El cuarto compartimiento, junto a la ventana, pertenecía a Matthew Whateley. Había elegido como decoración fotos de locomotoras (a vapor, Diesel y eléctricas), pertenecientes a varios países. Lynley las contempló con curiosidad. Estaban dispuestas en pulcras filas sobre la cama. En una de ellas se había escrito «chu-chú, puf-puf», una extraña inscripción para un chico crecido.
– Menos maduro que los demás niños -dijo Havers, desde el centro de la habitación-. Todo lo demás parece típico de un chico normal de trece años.
– Suponiendo que a los trece años haya alguien normal -replicó Lynley.
– Muy cierto. ¿Qué colgaba en su habitación a los trece años, inspector?
Lynley se puso las gafas para examinar las ropas de Matthew.
– Reproducciones de la primera época del Renacimiento. Tenía una juvenil devoción por Fra Angélico.
– Váyase a tomar por el culo -rió ella.
– ¿Duda de mí, sargento?
– Por completo.
– Ah. Bien, venga a ver qué deduce de todo esto.
Barbara se reunió con él en los apretados confines del compartimiento de Matthew, donde Lynley había abierto el armario. Como todo lo demás, estaba hecho de conglomerado, pintado de blanco y, en consonancia con la atmósfera monacal de Bredgar Chambers, sólo contenía dos anaqueles y ocho colgadores para las prendas de vestir. En los primeros había tres camisas blancas limpias, cuatro suéteres de diversos colores, tres jerséis y un montón de camisetas. De los segundos colgaban pantalones para el colegio y de deporte. En el suelo del armario había zapatos de vestir, bambas y zapatos de deporte. Las prendas que utilizaba para jugar en el equipo formaban un confuso montón.
Lynley observó que Havers tomaba nota de todo y llegaba a una conclusión.
– El uniforme del colegio no está aquí. Eso quiere decir que si huyó, lo hizo vestido con él.
– Muy extraño, ¿no cree? -indicó Lynley-. Huir, desafiando claramente el reglamento del colegio, llevando algo que le identificaría al instante como alumno de Bredgar Chambers. ¿Por qué supone que lo haría?
Havers frunció el ceño y se humedeció el labio inferior.
– Recibió un mensaje inesperado… Hay un teléfono en la entrada, ¿no? Cualquiera pudo haberle llamado. Sintió la necesidad de largarse cuanto antes, sin más dilación.
– Es una posibilidad -admitió Lynley-. Sólo que tener en su poder una hoja de dispensa para no jugar a hockey aquella tarde parece sugerir que lo había planeado.
– Sí, tiene razón -Havers sacó unos pantalones del armario y los examinó con aire ausente-. En tal caso, yo pensaría que deseaba ser visto. Deseaba que le cogieran. Tal vez se puso el uniforme para que le identificaran.
– ¿Para que la persona con la que se iba a encontrar supiera quién era?
– Tiene sentido, ¿no?
Lynley registró los cajones que había debajo de la cama. Mientras lo hacía, vio que Chas Quilter volvía al dormitorio. Entró y permaneció de pie, vigilante, con las manos en los bolsillos. Lynley le ignoró de momento, fascinado por lo que los cajones revelaban acerca de Matthew Whateley y, sobre todo, acerca de su madre.
– Havers -dijo Lynley-. Acérqueme unos pantalones y un suéter, por favor. Cualquiera servirá.
Ella obedeció y Lynley los extendió sobre la cama. Sacó unos calcetines a juego del cajón y retrocedió, examinando el conjunto que había creado.
– Ella puso el nombre en todo -dijo Havers-. Tal como sin duda exige el colegio, pero observe qué más hizo por el muchacho -dio la vuelta a un calcetín, descubriendo los números 3, 4 y 7 cosidos en el tejido. Cogió los pantalones, y en la parte interna del cinturón, junto con el nombre del chico, había el número 3. También vio el 3 en el cuello del suéter. Otro par de pantalones estaba marcado con un 7.
