– Siéntese, por favor… inspector, ¿no? -Patsy señaló el sofá con un movimiento de cabeza.
– Sí. Thomas Lynley.
El sofá, de vinilo azul, estaba protegido por un viejo cobertor rosa. Patsy Whateley lo quitó y procedió a doblarlo lentamente, procurando que las esquinas coincidiesen y alisando las arrugas. Lynley se sentó.
Patsy Whateley le imitó. Escogió la butaca y comprobó que la bata se mantuviera impecable. Su marido se quedó de pie, junto a la chimenea de piedra. Ésta albergaba un fuego eléctrico, pero el hombre no lo encendió, aunque hacía bastante frío en la habitación.
– Puedo volver por la mañana -dijo Lynley-. Pero me pareció más indicado empezar a trabajar cuanto antes.
– Sí -aprobó Patsy-. Cuanto antes. Mattie… Quiero saber. Debo saber -su marido no dijo nada. Tenía los sombríos ojos fijos en la foto del chico que ocupaba un lugar de honor sobre la repisa. Matthew, que sonreía como cualquier estudiante nuevo de tercer año, había sido fotografiado llevando su uniforme: jersey amarillo, chaqueta cruzada azul, pantalones grises, zapatos negros-. Kev… -continuó Patsy, vacilante. Estaba claro que deseaba contar con la colaboración de su marido, y todavía más que él no tenía la menor intención de complacerla.
– Scotland Yard se ocupará del caso -explicó Lynley-. Ya he hablado con John Corntel, el director de la residencia de Matthew.
– Bastardo -dijo Kevin Whateley de sopetón.
Patsy se enderezó en su silla, sin apartar los ojos de Lynley. Sin embargo, aferró con la mano un pliegue de la bata.
– El señor Corntel. Mattie vivía en la residencia Erebus. El señor Corntel era el director. En Bredgar Chambers. Sí.
– A juzgar por lo que me contó el señor Corntel -siguió Lynley-. Da la impresión de que Matthew tal vez quisiera un poco de libertad este pasado fin de semana.
– No -replicó Patsy.
Lynley esperaba la negativa automática. Continuó como si no la hubiera oído.
– Parece que se hizo con una dispensa, un papel de la enfermería certificando que estaba indispuesto y no podía jugar en el partido de hockey del viernes por la tarde. Por lo visto, el colegio piensa que quizá se sentía desplazado y que aprovechó la oportunidad de la supuesta visita a casa de los Morant y la dispensa para escaparse, incluso para venir a Londres sin que nadie se enterase. Creen que hizo autostop y alguien le recogió en la carretera.
Patsy miró a su marido, como aguardando a que interviniese. Los labios del hombre se movieron convulsivamente, pero no dijo nada.
– No puede ser, inspector -dijo Patsy-. Nuestro Mattie no era así.
– ¿Cómo se sentía en el colegio?
Los ojos de Patsy buscaron de nuevo a su marido. Esta vez, sus miradas se cruzaron un momento, pero el hombre la desvió enseguida. Se quitó la gorra de visera y la retorció entre sus manos. Lynley vio que eran manos fuertes, de peón, cortadas en varios puntos.
– Mattie se sentía bien en el colegio -dijo Patsy.
– ¿Era feliz allí?
– Muy feliz. Había ganado una beca. La beca de la Junta de Gobierno. Sabía lo que significaba ir a un colegio bueno.
– El año pasado iba a la escuela del pueblo, ¿No es posible que añorase a sus antiguos compañeros?
– En absoluto. Mattie adoraba Bredgar Chambers. Conocía la importancia de una buena educación. Era su gran oportunidad. No la habría desperdiciado por añorar a los antiguos compañeros de aquí. Los veía durante las vacaciones.
– ¿Tal vez algún vecino en concreto?
Lynley observó la reacción de Kevin Whateley a la pregunta, un veloz e incontrolado movimiento de su cabeza en dirección a las ventanas.
– ¿Señor Whateley?
El hombre no dijo nada. Lynley esperó. Patsy Whateley habló.
