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– ¿Viste algo más?

Deborah asintió con la cabeza.

– Supongo que la policía de Slough ya te lo habrá dicho, pues no creo que lo pasaran por alto, pero hay una luz de seguridad justo en el interior de la puerta del segundo cementerio. Estaba rota. Debía de ser reciente, porque había cristales esparcidos por todas partes, apartados a un lado.

– Eso explicaría cómo el asesino introdujo el cadáver en el cementerio -observó Lynley.

– Llegó en coche al aparcamiento, eliminó las luces de seguridad, llevó el cuerpo hacia el muro y lo tiró bajo los árboles -añadió St. James.

– ¿Y para qué tantas complicaciones y elegir ese preciso lugar? -preguntó Deborah-. Si era una cuestión de elección.

– ¿Qué otra cosa podía ser? La iglesia está aislada del resto del mundo. Se llega por un camino que sale de una carretera vecinal. No se puede llegar por azar.

– Si el chico era de los alrededores, el asesino también pudo ser un hombre de los alrededores -sugirió St. James-. Conocería la iglesia.

Lynley negó con la cabeza.

– El chico era de Hammersmith. Vivía en un colegio de West Sussex, Bredgar Chambers.

– ¿Se dio a la fuga?

– Tal vez. Sea como sea, parece que movieron el cuerpo después de morir.

– Sí, ya me di cuenta.

– ¿Y lo demás? -preguntó Lynley-. ¿Examinaste el cadáver a fondo, St. James?

– Sólo de manera superficial, a lo sumo.

– Pero ¿viste…? -Lynley vaciló y miró a Deborah-. Anoche hablé por teléfono con Canerone.

– Imagino que te contó lo de las quemaduras. Sí, yo también las vi.

Lynley frunció el ceño. Hizo girar un tubo de ensayo vacío, inquieto.

– En Slough tienen trabajo atrasado, y Canerone supone que los resultados de la autopsia no se sabrán hasta dentro de uno o dos días, pero el examen preliminar sacó a relucir la extensión de las quemaduras.

– Hechas con cigarrillos, diría yo. Eso me parecieron.

– En la cara interna de los brazos, la parte superior de los muslos, los testículos y el interior de la nariz.

– Santo Dios -murmuró Deborah. Se sintió débil, a punto de desmayarse.

– Tenemos entre manos un componente de perversión sexual, St. James, aún más evidente si consideramos el atractivo físico de Matthew Whateley -apartó toda la fila de tubos de ensayo y se puso en pie-. Nunca entenderé la muerte de un niño, ya lo sabéis. Con tantos millones de personas desesperadas por tener uno, siempre parece que… -se interrumpió con brusquedad, palideciendo-. Vaya, lo siento. Qué tontería…

Deborah le calló con sus propias palabras, pronunciadas sin pensar, sin exigir una respuesta.

– ¿Por dónde empezarás un caso de estas características, Tommy?

Lynley pareció aliviado por su intervención.

– Por Bredgar Chambers, en cuanto Havers aparezca.

Como en respuesta, el timbre de la puerta sonó por segunda vez aquella mañana.

Enclavado en una extensión de cien hectáreas, arrebatadas en parte al bosque de St. Leonard, Bredgar Chambers parecía ser el entorno ideal para un buen estudiante. No existía la menor distracción externa. Cissbury, el pueblo más próximo, se hallaba a un kilómetro de distancia, y consistía simplemente en un puñado de casas, una oficina de correos y una taberna. Había que recorrer ocho kilómetros para encontrar una carretera importante, y el tráfico de los senderos vecinales cercano era casi inexistente. Aunque había varias casas aisladas en la vecindad, la mayoría de sus habitantes eran jubilados, a los que traía sin cuidado la vida del colegio. Estaba rodeado por amplios campos, colinas onduladas, varias granjas y extensos bosques. Dejando aparte el estímulo combinado del aire siempre puro y el sempiterno cielo azul, no había nada más. Por ello, el colegio estaba en condiciones de prometer a los confiados padres que sus hijos vivirían una existencia monástica, mediante la cual se les inculcaría educación, buenos modales, moralidad y sentimientos religiosos.

