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Era un muchacho muy atractivo, de cabello oscuro, piel de color almendra y ojos tan oscuros que podrían describirse como negros. Corntel había dicho que el chico tenía trece años y cursaba tercer año en Bredgar Chambers. Parecía mucho más joven, y sus rasgos eran tan delicados como los de una chica.

Lynley sintió un estremecimiento de disgusto mientras examinaba la foto. Llevaba el tiempo suficiente en la policía como para entender qué podía significar la desaparición de un muchacho tan encantador.

Echar un vistazo al ordenador sólo le llevaría un momento. Como todas las fuerzas policiacas de Inglaterra y Gales estaban enlazadas con el ordenador central, si Matthew había sido localizado en algún sitio (muerto, vivo o reacio a identificarse), el ordenador proporcionaría una descripción completa, confiando en que otra fuerza de policía pudiera identificarle. Valía la pena probarlo.

Una sola persona se encargaba de la sala de ordenadores a esa hora, un agente perteneciente a la brigada de robos, que Lynley reconoció al instante, aunque no recordó su nombre. Se saludaron con un movimiento de la cabeza, sin intercambiar palabra. Lynley se dirigió a una consola.

Como no confiaba en encontrar nada relativo al chico de Bredgar Chambers tan pronto después de su desaparición, miró la pantalla distraído, tras teclear los datos adecuados, y casi pasó por alto el informe suministrado por la policía de Slough: el cuerpo de un muchacho, de cabello y ojos castaños, entre nueve y doce años, en las cercanías de la iglesia de St. Giles, en Stoke Poges. Causa de la muerte, desconocida hasta el momento. Identidad, desconocida. Cicatriz de diez centímetros sobre la rótula izquierda. Marca de nacimiento bajo la columna vertebral. Un metro treinta y cinco centímetros de estatura. Peso aproximado, treinta y ocho kilos. Encontrado a las 17.05 horas.

Las líneas pasaban ante los ojos de Lynley sin que éste, absorto en sus pensamientos, les hiciera caso, hasta que reparó en el nombre de la persona que había descubierto el cuerpo, al final del informe. Contuvo el aliento, estupefacto, cuando Deborah St. James, Cheyne Row, Chelsea, apareció en el monitor.

En la iglesia de St. Giles, el inspector Canerone consultó su reloj. Habían pasado tres horas desde el descubrimiento del cuerpo. Intentó no pensar en ello.

Creía que, después de dieciocho años en el cuerpo, debería haberse inmunizado contra la muerte. Debería contemplar un cadáver con cierta indiferencia, considerándolo un simple trabajo y no un ser humano que había encontrado un violento fin.

Después de su último caso, creía haber alcanzado el equilibrio que buscaba entre el despego profesional y la indignación humana. En aquel momento no le costó mucho autoconvencerse. El cuerpo de un conocido proxeneta, tendido al pie de la inmunda escalera de un edificio de apartamentos, no era lo más adecuado para inspirarle profundas reflexiones acerca de la inhumanidad del hombre hacia el hombre, sobre todo cuando una parte de él el sentencioso puritano que habitaba en su interior creía que el proxeneta había recibido lo que se merecía desde hacía mucho tiempo. Cuando se agachó por primera vez junto al cadáver, vio la cuerda alrededor de su cuello y no experimentó la menor emoción, logró convencerse de que había alcanzado por fin la impecable objetividad que tanto deseaba.

Sin embargo, la objetividad se había desintegrado esta noche, a marchas forzadas. Canerone sabía por qué. El niño se parecía muchísimo a su hijo. Durante un espantoso momento llegó a pensar que era Gerald; por su mente desfiló una serie de acontecimientos imposibles, empezando por la decisión de Gerald de negarse a vivir con su madre y su nuevo marido en Bristol, y terminando con su muerte. Las piezas encajaron a la perfección en la mente de Canerone. Su hijo había llamado al piso y, al no obtener respuesta, había corrido a buscar a su padre en Slough. Le habían recogido al borde de la carretera, mantenido prisionero en algún lugar y torturado para que alguien gozara de unos minutos de sádico placer. Cuando la tortura finalizó, o quizá antes, había muerto solo, asustado y abandonado. Por supuesto, cuando Canerone examinó con más detenimiento el cadáver vio que no era el de Gerald, pero la terrorífica posibilidad de que hubiera podido ser su hijo destruyó la indiferencia con que, en su opinión, debía realizar su trabajo. Ahora se enfrentaba a las consecuencias de aquel momento que había pulverizado sus defensas.