– Kev, estás pensando en Yvonnen, ¿verdad? Yvonnen Livesley -explicó a Lynley-. De la calle Queen Caroline. Mattie y ella fueron compañeros en la escuela primaria. Jugaban juntos, pero eran simples juegos de niños, inspector. Yvonnen no significaba nada más para Mattie. Y además… -Parpadeó y se calló.
– Es negra -terminó su marido.
– ¿Ivonne Livesley es negra? -quiso clarificar Lynley.
Kevin Whateley asintió con la cabeza, como si el color de la piel de Ivonne fuera la prueba definitiva que apoyara la afirmación de que Matthew no se iría de la escuela ilegalmente. Era una postura difícil de sostener, máxime si habían crecido juntos, máxime si eran, como afirmaba la madre del muchacho, compañeros.
– ¿Les sugirió algo últimamente que Matthew era infeliz en el colegio? No me refiero a que fuera infeliz todo el año, sino en las últimas semanas, a causa de algo que ustedes desconocieran. A veces, los niños se callan cosas que no desean confesar a sus padres. No tiene nada que ver con la relación que existe entre padres e hijos. Es algo que suele ocurrir -pensó en sus días escolares, cuando fingía que todo marchaba bien. Nunca había hablado de ello a nadie, y mucho menos a sus padres.
Ninguno de los Whateley respondió. Kevin examinaba el forro de la gorra. Patsy contemplaba su regazo con el ceño fruncido. Lynley advirtió que la mujer había empezado a temblar, de modo que prefirió hablarle a ella.
– No es culpa de ustedes que Matthew huyera del colegio, señora Whateley. Ustedes no son responsables. Si experimentó la necesidad de huir…
– Tenía que ir allí. Nosotros juramos… Oh, Kev, está muerto y nosotros lo hicimos. ¡Tú sabes que nosotros lo hicimos!
El rostro del hombre reaccionó ante las palabras de su esposa, pero, en lugar de dirigirse hacia ella, miró a Lynley.
– El chico estaba callado como un muerto desde hacía cuatro o cinco meses -hablaba con voz tensa-. Durante las últimas vacaciones le sorprendí tres o cuatro veces mirando al río desde la ventana de su dormitorio, como si estuviera en trance, pero no me dijo nada. No solía comportarse así -Kevin miró a su mujer, la cual intentaba mantener la apariencia de cortesía que, por lo visto, consideraba apropiada-. Nosotros lo hicimos, Pats. Nosotros lo hicimos.
Barbara Havers contempló la fachada de su casa de Acton y tomó nota mentalmente de todas las modificaciones que precisaba el edificio para convertirse en un lugar más habitable. Era un ejercicio que practicaba cada noche. Siempre se demoraba en los aspectos más fáciles de resolver. Las ventanas estaban asquerosas. Sólo Dios sabía cuándo se habían limpiado por última vez, pero no le costaría demasiado solucionarlo con un poco de tiempo, una escalera y la energía suficiente para hacer bien el trabajo. Era preciso fregar los ladrillos. Cincuenta o más años de hollín y mugre habían impregnado la superficie porosa, dejando una desagradable pátina que abarcaba todos los tonos del negro. Las molduras de las ventanas, del tejado y de la puerta habían perdido hasta la última gota de pintura desde hacía tiempo inmemorial. Se estremeció al pensar cuánto tardaría en devolver a su primitiva condición aquella ingenua decoración. Los tubos de desagüe que descendían por un lado de la casa estaban oxidados por dentro y filtraban el agua de lluvia como cedazos. Tendrían que cambiarse por unos nuevos, al igual que el jardín delantero, que no era un jardín sino un cuadrado de tierra recubierto de hormigón en el que aparcaba su Mini. Su estado de corrosión hacía juego con el entorno.
Completada su inspección, salió del coche y entró en la casa. Ruidos y olores la asaltaron. La televisión vociferaba desde la sala de estar, mientras comida cocinada de cualquier manera, moho, madera podrida, cuerpos sucios y vejez batallaban entre sí para ser el olor predominante.
Barbara dejó su bolso sobre la insegura mesa de roten, junto a la puerta. Colgó el abrigo al lado de los demás, en la hilera de ganchos clavados debajo de la escalera, y se encaminó hacia la sala de estar, situada en la parte posterior de la casa.