Выбрать главу

Sin embargo, la segunda capilla abundaba en el mismo tema. La parte derecha de la pequeña cámara estaba igualmente dedicada al fallecimiento de estudiantes, pero Lynley advirtió que no era la guerra la causante de sus muertes prematuras, pues las placas conmemorativas indicaban la duración de sus cortas vidas, y todos eran demasiado jóvenes para ser soldados.

Entró. La luz de las velas oscilaba sobre un altar cubierto de lino, rodeando a un ángel de piedra que lo presidía. Al ver su rostro delicado, se sintió conmovido al instante por una poderosa imagen, que no se le aparecía desde hacía años. En ella, volvía a ser aquel muchacho de dieciséis años que se arrodillaba en la diminuta capilla católica de Eton, encajada a la izquierda del altar principal. Había rezado allí por su padre, consolado por la presencia de cuatro altísimos arcángeles dorados que protegían cada esquina de la capilla. Aunque no era católico, aquellos fieros ángeles, las velas y el altar le hacían sentirse, de alguna manera, cercano a un Dios que iba a escucharle. Así que rezaba en ella día tras día, y sus plegarias fueron atendidas. Y de qué forma. El recuerdo era como una herida. Buscó una distracción y la encontró en el mayor memorial del recinto. Procedió a examinarlo con innecesaria minuciosidad.

«Edward Hsu. Bien amado estudiante. 1957-1975.» Al contrario que los demás monumentos conmemorativos dedicados a muchachos (y a dos muchachas) y carentes por completo de detalles, éste incluía la foto del chico muerto, un hermoso chino. Las palabras «bien amado estudiante» fascinaron a Lynley, pues daban a entender que algún profesor del muchacho era el responsable de un tributo tan afectuoso. Lynley pensó de inmediato en John Corntel, pero desechó la idea. Corntel no daría clases aquí en 1975.

– Usted debe de ser de Scotland Yard.

Lynley se giró en redondo al oír las palabras casi susurradas. Un hombre ataviado con una toga negra se erguía en la puerta de la capilla pequeña.

– Alan Lockwood -dijo el desconocido-. Soy el rector de Bredgar. -se adelantó y extendió su mano.

Lynley siempre se fijaba en los apretones de manos. El de Lockwood fue firme. Sus ojos se desviaron hacia la sargento Havers, pero si le sorprendió que el compañero de Lynley fuera una mujer, procuró no demostrarlo. Lynley se encargó de las presentaciones.

Vio que Havers se había dejado caer en un pequeño banco situado al final de la capilla, aguardando instrucciones. Sin molestarse en disimular lo que estaba haciendo, sometió a un detenido examen al rector de Bredgar Chambers.

El propio Lynley advirtió los detalles que su sargento memorizaría y comentaría más tarde. Lockwood aparentaba unos cuarenta y pico años. A pesar de que su estatura era normal, su cuerpo adoptaba una posición que tenía como objetivo erguirse sobre los demás. Su complicada indumentaria servía para subrayar la sensación de dominación que deseaba proyectar, pues su toga académica estaba ribeteada de rojo púrpura, y llevaba bajo el brazo una muceta. El traje de corte impecable, la camisa de un blanco inmaculado, el perfecto nudo de la corbata, todo en él evocaba a un hombre que daba órdenes sin esperar la menor objeción. Sin embargo, el efecto resultante, incluyendo el apretón de manos, parecía ensayado, como si Lockwood hubiera investigado en el tema de «cómo llegar a ser un buen rector», amoldándose a una imagen que no concordaba con su carácter.

Havers, en la parte posterior de la capilla, rebuscó en el bolsillo lateral de su chaqueta verde de lana, sacó el cuaderno de notas y lo abrió. Sonrió con absoluta hipocresía.

Lockwood se volvió hacia Lynley.

– Un mal asunto -dijo con solemnidad-. Me alivia sobremanera que Scotland Yard haya intervenido. Querrá hablar, sin duda, con los profesores del chico, con John Corntel de nuevo, con Cowfrey Pitt, nuestro entrenador de hockey de tercer año, tal vez con Judith Laughland, la responsable de la enfermería. Y con los niños. También con Harry Morant. Es el chico con el que Matthew iba a pasar el fin de semana, en teoría. Yo diría que Morant conocía a Matthew mejor que nadie. Estaban muy unidos, tengo entendido.

