Kevin apartó los ojos del muelle y los fijó en la mesa de caoba. Estaba cubierta de posavasos con anuncios de cervezas, Watney's, Guinness y Smith's. Kevin, con mucho cuidado, los apiló, los volvió a apilar, los desplegó como naipes y los apiló una vez más. Notó que le costaba respirar. Sabía que necesitaba aspirar más aire, pero eso le haría perder los estribos un instante. Y no lo iba a hacer. Porque si perdía el control, ignoraba cómo lo recuperaría. De modo que pasaría sin aire. Esperó.
No sabía si el hombre al que buscaba entraría en la taberna a esta hora tan avanzada de un domingo por la noche, cuando faltaban pocos minutos para cerrar. De hecho, tampoco sabía si el hombre continuaba siendo cliente del local. Años atrás acudía de manera regular, cuando Patsy trabajaba largas horas detrás de la barra, antes de que lograra el empleo en un hotel de South Kensington.
«Por el bien de Matthew -había dicho cuando lo aceptó, a pesar de que la paga era inferior a la de La Paloma Azul-. A ningún chico le gusta decirle a sus amigos que su mamá es una camarera.»
«La verdad es que no», corroboró Kevin.
Decidieron educar a su hijo como debe ser. Tendría más oportunidades que ellos. Recibiría una educación sólida y la posibilidad de hacer algo grande en la vida. Al fin y al cabo, se lo debían, y lo sabían. Era el milagro de sus vidas. Era su hijo adorado. Era el vínculo que les unía. Era la materialización en carne y hueso de todos sus sueños, sueños pisoteados y destruidos sobre aquella mesa-camilla de acero inoxidable que había en la sala de autopsias donde Kevin había identificado el cadáver.
Habían cubierto a Matthew con una especie de tela verde reglamentaria, las absurdas palabras lavandería lewiston estampadas en el frente, como si fueran a introducirlo en una lavadora. Aunque el callado y comprensivo sargento de policía había dejado el rostro al descubierto, el gesto era innecesario. Durante el proceso de traslado del cuerpo de un lugar a otro, el pie izquierdo se había salido de la tela, y Kevin supo al instante que estaba mirando a su hijo.
Resultaba curioso pensar que se podía conocer tan bien el cuerpo de un hijo, que tan sólo mirar un pie podía provocar un sufrimiento tan espantoso. Había bastado. De todos modos, había cumplido con su deber y efectuado una inspección rutinaria del resto del cuerpo.
Kevin reflexionó al ver el rostro de Matthew, despojado de su color por la mano imparcial de la muerte. Le habían dicho una vez que el rostro de la gente refleja la forma en que ha muerto. Ahora sabía que no era cierto. El cuerpo de Matthew llevaba las huellas de la brutalidad y la violencia, pero el rostro era sereno. Podría haber estado dormido.
Kevin se oyó preguntar lo imposible, lo ridículo, lo risible.
– ¿Está seguro de que el chico está muerto?
El sargento bajó la tela para cubrir el rostro de Matthew.
– Por completo. Lo siento.
Lo siento. ¿Qué sabía él de Matthew para sentir su muerte? ¿Qué sabía de la vía de tren que habían empalmado juntos en el sótano, o de los edificios que habían construido para erigir los tres pueblos que atravesaban los trenes? ¿Cómo iba a saber que Matthew había insistido en que cada edificio se ajustara a la escala precisa, y que no fueran construidos de plástico, sino de materiales auténticos? ¿Qué sabía él de los años que habían tardado en terminarlo, o de las horas de placer que les había proporcionado su obra? No lo sabía. No podía saberlo. Sólo podía mascullar palabras de compasión que olvidaría en cuanto Matthew fuera enterrado.
Aquel cuerpo diminuto sobre la mesa-camilla de acero inoxidable. Esperando el bisturí que desgarraría cada músculo y tejido, que extraería órganos para ser examinados, que buscaría, exploraría e investigaría sin descanso hasta descubrir la causa de la muerte. ¿Y qué más daba? Dar un nombre a su muerte no le devolvería la vida. Matthew Whateley. Trece años. Fallecido.
