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Kathleen Lockwood caminó hacia el altar. Detrás de él, un retablo de mármol tallado formaba un tríptico en bajorrelieve, cuyos tres paneles plasmaban a Abraham detenido en el acto de asesinar a Isaac, a Adán y Eva expulsados del Edén por un arcángel inflexible y, en el centro, a María llorando a los pies del Cristo crucificado. Más flores engalanaban el altar, junto con seis velas y un crucifijo. El conjunto parecía excesivo; tanta exhibición de fervor religioso resultaba de mal gusto.

– Yo misma me ocupo de las floreas -comentó Kathleen-. Tenemos un invernadero, de modo que el altar está todo el año adornado con flores.

Parecía un dudoso privilegio.

El presbiterio daba directamente a la sacristía. En este momento se hallaba invadida por los integrantes del coro, unos cuarenta muchachos que estaban procediendo a quitarse las sotanas y sobrepellices, colgándolos de los numerosos ganchos de la pared.

Ningún estudiante pareció sorprendido cuando la señora Lockwood entró acompañada de Lynley y Havers en la estancia. Las conversaciones prosiguieron, jalonadas por los gritos de alegría que suelen lanzar los jóvenes cuando están particularmente satisfechos consigo mismos. La actividad parecía conducirse con la normalidad acostumbrada. La única indicación de interés o preocupación por la presencia de los desconocidos fue una voz, surgida de un sitio indeterminado, que pronunció un nombre en tono admonitorio.

– Chas.

A continuación, las conversaciones se extinguieron poco a poco. Los estudiantes intercambiaron furtivas miradas entre sí. Lynley advirtió que sus edades abarcaban todo el abanico del colegio, desde los más jóvenes de tercer curso, de doce y trece años, hasta los mayores de sexto superior, alrededor de los dieciocho años. No había chicas. Tampoco se hallaba presente ningún profesor.

– Chas Quilter -dijo Kathleen, insegura.

– Estoy aquí, señora Lockwood.

Un muchacho, por cuyo rostro valdría la pena morir, se adelantó.

Capítulo 6

La primera reacción de Lynley ante el aspecto físico del muchacho fue pensar que se merecía un nombre más fastuoso que Chas. Rafael o Gabriel le vinieron a la mente de inmediato. Forzando las cosas, Miguel Ángel le sentaría a la perfección, porque Chas Quilter parecía un ángel de dieciocho años.

Casi todo en él sugería una perfección celestial. Tenía el cabello rubio y, aunque corto, recubría su cabeza con los bucles que suelen verse en los querubines que pueblan las pinturas del Renacimiento. Sin embargo, sus facciones no reflejaban la amorfa falta de carácter inherente a aquellas criaturas angélicas plasmadas en los lienzos del siglo XVI. Parecían salidos de una escultura, tal era su pureza y definición: frente ancha, mandíbula firme, nariz bien dibujada, mentón cuadrado y una tez sin mácula, con una nota de color sobre sus mejillas. Medía un metro ochenta de estatura, con el cuerpo de un atleta y la gracia de un bailarín. La única imperfección humana que parecía aquejarle era la necesidad de llevar gafas, que devolvió a su sitio cuando resbalaron por la nariz.

– Ustedes deben de ser de la policía -se estaba poniendo la chaqueta cruzada azul del colegio. En el bolsillo izquierdo superior se destacaba el emblema de Bredgar Chambers, un blasón tripartito, consistente en un pequeño rastrillo, una corona que flotaba sobre una rama de espino, y dos rosas entrelazadas, una roja y otra blanca, todos ellos símbolos estimados por el fundador del colegio-. El rector me ha pedido que le enseñe las instalaciones. Me alegro de poder ayudarles -Chas sonrió y continuó con una franqueza desarmante-. De paso, me libraré de las clases de mañana.