– Me gustaría empezar por el dormitorio de Matthew -dijo Lynley.

Lockwood se ajustó el cuello de la camisa, subiéndolo un poco más sobre el cuello, que aún conservaba marcas del afeitado.

– Su habitación. Sí. Muy lógico.

– ¿Alan? -murmuró una mujer, insegura, desde el exterior de la capilla-. El oficio va a terminar. ¿Quieres…?

Lockwood se excusó y desapareció en dirección a la capilla principal. Escucharon su voz al cabo de un momento, extrañamente distorsionada sin micrófono, indicando a los estudiantes que volvieran a las aulas. Se produjo un arrastrar de pies general, aunque en silencio, cuando los estudiantes salieron para dar inicio a su nueva jornada escolar.

Lockwood regresó, acompañado por una mujer vestida de forma práctica y sencilla, con falda, camisa y chaqueta. Era achaparrada, de aspecto limpio, facciones bonitas y cabello cano peinado con elegancia.

– Kathleen, mi esposa -Lockwood le quitó un hilo del hombro y, antes de que ella pudiera responder a la presentación, continuó hablando, tras una veloz consulta a su reloj para apoyar sus palabras-. Tengo una cita con un padre justo dentro de un cuarto de hora. Kathleen les presentará a Chas Quilter. Es el prefecto superior de este año. Hijo de sir Francis Quilter. Habrá oído hablar de él, sin duda.

– No, lo siento.

Kathleen Lockwood sonrió. Su sonrisa era encantadora, pero sugería cansancio y robaba energía a su rostro.

– El doctor Quilter -explicó-. Es un especialista de cirugía estética. Ejerce en Londres.

– Ah. Con domicilio en la calle Harley, sin duda, y los mejores secretos de dos o más docenas de mujeres de la alta sociedad bajo su escalpelo.

– Sí -dijo Alan Lockwood, sin corroborar nada en particular-. Ya he hablado con Chas. Estará a su disposición todo el tiempo que haga falta. Kathleen les acompañará. Chas acaba de entrar en la sacristía con el resto del coro. Cuando les haya enseñado el colegio, tal vez usted y yo, y la sargento, por supuesto, podamos charlar un poco. Más tarde.

Lynley no creyó necesario restar autoridad al rector en esta coyuntura. Si para el hombre era importante aparentar que controlaba la investigación, le permitiría de muy buena gana abrigar tal ilusión.

– Desde luego -contestó-. Su ayuda es inapreciable.

– Haremos todo cuanto esté en nuestras manos -Lockwood dedicó a su mujer una momentánea atención-. Encárgate de los hors d'oeuvres de esta tarde, Kate. Procura que sean mejor que los de la última vez, por favor.

Tras estas palabras, Lockwood alzó una mano, aunque habría sido difícil adivinar si en gesto de bendición o de despedida, y se marchó.

– Apenas tuve oportunidad de hablar ayer con los padres de ese pobre chico -murmuró Kathleen Lockwood, cuando su marido se alejó-. Estuvieron aquí por la tarde, cuando aún pensábamos que Matthew se había fugado. Después, se fueron. Cuando nos enteramos de que habían encontrado el cadáver del muchacho… -se acarició la línea de la barbilla con los nudillos y clavó la vista en el suelo-. Vamos a ver a Chas. Síganme, por favor. Hemos de atravesar la capilla.

Les guió hacia el pasillo central, desde el cual se apreciaba en toda su magnitud la belleza etérea de la capilla. Como el pasillo corría de norte a sur, los ventanales daban al este, y el sol de la mañana brillaba sobre los vitrales medievales, arrojando charcos de color sobre los bancos y el suelo de piedra desgastada. Paneles de madera, de aspecto ahumado, cubrían las paredes hasta la altura de las ventanas y, en lo alto, la bóveda de abanico desplegaba una serie de relieves muy detallados. Las velas encendidas para el oficio se habían apagado hacía poco, y su intenso aroma flotaba en el aire, mezclado con el perfume de las flores que flanqueaban el pasillo a intervalos.