– ¿Cariño? -su madre la llamó desde arriba, en tono quejumbroso. Barbara se detuvo y levantó la vista.
La señora Havers estaba en el peldaño superior, ataviada únicamente con un delgado camisón de algodón, los pies descalzos y el cabello despeinado. La luz del dormitorio, que la iluminaba desde atrás, destacaba cada ángulo de su cuerpo esquelético a través del tejido. Los ojos de Barbara se abrieron de par en par ante aquella visión.
– No estás vestida, mamá -dijo-. No te has vestido en todo el día -se sintió muy deprimida mientras pronunciaba las palabras. ¿Cuánto tiempo más podría conservar el empleo y seguir cuidando de dos padres que se habían convertido en niños?, se preguntó.
La señora Havers le dedicó una sonrisa vaga. Recorrió el camisón con las manos, como para confirmarlo. Se mordió los labios.
– Me he olvidado -contestó-. Estaba mirando mis álbumes… Oh, cariño, deseaba pasar más tiempo en Suiza, ¿sabes? Debo de haberme olvidado de… ¿Me visto ahora, cariño?
Considerando la hora, parecía un derroche de energías inútil. Barbara suspiró y se apretó las sienes con los nudillos para ahuyentar el dolor de cabeza.
– No, no vale la pena, mamá. Casi es hora de que te vayas a la cama, ¿no?
– Podría vestirme en tu honor, y así vigilas si lo hago bien.
– Siempre lo haces bien, mamá. ¿Por qué no te bañas?
La señora Havers arrugó el entrecejo ante esta idea.
– ¿Bañarme?
– Sí, pero controlando el agua. No dejes que se desborde esta vez. Subiré dentro de un momento.
– ¿Me ayudarás, cielo? Si quieres, te contaré mis opiniones sobre Argentina, mi próximo lugar de destino. ¿Hablan español allí? Creo que deberemos aprender un poco más de español antes de ir. Me gusta comunicarme con los nativos. Buenos días, señorita. ¿Cómo se llama? [3] Me acuerdo porque lo decían en la tele. No es suficiente, pero no está mal para empezar. Suponiendo que hablen español en Argentina. Tal vez hablen portugués. En algún sitio hablan portugués.
Barbara sabía que su madre podía continuar desvariando durante una hora o más. Solía hacerlo, y en ocasiones entraba en su cuarto a las dos o a las tres de la madrugada para conversar sin ton ni son, ignorando las súplicas de Barbara en el sentido de que volviera a la cama.
– El baño -le recordó Barbara-. Voy a ver a papá.
– Papá se encuentra bien hoy, cariño. Qué hombre. Muy bien. Ve a verlo por ti misma.
Dicho esto, la señora Havers desapareció. El agua empezó a correr en la bañera al cabo de un momento. Barbara esperó por si su madre descuidaba la bañera, pero, al parecer, la idea de vigilar el agua había quedado implantada firmemente en su cerebro y permanecería en su sitio durante unos cuantos minutos, al menos. Barbara se dirigió a la sala de estar.
Su padre ocupaba su butaca habitual, contemplando el habitual programa de los domingos por la noche. Casi todo el suelo estaba cubierto de los periódicos que había tirado tras leerlos por encima. Al menos, era más predecible que su madre. Vivía conforme a una rutina.
Barbara le contempló desde la puerta. Hizo abstracción del estruendo producido por un anuncio de chocolates Cadbury y se concentró en el sonido acuoso de su respiración. Era más trabajosa desde hacía dos semanas. El oxígeno que le suministraban los omnipresentes tubos ya no parecía suficiente.
Jimmy Havers, como si intuyera la presencia de su hija, se ladeó en su vieja butaca de orejas.
– Barbie.
Como siempre, sonrió a modo de saludo, exhibiendo sus dientes rotos y ennegrecidos. Por una vez, Barbara no reparó en este detalle, ni en el cabello grasiento y maloliente. Advirtió que tenía mal color. Sus mejillas ya no estaban sonrosadas, y las uñas habían adquirido un tono azul grisáceo. No necesitó cruzar la sala para ver que las venas de sus brazos parecían haber desaparecido.
Se acercó al carrito que sostenía el depósito, junto a la silla, y ajustó el flujo de oxígeno.
– Mañana por la mañana hemos de ir al médico, ¿verdad, papá?