Kevin sintió que un sollozo se estrangulaba en su pecho. Lo combatió. Como desde una gran distancia, oyó que sonaba la hora de cerrar la taberna, y salió a la noche como un sonámbulo.
Se dirigió hacia su casa. Frente a él, junto a la pared del malecón, distinguió un cubo de basura verde, y se acercó a él con movimientos torpes. Los domingueros lo habían llenado de envases y botellas, latas vacías y periódicos, una cometa rota.
«¡Déjame, papá, déjame! ¡Déjame hacerla volar! ¡Déjame!»
– ¡Matt!
La palabra desgarró el cuerpo de Kevin, como si parte de su espíritu se debatiera por liberarse. Se inclinó y sintió el borde del cubo bajo sus manos.
«¡Déjame hacerla volar! ¡Sé hacerlo! ¡Papá, sé hacerlo, sé hacerlo!»
Los dedos de Kevin se aferraron y arañaron el cubo. Lo alzó, lo tiró sobre el pavimento, se arrojó sobre él, lo golpeó con los puños, lo pateó, lanzó su cabeza sobre las partes metálicas.
Notó que sus nudillos se cuarteaban. Sus pies se enredaban en los desperdicios malolientes. La sangre que manaba de su frente enturbió sus ojos.
Pero no lloró.
Capítulo 5
Deborah St. James logró conciliar el sueño poco después de las tres y cuarto. Se despertó minutos antes de las seis y media, y notó que el cuerpo le dolía a causa de la rígida tensión a que lo había sometido para mantenerse alejada de su marido durante la noche.
El sol de la mañana creaba un resplandor crepuscular en la habitación. Se posaba sobre los muebles, transformando el metal y el esmalte de los tiradores en oro rojizo. Bañaba las fotografías, formando alrededor de cada una un aura visible de luz. Expulsaba las sombras y definía formas que la noche desdibujaba.
Esa misma luz arrojaba un tenue rayo diagonal sobre la forma de Simon, iluminando la mano derecha que yacía, inmóvil, entre ambos. Mientras Deborah la miraba, los dedos se cerraron sobre la palma y después se extendieron. Estaba despierto.
Tan sólo seis semanas atrás, ella se habría deslizado en sus brazos al advertir ese movimiento. Habría sentido las manos de Simon recorrer todo su cuerpo, y la boca del hombre que la amaba habría saboreado la aurora en su piel. Le habría oído murmurar amor mío, mientras se inclinaba sobre él y dejaba que su pelo se derramara como una madeja sobre el pecho de Simon. Habría visto su sonrisa cuando él tocaba su abdomen y susurraba un buenos días al ser que crecía en su interior. Y cuando hicieran el amor en aquella hora temprana, no sería tanto fruto de la pasión como de la afirmación y la alegría.
Su cuerpo le anhelaba, sus nervios a flor de piel ansiaban ser calmados por las caricias del hombre. Se volvió para mirarle, y descubrió que él lo estaba haciendo. Ignoraba desde cuándo, pero mientras sus ojos se encontraban, Deborah comprendió hasta qué punto su pasado estaba destruyendo cualquier posible futuro con su marido.
No había pensado así en aquel tiempo. Dieciocho años de edad, embarazada, una estudiante sola en un país extranjero. Tener un niño en aquellas circunstancias habría sido algo más que un inconveniente irritante al que uno se acaba adaptando. Habría sido una imposibilidad, un completo desastre. Aún más, habría dado al traste con su vida profesional antes de que empezara. En aquel tiempo, su profesión era algo fundamental para ella. Deborah y su padre habían ahorrado durante muchos años para que la joven se matriculara en un colegio de Estados Unidos y obtuviera, al cabo de tres años, el máster en fotografía que tanto codiciaba. Tirarlo todo por la borda para tener un niño era inconcebible. Ni siquiera había contemplado la posibilidad. Tampoco había pensado que un aborto rebotaría contra las paredes del resto de su vida.