Los ojos de Chas parpadearon tras sus gafas de montura dorada.
– Supongo que ya lo sabe, señor, o lo adivina. Expulsión. Sin hacer preguntas, por lo general.
– Una sentencia bastante severa -observó Havers.
– Pero difunde el mensaje, ¿no? «El bredgardiano de pura cepa no se libra a conductas sexuales desencaminadas de ningún tipo» -citó Chas con solemnidad-. Página veintitrés del reglamento. La primera página que todo el mundo mira y se salta. Un mero espejismo -sonrió, abrió una puerta y entraron en un pasillo corto, de aspecto más reciente que el resto del edificio-. Iremos por el pabellón de deportes. Es un atajo a la residencia Erebus, donde está el dormitorio de Matthew.
Su entrada en el pabellón deportivo, que parecía muy nuevo, provocó una inoportuna suspensión de la clase de gimnasia que tenía lugar en un trampolín, en el extremo oeste del edificio. El pequeño grupo de alumnos, compuesto por chicos muy jóvenes, se volvió como un solo hombre y les miraron sin hablar. Era decididamente extraño. Lo más normal sería que murmuraran entre sí, se dieran codazos o empellones. Al fin y al cabo, eran niños. Ninguno aparentaba más de trece años. Si alguno de ellos poseía aquella enérgica inquietud tan típica de su edad, no lo demostró. En lugar de ello, clavaron sus ojos en Lynley. Su profesor, un joven vestido con pantalones cortos de gimnasia y jersey, dijo: «Chicos, chicos», pero no le hicieron caso. Lynley casi se imaginó el suspiro de alivio colectivo que lanzaron cuando Havers y él siguieron a Chas Quilter fuera del pabellón y salieron a la sección norte del colegio.
Un sendero de guijarros les condujo más allá del edificio de matemáticas, serpenteó entre el césped, atravesó un pequeño pero encantador bosquecillo de abedules y les depositó en la entrada de alumnos de la residencia Erebus. Como los demás edificios del colegio, Erebus estaba construida con piedra de Ham color miel. Como los demás, el techo era de pizarra y carecía de plantas trepadoras, a excepción de una sola clemátide que colgaba sobre una puerta cerrada en el extremo este del edificio.
– Aquéllas son las dependencias privadas -dijo Chas, siguiendo la dirección de la mirada de Lynley-. Los aposentos del señor Corntel. El alojamiento de los alumnos de tercero está por aquí. -Abrió la puerta y entró.
Para Lynley fue como volver al pasado. Se encontraban en un vestíbulo diferente del que tenía su residencia de Eton, pero los olores eran idénticos. Leche derramada que se había agriado y nunca se había limpiado, tostadas quemadas, olvidadas en la cocina privada de alguien, ropas tiesas de suciedad y que desprendían un repugnante hedor a sudor, y calor emanado del radiador. Estos olores se habían adherido de forma permanente a las molduras, los suelos y el techo. Incluso cuando los muchachos abandonaran la residencia los fines de semana o durante las vacaciones, el olor permanecería.
Que Erebus era una de las residencias más antiguas lo atestiguaba la entrada, chapada de suelo a techo con madera de roble dorada, que en otro tiempo había sido lustrosa. La capa dorada se había ennegrecido con los años, y generaciones de escolares, incapaces de apreciar algo simplemente por su antigüedad, habían contribuido en gran medida a eliminar su brillo. La madera estaba astillada, rota y maltratada.
Los muebles de la entrada, aunque escasos, no se hallaban en mejores condiciones. Una larga y estrecha mesa de refectorio, sobre la cual, al parecer, se depositaba la correspondencia, estaba apoyada contra una pared y exhibía las cicatrices producidas por generaciones de baúles, maletas, cajas de galletas, libros de texto y paquetes enviados desde casa, tirados descuidadamente sobre ella. Muy cerca había dos butacas rellenas, ambas manchadas y sin cojines. Entre ellas, colgaba en la pared un teléfono de monedas; multitud de nombres y números estaban garrapateados en la madera que lo rodeaba. El único elemento de la entrada que podía calificarse remotamente de decorativo era el estandarte de la residencia, que alguien, con buen sentido, había protegido con cristal. También había conocido días mejores, pues se había reducido casi a la transparencia y su imagen no se podía distinguir.
– Se supone que representa a Erebus -explicó Chas, mientras Lynley y Havers examinaban el estandarte en su lugar de honor-. La oscuridad primigenia que surgió del Caos. El hermano de la noche. El padre del día y del cielo. Es imposible deducirlo del estandarte. Está horriblemente descolorido.