Veía a su hijo en escasas ocasiones, diciéndose que un fin de semana de vez en cuando era cuanto podía robar a su trabajo. Pero no era cierto y ahora debía hacerle frente, ahora que los analistas de la policía se habían marchado, el médico de la fuerza había acompañado el cadáver al hospital y una solitaria agente en período de pruebas esperaba ante el escritorio a que le diera permiso para irse. La verdad era que veía a su hijo muy poco porque ya no soportaba verle. Cuando le veía, aun en el ambiente más inocuo, tenía que aceptar lo que había perdido, y aceptar esto equivalía a asumir la vaciedad que presidía su vida, ahora que su familia le había abandonado.

A lo largo de los años había visto desmoronarse muchos matrimonios de policías, pero jamás pensó que el suyo sucumbiría a los horarios irregulares, el peso del trabajo y las noches en blanco inherentes a la vida de un detective. Cuando comprendió por primera vez la infelicidad de su esposa se decantó por ignorarla, diciéndose que era una mujer difícil, que si él tenía paciencia todo se arreglaría, que ella había tenido mucha suerte al casarse con él, porque, con su carácter, ¿quién la iba a soportar? Varios hombres, por lo visto, y uno se casó con ella, llevándola a Bristol y llevándose también a Gerald.

Canerone se sirvió una taza de café. Parecía muy fuerte. Sabía que estaría despierto la mitad de la noche si lo bebía. Dio un breve sorbo, haciendo una mueca al notar el sabor amargo. El niño del cementerio ocupaba por entero su mente y su corazón. Le habían atado con apretados nudos las muñecas y los tobillos, le habían quemado el cuerpo, le habían dejado tirado como si fuera basura. Era tan parecido a Gerald…

Canerone se estremeció. Ni siquiera sabía qué debía hacerse primero para que la justicia vengara la muerte del muchacho. Esta apatía profesional le aconsejó que dejara el caso en manos de otro detective, pero ignoraba cómo hacerlo. Carecía de autoridad para ello.

Sonó el teléfono. Desde donde estaba, cerca de la puerta, escuchó lo que decía su agente.

– Sí, un niño… No, no sabemos de dónde procede. Da la impresión de que dejaron tirado el cuerpo, sin más… No parece que fuera debido al frío. Le habían atado… No, de momento no tenemos la menor idea sobre quién… -vaciló y frunció el entrecejo-. Le pasaré al inspector. Está aquí.

Canerone se volvió. La agente le tendió el teléfono, y con él la salvación.

– Es el inspector Lynley -dijo la joven-. De Scotland Yard.

El lugar más cercano a casa de los Whateley al que Lynley pudo acceder fue la calle Queen Caroline. Aparcó ilegalmente el coche en el único espacio disponible, bloqueando la mitad del sendero privado de un edificio de apartamentos, y apoyó su identificación policial contra el volante. A ambos lados de la calle se alzaba una sombría colección de viviendas construidas durante la posguerra; edificios oficiales de hormigón color hongo alternaban con otros edificios de ladrillo pardo sucio. Todos tristes, atestados e inhóspitos, carecían de elementos decorativos.

Pese a ser las diez de la noche de un domingo, continuos ruidos atronaban las calles del vecindario y resonaban en los edificios. Coches y camiones rugían en el paso a desnivel. Más tráfico recorría el puente de Hammersmith. Se oían gritos que despertaban ecos en los patios de los apartamentos, seguidos por ladridos de perros.

Lynley caminó hacia el final de la calle y bajó al malecón. La marea estaba alta y el agua brillaba en la oscuridad como frío raso negro, pero el humo de los tubos de escape que provenía del puente se imponía al vago aroma vivificante que desprendía el río.