No la abandonaba ni un día. El recuerdo de las implacables luces, la punzada de la aguja, la explicación del raspado y succión que seguirían a continuación, la hemorragia residual, el intento de olvidar. Lo había logrado, con notable éxito, durante años. Pero ahora, los recuerdos la dominaban en cada momento de su existencia, pues por más que intentara convencerse de que sus continuos y fallidos embarazos no tenían nada que ver con el aborto de seis años antes, en el fondo continuaba creyendo que existía una relación. Dios a veces aplacaba la mano del castigo, pero era de forma transitoria. A la postre, el pecador siempre expiaba sus culpas.
Aquel nonato habría cumplido cinco años el próximo septiembre. Habría correteado por la casa, provocando un gran alboroto, como todos los niños pequeños. Habría jugado en el jardín, fastidiado al gato, tirado de las orejas al perro. Se habría rasguñado la rodilla y pedido que le leyeran un cuento. Podría haber existido. Podría haber sido suyo.
Pero, independientemente de los inconvenientes que habría causado a su carrera, su nacimiento habría significado el fin de su relación con Simon. El mero conocimiento de aquel breve embarazo abrumaría de dolor a su marido. Había aceptado todo lo referente a su pasado, pero no aceptaría eso. No podía hacerlo.
Simon se agitó y se incorporó sobre un codo. Extendió la mano y acarició las cejas y el mentón de Deborah.
– ¿Te sientes mejor? -sus palabras eran tiernas, su contacto una fuente de dolor insoportable.
– Sí, mucho mejor -la mentira, comparada con las demás, carecía de importancia.
– Te he echado mucho de menos, mi amor -los dedos de Simon tocaron su mejilla, sus hombros, su garganta. Rozaron suavemente sus labios antes de que se inclinara para besarla.
Deseaba atraerle hacia ella. Deseaba entreabrir los labios. Deseaba acariciarle y excitarle. Se moría de ganas.
Las lágrimas afluyeron a sus ojos. Volvió la cabeza para que él no las viera, pero no actuó con la suficiente rapidez.
– Deborah -su tono sugería una gran aflicción.
Ella meneó la cabeza, sin pronunciar palabra.
– Oh, Dios mío, es demasiado pronto. Lo siento. Perdóname, Deborah, por favor.
La tocó por última vez antes de apartarse y coger las muletas apoyadas contra la pared, cerca de la cama. Giró sobre sus pies, alcanzó la bata y se la puso con movimientos torpes, dificultados por la lesión.
En diferentes circunstancias, ella le habría ayudado a ponérsela, pero Deborah consideró en este momento que una acción semejante parecería una declaración de devoción que él pensaría falsa. Se quedó donde estaba y contempló su penoso progreso hacia el cuarto de baño. La fuerza con que aferraba las muletas hizo palidecer sus nudillos. Su cara reflejaba una desolación infinita.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Deborah empezó a llorar, y las lágrimas le proporcionaron la única lluvia que había bañado sus raíces durante los pasados seis meses.
Sus días de convivencia siempre habían poseído una uniformidad que Deborah atesoraba en el fondo de su corazón. Cuando ella no estaba ausente, realizando un encargo fotográfico, se encerraba en el cuarto oscuro, preparando la carpeta de presentación. El extenso laboratorio forense de Simon, contiguo al reducido cubículo de Deborah, ocupaba casi toda la planta superior de la casa. Cuando no estaba en los tribunales, pronunciando una conferencia, o entrevistándose con abogados y sus clientes, se hallaba en el laboratorio, como ahora, al igual que ella se encontraba en el cuarto oscuro con la puerta entreabierta, intentando centrar su interés en el trabajo que la nueva colección de fotos suponía. La única diferencia con cualquier otra jornada laboral residía en la distancia que ella había impuesto entre ellos, y en todo cuanto debía decirse y se había postergado.
Reinaba tal silencio en la casa que el timbre de la puerta sonó como una vajilla de cristal al romperse.
– ¿Quién demonios…? -murmuró Deborah. Después, oyó la voz afable y conocida, seguida por rápidos pasos en la escalera.
– Cuando anoche vi el nombre de Deborah en la pantalla del ordenador no me lo pude creer -decía Lynley al padre de Deborah-. Menudo regreso al hogar.
