amor y entrega implícita, que surgiría a la luz tras varios minutos de reflexión. Pero era incapaz de mentirse a sí mismo. El mensaje era muy claro. Ella quería tiempo. Quería distancia. Lynley trastornaba su delicado equilibrio.

Desalentado, introdujo la postal en el bolsillo de la chaqueta y afrontó la inevitable realidad de tener que volver a casa. Mientras se levantaba, sus ojos se posaron en la foto de Matthew Whateley que John Corntel había dejado. Lynley la cogió.