– ¿Estudias clásicas? -preguntó Lynley.
– Química, biología e inglés. Todos hemos de saber el significado de los nombres de las residencias. Forma parte de la tradición.
– ¿Cuáles son las demás residencias?
– Mopsus, Ion, Calchus, Eirene y Galatea.
– Una selección interesante, considerando la cantidad de alusiones mitológicas que se pueden elegir. Las dos últimas son para chicas, supongo.
– Sí. Yo estoy en Ion.
– El hijo de Creusa y Apolo. Una historia interesante.
Las gafas de Chas resbalaron sobre su nariz. Las enderezó y sonrió.
– Los de tercer grado viven arriba. La escalera está por aquí -continuó adelante, seguido por Lynley y Havers.
No había nadie en la primera planta del edificio. Recorrieron un estrecho pasillo, cuyo desgastado suelo era de un linóleo marrón. Las paredes estaban pintadas de un verde institucional cubierto de suciedad. Sólo olía a sudor y a humedad. A la altura del techo, tuberías de agua corrían a lo largo del pasillo, bajaban por la pared y desaparecían por un agujero practicado en el suelo. El pasillo estaba flanqueado por puertas. Ninguna tenía cerradura, pero todas estaban cerradas.
Chas se detuvo ante la tercera puerta de la izquierda y llamó una vez.
– Quilter -anunció, entreabriéndola un poco. Echó un rápido vistazo al interior, exclamó «Jesús» y se volvió hacia Lynley y Havers. Su expresión les indicó que algo andaba mal. Hizo lo que pudo por disimular su momentánea turbación, alzando la mano en un ademán de disculpa-. Ésta es. Lo siento muchísimo. Cuesta creer que cuatro chicos puedan… Bien, véanlo por ustedes mismos.
Lynley y Havers entraron. Chas se quedó en la puerta.
Una gran confusión reinaba en el cuarto: libros y revistas tirados por todas partes, papeles diseminados sobre el suelo, cubos de basura sin vaciar, camas deshechas, aparadores abiertos, cajones llenos hasta rebosar, ropas esparcidas en tres de los cuatro compartimientos. O bien se había efectuado un apresurado registro hacía poco, o el prefecto de la residencia responsable de que los muchachos mantuvieran el orden no hacía nada para que respetaran las ordenanzas.
Lynley reflexionó sobre cuál de las dos posibilidades era más verosímil. Mientras tanto, vio que Chas salía del dormitorio, le oyó abrir y cerrar puertas, oyó sus murmullos de incredulidad y supo la respuesta.
– ¿Sabemos cómo se llama el prefecto de la residencia, sargento?
Havers abrió su cuaderno, leyó y continuó pasando las páginas.
– John Corntel dijo que era… Ya lo tengo. Brian Byrne. ¿Es el responsable de esto, señor?
– Yo más bien diría el irresponsable. A ver si encontramos algo.
El dormitorio estaba dividido en dos compartimientos, definidos cada uno por tabiques de conglomerado pintados de blanco y que se alzaban a un metro y medio del suelo, proporcionando cierto grado de intimidad. El muy limitado espacio del compartimiento contenía una cama, con dos cajones practicados en el armazón inferior, un armario con el nombre del ocupante del compartimiento fijado con celo, y cualquier decoración mural que el muchacho eligiera para afirmar su propiedad.
Resultaba intrigante comprobar la diferencia entre lo que Matthew Whateley había clavado en sus paredes y lo que habían escogido los otros chicos. En el compartimiento que pertenecía a un tal Wedge colgaba una colección de carteles de música rock, que revelaba unas aficiones musicales bastante eclécticas. U2, los Eurythmics, El muro de Pink Floyd, Prince, coexistían con añejas fotografías de los Beatles, los Byrds, y Peter, Paul and Mary. En el compartimiento de Arlen, bellezas en trajes de baño muy sugerentes posaban con languidez, rodeadas de arena, o caminaban a grandes zancadas sobre las dunas, como amazonas, arqueándose para marcar sus duros pezones, salpicadas por espuma de las olas, en una explícita referencia freudiana. Smythe-Andrews, el ocupante del tercer nicho, había coleccionado fotogramas de las escenas más espeluznantes de Alien, que plasmaban el final violento de los protagonistas con todo lujo de detalles, incluyendo los estómagos despanzurrados. También aparecía el propio monstruo, una combinación de sierra de cadena, mantis religiosa y el ser que surgía del aparato del científico en La mosca.