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– Estará ocupado deshaciendo las maletas. Ha de preparar los deberes, explicar lo divertido que ha sido el fin de semana, y almorzar después con los demás chicos. De modo que se ha olvidado de llamar a su mami, pero lo hará a la una. Ya lo verás. No te preocupes, cariño.

Kevin sabía que pedirle a su mujer que no se preocupara por su hijo era tan eficaz como pedirle al Támesis que dejara de fluir cada día, considerando que el cauce pasaba a pocos pasos de su puerta. Llevaba doce años y medio brindándole variaciones sobre el mismo tema, pero no servía de nada. Patsy se preocupaba por todos los detalles relativos a la vida de Matthew. Por la armonía de sus prendas de vestir, por quién le cortaba el pelo y cuidaba de su dentadura, por el brillo de sus zapatos y la longitud de sus pantalones, por los amigos que escogía y las aficiones que practicaba. Releía todas las cartas que escribía desde el colegio hasta aprendérselas de memoria, y si no la llamaba una vez a la semana se ponía tan nerviosa que nada podía calmarla, excepto el propio Matthew. Siempre solía hacerlo, por lo que la ausencia de llamadas telefónicas después de su fin de semana en las Costwolds era aún más incomprensible, pero Kevin no estaba dispuesto a admitirlo delante de su esposa.

«Adolescentes -pensó-. No se puede evitar, Pats. El chico se está haciendo mayor.»

La respuesta de Patsy sorprendió a su marido, que no se consideraba tan transparente.

– Sé lo que piensas, Kev. Se está haciendo mayor. No quiere que su mamá le dé la paliza todo el tiempo. Es verdad, y lo sé.

– ¿Y bien? -la animó.

– Esperaré un poco más antes de llamar al colegio.

Kevin sabía que no podía pedirle más.

– Ésa es mi chica -replicó, y volvió a su escultura.

Durante la hora siguiente se permitió el lujo de sumirse por completo en las delicias de su arte, perdiendo el sentido del tiempo. Como de costumbre, lo que le rodeaba quedaba reducido a la insignificancia, y la existencia se limitaba a la sensación directa del mármol cobrando vida bajo sus manos.

Su mujer tuvo que llamarlo dos veces antes de arrancarle del mundo crepuscular en que habitaba siempre que su musa le atraía a él. Había vuelto a la puerta, pero vio que esta vez, en lugar del paño de cocina, llevaba un bolso de vinilo negro. Se había puesto sus zapatos negros nuevos y su mejor chaqueta de lana azul marino. En el ojal se había prendido descuidadamente un reluciente broche de bisutería. Una esbelta leona con una pata alzada, a punto de atacar. Sus ojos eran como dos diminutas manchas verdes.

– Está en la enfermería -pronunció la última palabra con tono de pánico incipiente.

Kevin parpadeó, deslumbrado por la danza de luz emanada de la leona.

– ¿La enfermería? -repitió.

– ¡Nuestro Matt está en la enfermería, Kev! Ha pasado allí todo el fin de semana. Acabo de llamar al colegio. Ni siquiera fue a casa de los Morant. ¡Está enfermo! El hijo de los Morant no sabía nada. ¡No le ha visto desde la comida del viernes!

– ¿Qué estás tramando, muchacha? -preguntó Kevin con astucia. Conocía muy bien la respuesta, pero necesitaba un momento para pensar en la mejor manera de detenerla.

– ¡Mattie está enfermo! ¡Nuestro hijo! Dios sabe lo que habrá ocurrido. Bien, ¿vas a venir conmigo al colegio o piensas quedarte todo el día aquí, con las manos metidas en la descarada entrepierna de esa mujer?

Kevin se apresuró a apartar las manos de la ofensiva parte anatómica de la escultura. Se las limpió en los costados de sus téjanos de trabajo, añadiendo pasta blanca abrasiva al polvo y la tierra que ya jalonaban las costuras.

– Calma, Pats -dijo-. Piensa un momento.

– ¿Pensar? ¡Mattie está enfermo! Querrá estar con su madre.

– ¿Tú crees, cariño?

Patsy meditó sobre esta idea, apretando los labios como si intentara contener las palabras. Sus dedos anchos y chatos torturaban la hebilla del bolso, abriéndola y cerrándola sin cesar. A juzgar por lo que Kevin veía, el bolso estaba vacío. Con las prisas, Patsy se había olvidado de meter algo, calderilla, un peine, una polvera, cualquier cosa.