El hombre asintió con la cabeza.
– Mañana a las nueve y media. Tendremos que levantarnos con los pájaros, Barbie.
– Sí, con los pájaros…
Barbara, por un instante, se preguntó cómo lograría llegar puntual a la cita si tenía que arrastrar a sus padres. Lo temía desde hacía semanas. Era inconcebible dejar sola en casa a su madre mientras iba al médico con su padre. Cualquier cosa podía ocurrir si dejaba sin vigilancia a la señora Havers por más de diez minutos. Sin embargo, la idea de lidiar con los dos al mismo tiempo le resultaba insoportable: el suministro de oxígeno de su padre, su virtual inmovilidad, contrastaba con la tendencia de su madre a vagar y perderse en la cueva de cristal de su locura. ¿Cómo iba a hacerlo?
Barbara sabía que había llegado el momento de pedir ayuda, y no la de una asistente social bien intencionada que se pasara un rato para ver si la casa seguía en pie, sino alguien que se quedara de forma permanente, alguien de confianza. Alguien que se tomara interés por sus padres.
Era imposible. No lo lograría. Lo único que podía hacer era seguir improvisando. El pensamiento la asfixiaba, un vistazo de pesadilla a un futuro sin esperanza ni fin.
Cuando el teléfono sonó, entró en la cocina para contestar y trató de no deprimirse más cuando vio los platos del desayuno sin lavar y los restos de huevo desperdigados sobre la mesa. Era Linley quien llamaba.
– Tenemos un asesinato entre manos, sargento -anunció-. Necesito que se reúna conmigo mañana en casa de St. James a las siete y media.
Barbara sabía que, si solicitaba a Linley unas horas de permiso, se las concedería de inmediato. Como jamás le había revelado la verdad sobre las circunstancias de su vida familiar, el número de horas que había pasado trabajando durante las últimas semanas equivalían a varios días de libertad. Él lo sabía. Ni siquiera pondría objeciones a la solicitud. Barbara se preguntó qué la impedía obrar así, pero mientras se hacía esta pregunta adivinó la verdad. Un nuevo caso por la mañana prometía, como mínimo, una tregua momentánea en la inevitable lucha con sus padres, en el interminable trayecto hacia la consulta del médico, en la ansiosa espera en la antesala mientras intentaba mantener a raya a su madre, como si fuera un niño travieso de dos años. Un nuevo caso eliminaba la necesidad de tener que pasar por todo eso. Era una licencia para huir, un permiso para postergar.
– ¿Havers? -estaba diciendo Lynley-. ¿Me ha oído?
Ahora era el momento de formular su petición, de explicarle la situación, de manifestar que necesitaba unas horas, tal vez un día, para dedicarlas a asuntos familiares. Él lo comprendería. Todo cuanto ella necesitaba decir era «necesito unas horas de permiso». Pero no podía hacerlo.
– En casa de St. James a las siete y media -repitió-. Lo he oído, señor.
Lynley colgó. Barbara también. Intentó profundizar en sus sentimientos, darle un nombre a aquello que, lentamente, penetraba en sus venas. Quería llamarlo vergüenza. Sabía que era liberación.
Fue a decirle a su padre que era necesario aplazar la cita con el médico a otro día.
Kevin Whateley no se dirigió al Royal Plantagenet, la taberna que había al lado de su casa, sino que recorrió el malecón, dejó atrás el triángulo de hierba donde Matthew y él habían aprendido a manejar sus aviones de control remoto, y entró en una taberna más antigua, erigida en una lengua de tierra que se internaba como un dedo torcido en el Támesis.
Había elegido La Paloma Azul a propósito. En el Royal Plantagenet, pese a estar tan próximo a su casa, sólo habría conseguido olvidar durante unos cinco minutos. La Paloma Azul no se lo iba a permitir.
Se sentó a una mesa que dominaba el río. Indiferente a la baja temperatura nocturna, alguien había salido a pescar en una barca, y las luces se movían al compás del movimiento de las aguas. Kevin contempló la escena, dejando que en su memoria apareciera la imagen de Matthew corriendo por el mismo muelle, cayendo, hiriéndose en una rodilla, reincorporándose sin un quejido, ni siquiera cuando la sangre manó de la herida, ni siquiera cuando le dieron los puntos más tarde. Era un crío valiente, siempre lo había sido.