Pese a ello, Bredgar Chambers no era un lugar ascético. Un exceso de belleza lo impedía. Se accedía al colegio por medio de un largo y sinuoso sendero, que dejaba atrás la pulcra casa del portero y se curvaba bajo hayas y fresnos centenarios, cubiertos de espesas manchas verdes que presagiaban la llegada de la primavera. Extensiones de césped muy bien cuidado, interrumpidas por bosquecillos de abetos, pinos y piceas, bordeaban el sendero, alargándose hasta los muros de pedernal que limitaban oficialmente el territorio del colegio. Los edificios no eran los típicos de una comarca en la que se empleaba el pedernal desmenuzado en la construcción. Estaban hechos de piedra de Ham color de miel, que recibía su nombre del pueblo de Somerset en donde se extraía, y el tejado era de pizarra. Carecían de hiedra y, a la luz del sol, sus paredes de sillería parecían rezumar un calor palpable.

Lynley intuyó la desaprobación de la sargento Havers en cuanto dejaron atrás la casa del conserje. Barbara no tardó mucho rato en verbalizarla.

– Encantador -comentó, aplastando su cigarrillo. Fumaba como una posesa desde que habían salido de la ciudad. El interior del Bentley olía como si se hubiera producido una explosión-. Siempre quise ver adónde enviaban los ricos papanatas a sus retoños para que aprendieran a decir pater. Pijos de mierda.

– Imagino que debe ser un poco más espartano por dentro, Havers -replicó él-. Todos estos sitios son iguales.

– Oh, sí, claro.

Lynley aparcó frente al edificio principal del colegio. La puerta estaba abierta y enmarcaba el exquisito panorama de un patio cuadrangular cubierto de hierba. Debía ser el de mayor importancia, a juzgar por la estatua erigida en el centro. A pesar de la distancia, Lynley reconoció el perfil majestuoso de Enrique Tudor, conde de Richmond, más tarde Enrique VII y fundador putativo de Bredgar Chambers.

Aunque eran cerca de las nueve, no se veía a nadie, algo extraño teniendo en cuenta que el colegio albergaba a seiscientos estudiantes. Al salir del coche, no obstante, escucharon las notas de un órgano, seguidas por la obertura de A Mighty Fortress Is Our God, interpretada por un coro muy competente.

– La capilla -explicó Lynley.

– Ni siquiera es domingo -murmuró Havers.

– Estoy seguro de que exponernos a la oración no corromperá nuestra secular sensibilidad, sargento. Acompáñeme, y trate de adoptar un aspecto devoto, por favor.

– Muy bien, inspector. Me sale de coña.

Siguieron el sonido del órgano y los cánticos a través de la puerta principal del colegio, desembocando en un vestíbulo empedrado con adoquines del cual surgía la capilla. Abarcaba la mitad de la parte oriental del patio. Entraron en silencio. Los cánticos prosiguieron.

Lynley observó que era la típica capilla de los colegios privados diseminados por el país, con bancos encarados al pasillo central, imitando el estilo del King's College de Cambridge. Havers y él se quedaron en el extremo sur del edificio, entre dos capillas más pequeñas destinadas a otros usos.

A su izquierda estaba la capilla de los Caídos, chapada en madera de nogal. Sobre los paneles se había grabado el sombrío recuento de lo que Bredgar Chambers había perdido por causa de dos brutales guerras mundiales, y encima de los nombres de los muchachos caídos en combate destacaba el epígrafe Per mortes eorum vivimus. Lynley leyó las palabras, desechando el piadoso consuelo que, en teoría, se desprendía de tan simplista aceptación. ¿Cómo podía alguien quitar importancia a la muerte deduciendo que, si otros se beneficiaban de ella, por violenta y odiosa que hubiera sido, perpetuaba un bien intrínseco? Nunca había sido capaz de hacerlo, ni tampoco aceptaba el amor de su país hacia la nobleza de tales sacrificios. Dio media vuelta y se alejó.