– La chica se disgustó un poco -fue la cortés respuesta de Cotter.
Al oírla, Deborah agradeció por una vez que su padre adoptara el papel de criado siempre que alguien venía a casa. «La chica se disgustó un poco» era información suficiente para contestar a un comentario casual de Lynley. Incidía en la realidad y servía de réplica al mismo tiempo.
Cotter entró en el laboratorio, imbuido todavía de su papel de criado.
– Lord Asherton ha venido a verle, señor St. James.
– A ver a Deborah, en concreto, si está disponible -añadió Lynley.
– Lo está -aseguró Cotter.
Deborah se arrepintió de no haber encendido la luz exterior del cuarto oscuro para indicar que no la molestaran. Ver a alguien para entablar una conversación amistosa se le antojaba insufrible en este momento. Ver a Lynley y exponerse, siquiera por un instante, a su intuición para percibir estados de ánimo, era mucho peor. Pero no podía escapar. Su padre había cabeceado en su dirección antes de dejarles, y Lynley ya se había internado lo suficiente en el laboratorio para ver que la puerta del cuarto oscuro estaba abierta. Observó que Simon se encontraba examinando una serie de huellas dactilares en un rincón del laboratorio.
– Has madrugado mucho -dijo, a modo de saludo.
Los ojos de Lynley recorrieron la habitación y se detuvieron en el reloj de pared.
– ¿No ha llegado Havers todavía? -preguntó-. Siempre es puntual.
– ¿Puntual para qué, Tommy?
– Un caso nuevo. Necesito hablar con Deb sobre lo de anoche. Contigo también, si tuviste la oportunidad de ver el cadáver.
Deborah comprendió que no había forma de soslayarlo. Salió del cuarto oscuro. Sabía que tenía un aspecto terrible, con el pelo tirado hacia atrás de cualquier manera, la tez mortecina y los ojos carentes de vida, pero no estaba preparada para la rapidez con que Lynley efectuó su escrutinio, mirando alternativamente a Simon y a ella. Antes de que pudiera hablar, Deborah se lo impidió, acercándose para saludarle de la forma habitual, con un beso en la mejilla.
– Hola, Tommy -sonrió-. Mira qué aspecto más horroroso tengo. Encuentro un cadáver y me vengo abajo. Me parece que no sobreviviría ni un día en tu trabajo.
Él aceptó la mentira, aunque sus ojos la advirtieron de que no la creía. Al fin y al cabo, sabía que había estado en el hospital menos de dos semanas antes de iniciar su viaje.
– Me han pedido que me haga cargo de la investigación -explicó-. Cuéntame con todo detalle cómo descubriste el cadáver.
Los tres se sentaron a una de las mesas, subidos en altos taburetes y apoyando los brazos entre los microscopios, frascos y portaobjetos. Deborah repitió, casi palabra por palabra, lo que había relatado la noche anterior a la policía de Slough: estaba tomando fotos, entró en la iglesia, vio a las ardillas que se peleaban y encontró al niño.
– ¿Advertiste algo extraño en el cementerio? -preguntó Lynley-. ¿Algo raro, aunque no pareciera guardar relación con el crimen?
El ave. Por supuesto, el ave. Parecía una tontería contárselo, y tampoco deseaba resucitar los sentimientos que la habían invadido ayer.
Lynley leyó en su rostro que había dado en el clavo.
– Dímelo.
Deborah miró a su marido, que la observaba con semblante grave.
– Es ridículo, Tommy -intentó conferir frivolidad a sus palabras, pero sólo lo logró a medias-. Sólo un ave muerta.
– ¿Qué clase de ave?
– No lo sé. La cabeza… Bien, no tenía cabeza. Y le habían cortado las garras. Había restos de plumas por todas partes. Sentí pena por el pobre animal. Tendría que haberlo enterrado -experimentó de nuevo la emoción del día anterior, odiándose por permitir que aflorara-. Vi sus costillas. Estaban rotas, cubiertas de sangre y… No era como si un animal más grande hubiera buscado comida. Parecía puro deporte. Deporte, ¿te lo imaginas? Y… Oh, esto es tan ridículo. Es posible que no tenga nada que ver. Algún gato haciendo de las suyas. Estaba pasada la puerta del segundo cementerio, así que cuando entré… -titubeó, sorprendida por algo que no había recordado hasta este momento.