Kevin sacó un trozo de paño del bolsillo y procedió a frotar la escultura.

– Piensa, Pats. Ningún chico quiere que mamá vaya volando al colegio porque tiene un poco de gripe. Es muy posible que le moleste, ¿no? Ruborizado hasta las orejas porque mamá ha hecho acto de presencia, como si necesitara que le cambiaran los pañales y sólo ella pudiera hacerlo.

– ¿Estás diciendo que lo deje correr? -Patsy agitó el bolso en su dirección, para subrayar sus palabras-. ¿Como si me trajera sin cuidado el bienestar de mi hijo?

– No digo que lo dejes correr.

– Pues ¿qué?

Kevin convirtió el paño en un pequeño y pulcro cuadrado.

– Reflexionemos. ¿Qué te ha dicho la responsable de la enfermería cuando has llamado?

Patsy bajó los ojos. Kevin sabía lo que la reacción implicaba y rió por lo bajo.

– Hay una enfermera de guardia en el colegio y no la has llamado, ¿verdad, Patsy? ¡Mattie ha tropezado con una piedra y su mamá sale corriendo hacia West Sussex sin molestarse en llamar primero para averiguar lo sucedido! ¿Qué va a ser de la gente como tú, muchacha?

El rubor ascendió por el cuello de Patsy hasta sus mejillas.

– Llamaré ahora -consiguió articular con dignidad, dirigiéndose hacia el teléfono de la cocina.

Kevin la oyó marcar el número. Un momento después escuchó su voz. Al instante siguiente la oyó colgar el auricular. Gritó una sola vez, un sollozo aterrorizado que Kevin reconoció como su nombre. Arrojó el paño al suelo y entró corriendo en la casa.

Al principio pensó que su mujer sufría un ataque. Tenía el rostro gris y sus labios sugerían que contenía un aullido de dolor con gran esfuerzo de voluntad. Cuando se volvió al oír los pasos de su marido, éste vio que una mirada extraviada alumbraba sus ojos.

– No está allí. Mattie ha desaparecido. No estaba en la enfermería. ¡Ni siquiera está en el colegio!

Kevin luchó por comprender el horror que aquellas pocas palabras implicaban, pero sólo pudo repetirlas.

– ¿Mattie, desaparecido?

Su mujer parecía petrificada.

– Desde el viernes a mediodía.

De repente, aquel inmenso lapso que se extendía entre el viernes y el domingo se transformó en terreno abonado para el tipo de imágenes indecibles a las que todo padre se enfrenta cuando descubre la desaparición de su amado hijo. Rapto, abusos deshonestos, sectas religiosas, trata de blancas, sadismo, asesinato. Patsy se estremeció y experimentó náuseas. Una leve película de sudor cubría su piel.

Al darse cuenta, y temiendo que se desmayara, sufriera un infarto y cayera muerta en el acto, Kevin la aferró, por los hombros para proporcionarle el único consuelo posible.

– Iremos al colegio, cariño. Encontraremos a nuestro chico, te lo prometo. Iremos ahora mismo.

– ¡Mattie!

El nombre se elevó como una plegaria.

Kevin se dijo que las plegarias no eran necesarias en ese momento, que Mattie había hecho novillos, que su ausencia del colegio tenía una explicación razonable, de la que se reirían los tres juntos dentro de nada. No obstante, mientras pensaba esto, un temblor malsano agitó el cuerpo de Patsy. De nuevo pronunció con tono suplicante el nombre de su hijo. Contra todo motivo, Kevin se descubrió confiando en que algún dios estuviera escuchando a su mujer.

La sargento detective Barbara Havers hojeó su contribución al informe conjunto por última vez y decidió que estaba satisfecha con el resultado del trabajo efectuado durante el fin de semana. Grapó las quince tediosas páginas, empujó la silla hacia atrás y fue en busca de su inmediato superior, el inspector Thomas Lynley.

Estaba donde le había dejado poco después de mediodía, solo en su despacho, la cabeza rubia apoyada en una mano y concentrado en su parte del informe, esparcido sobre el escritorio. El sol de aquel domingo por la tarde arrojaba largas sombras sobre las paredes y el suelo, y resultaba casi imposible descifrar el texto mecanografiado sin ayuda de luz artificial. Como las gafas para leer de Lynley se habían deslizado hacia el extremo de su nariz, Barbara entró sin hacer ruido, convencida de que el inspector se había dormido.