– ¿Cosió los números para que supiera conjuntar las prendas? -preguntó Havers con desagrado-. Me pone la piel de gallina, señor. Trenes en las paredes e instrucciones de mamá en la ropa.
– Eso nos dice algo, ¿verdad?
– Me dice que Matthew Whateley debía de ser tan bueno como reprimido. Suponiendo que fuera consciente de ello. ¿Fue idea de sus padres que viniera a este lugar, inspector?
– Eso parece.
– Querían que el pequeño Matt estuviera a la altura de los pisaverdes que encontraría en su nuevo colegio. No debía cometer errores, si quería alcanzar el éxito social, empezando a los trece años con las ropas numeradas para que se vistiera correctamente. No me extraña que se largara.
Lynley estaba pensativo, meditando sobre los números. Devolvió las prendas a su sitio y pidió al prefecto superior que verificara si la indumentaria exigida para el colegio se hallaba presente en el armario de Matthew Whateley. Chas se acercó e indicó que, a excepción del uniforme, todo estaba allí. Lynley cerró el armario y los cajones.
– Aquí no se puede estudiar. ¿Hay alguna sala en el edificio donde los chicos puedan preparar las clases?
Chas asintió. Parecía incómodo y, tal vez, como representante del colegio, ansioso por excusar el caótico estado en que había encontrado el dormitorio. Como otras personas que Lynley había conocido durante sus años de policía, Chas alivió la tensión que le embargaba por medio de una momentánea locuacidad, proporcionando información que no le habían pedido, pero que era, en sí misma, reveladora.
– Si le interesa verla, hay una sala en el pasillo, señor. En cada planta de la residencia viven, como mínimo, de tres a cinco chicos mayores. Son de sexto superior, y se supone que entienden la necesidad del orden y se encargan de que los chicos más pequeños lo mantengan. También se supone que el prefecto de la residencia se ocupa de que los chicos mayores bajo su mando vigilen los dormitorios que les han sido asignados. Y las salas de estudio -sonrió sin ganas-. Dios sabe en qué condiciones encontraremos la sala de estudios.
– Da la impresión de que el sistema se haya venido un poco abajo en la residencia Erebus -concluyó Lynley.
Mientras seguían a Chas Quilter hasta un segundo pasillo, tras atravesar una puerta, Lynley admitió la única conclusión a la que se podía llegar, basándose en la información que Chas les acababa de suministrar. De hecho, los chicos mayores eran responsables de que los chicos más pequeños mantuvieran la disciplina. De hecho, el prefecto de la residencia era responsable de que los chicos mayores cumplieran su cometido. Pero el prefecto superior, Chas Quilter en persona, era responsable de que todo el esquema funcionara a la perfección. Si el esquema no funcionaba, había muchas posibilidades de que Chas Quilter fuera el origen del problema.
Chas, que se había adelantado unos metros, abrió una puerta.
– Los chicos de Erebus que cursan tercero preparan las clases aquí -dijo-. Cada uno tiene un escritorio y un estante. Nosotros les llamamos «pesebres».
La sala de estudios no presentaba mejores condiciones que el dormitorio y, al igual que en la entrada a la residencia Erebus, se adivinaba el peso de los años. Vagos olores flotaban en el aire: un trozo olvidado de comida descompuesta, un bote de cola abierto, ropas apresuradamente desechadas que necesitaban un lavado. El suelo de madera dura, carente de alfombra, estaba manchado de tinta y, en algunos puntos, de grasa, allí donde había caído comida introducida contraviniendo las reglas. Las paredes estaban chapadas de pino nudoso oscuro, y los huecos que no estaban cubiertos de carteles mostraban profundas estrías. Lo mismo pasaba con las zonas de estudio, los pesebres, como Chas los había llamado. Estaban dispuestas a lo largo de las cuatro paredes de la sala y era evidente que el tiempo se había ensañado con ellas.