Los demás chicos se pusieron las chaquetas, como si hubieran esperado a ver cómo el prefecto superior se las arreglaba con la policía. Satisfechos en apariencia de la actuación de Chas, se prepararon para marcharse. Cogieron los libros de texto de los bancos alineados frente a las paredes de la sacristía y, al cabo de pocos momentos, salieron por otra puerta que conducía a una habitación contigua. Sus voces resonaron, se abrió una tercera puerta y los sonidos se desvanecieron por completo.

Chas Quilter parecía sentirse muy a gusto entre adultos. No demostró el nerviosismo tan típico de los adolescentes en su comportamiento, no se removió inquieto, no adoptó posturas torpes, no intentó entablar conversación.

– Supongo que primero desean ver el colegio. Será mejor que vayamos por aquí -tras despedirse con un movimiento de cabeza de la señora Lockwood, Chas les guió hacia la puerta por la que habían salido los demás estudiantes.

Se abría a una sala de actos vacía, abandonada a juzgar por su aspecto, que olía a cerrado y al polvo adherido a las desastradas cortinas de terciopelo que colgaban del proscenio de un pequeño escenario. Cruzaron el rayado suelo de parquet y salieron por otra puerta al claustro, la parte más antigua del colegio. Ventanas ojivales sin cristales les proporcionaron una amplia vista del patio cuadrangular, con sus cuatro esquinas cubiertas de césped, sus cuatro senderos empedrados con guijarros que se entrecruzaban, la estatua de Enrique Tudor en el centro y, en la esquina más próxima a la capilla, un campanario coronado por una aguja cubierta de suciedad.

– Ésta es la sección de humanidades -dijo Chas, mientras caminaba. Levantó una mano para saludar a tres chicos y una chica que venían en dirección contraria. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra-. Habéis llegado tarde por quinta vez y os han castigado sin salir durante dos semanas, ¿a que sí?

– Que te den por el culo, Chas -fue la respuesta.

El muchacho sonrió, indiferente, sin prestar atención.

– Los chicos mayores no respetan al prefecto superior -explicó a Lynley, como si no esperase contestación a esta suave autor recriminación. Se limitó a continuar su camino, deteniéndose ante una ventana para explicar la distribución del patio.

Se componía de cuatro edificios. Chas los señaló de uno en uno y definió su función. Toda la estructura este contenía la capilla, a un lado de la entrada principal al colegio, y al otro las oficinas administrativas del tesorero, el conserje y las secretarias, además del estudio del rector y la sala del consejo, compartida por la junta de gobierno y los prefectos del colegio. El edificio sur albergaba la biblioteca, la gran aula que se había utilizado cuando Bredgar Chambers admitió a sus primeros cuarenta y cuatro alumnos, el salón de descanso de los profesores, dónde los docentes comían y recibían el correo, y la cocina. El edificio oeste daba cabida al comedor de los alumnos y a una serie de aulas de humanidades, y el edificio norte, que ahora recorrían, era la sede del departamento de música. Sobre sus cabezas, en la primera planta de todos los cuatro edificios, conectados entre sí por un laberinto de pasillos y portales, se encontraban las aulas destinadas en exclusiva a inglés, ciencias sociales, arte e idiomas.

– Todo lo demás está apartado del patio principal -explicó Chas-. Aulas de teatro y danza, el centro técnico, el edificio de matemáticas, el edificio de ciencias, el pabellón deportivo y la enfermería.

– ¿Y las residencias de los chicos y las chicas?

Chas hizo una mueca y se frotó la sien derecha con la muñeca, como si necesitara disciplinar su cabello.

– Separadas por el patio. Las chicas en la parte sur, los chicos en la norte.

– ¿Qué pasa si ambos sexos se encuentran a escondidas? -preguntó Lynley, interesado en saber cómo las modernas escuelas privadas, en su intento de abrir las puertas a una política de admisiones más liberal, surcaban las aguas traicioneras de la educación mixta.