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Se parecían mucho a bancos de iglesia de respaldo alto, con asientos de madera sin acolchar de un metro veinte de largo. Estos asientos se hallaban encarados a un estante ancho, bajo el cual un solo cajón hacía las veces de escritorio. Encima había dos estantes más estrechos para colocar los libros. Como en el dormitorio, cada estudiante había intentado dotar de personalidad al pesebre. Postales, fotografías y pegatinas de vivos colores cubrían la superficie de cada uno, y cuando un ocupante anterior había dejado una huella demasiado permanente, el actual propietario se había limitado a arrancarla, dejando marcas de goma y papel, de forma que aparecía una mano desprovista de cuerpo por aquí, parte de un rostro por allí, letras de una palabra, la rueda de un vehículo. Por todas partes, inquietos dedos de trece años habían atacado una madera que tenía siglos de edad. Por todas partes, cuerpos jóvenes habían desprendido el barniz, y grandes manchas pálidas se habían abierto paso a través de la laca oscura y protectora.

El pesebre de Matthew Whateley, al igual que el compartimiento de su dormitorio, no estaba decorado como el de los demás chicos. Ni carteles de rock and roll, ni estrellas de cine, ni núbiles jovencitas en atavíos sugerentes, ni codiciados automóviles, ni fotografías que plasmaban proezas atléticas. Nada de nada, a excepción de una instantánea de dos niños acuclillados, manchados de barro, a orillas del Támesis, en la fase de marea baja, con el puente de Hammersmith al fondo. Uno de los niños era un sonriente Matthew, que hundía en el barro un palo largo y curvo. El otro era una risueña chica negra descalza, cuyo cabello le caía sobre los hombros en docenas de hermosas trenzas sujetas con abalorios. Ivonne Livesley, pensó Lynley, la amiguita de Matthew. Examinó la foto y puso de nuevo en entredicho la afirmación de Kevin Whateley, en el sentido de que Matthew no había huido de la escuela para ver a la muchacha. Era encantadora.

Entregó la foto a la sargento Havers, que la guardó en su cuaderno sin una palabra. Lynley se caló las gafas e inspeccionó los libros de texto de Matthew. Las materias académicas de costumbre, que englobaban inglés, matemáticas, geografía, historia, biología, química y, en consonancia con el espíritu del colegio, religión.

Sobre el escritorio había un deber de matemáticas sin terminar y, al lado, tres cuadernos de espiral. Lynley dio la mitad a Havers y se quedó la otra. Se sentó en el pesebre de Matthew, bastante estrecho para un hombre de su estatura, mientras Havers desaparecía en el de delante. Chas se acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior.

Afuera, una voz gritó y otra respondió. Varios chicos rieron. Sin embargo, en la sala de estudios sólo se oía el sonido de los libros que se abrían, las páginas que se pasaban y los cuadernos que se inspeccionaban. Un trabajo tedioso, concienzudo, absolutamente necesario.

– Aquí hay algo, señor -dijo Havers. Le tendió por encima del pesebre una libreta de espiral. Contenía una especie de carta, obviamente un borrador, pues se había tachado varias palabras para sustituirlas por otras más precisas.

Lynley la leyó.

Querida Jeanne (tachado) Jean: Me gustaría darte las gracias por la cena del pasado jueves. No debes preocuparte porque llegara muy tarde, porque sé que el chico que me vio no dirá nada. ¡Sigo creyendo (tachado) pensando que podría ganar a tu padre al ajedrez si me diera más tiempo para pensar los movimientos! No entiendo cómo logra anticiparse tanto, pero la próxima vez lo haré mejor. Muchísimas gracias de nuevo.

Lynley se quitó las gafas y miró hacia la ventana donde Chas Quilter seguía manteniendo las distancias.

– Matthew escribió una carta a una chica llamada Jean -dijo-. Con la que cenó un martes, pero no hay forma de adivinar qué martes, porque la carta no lleva fecha. ¿Sabes quién puede ser esa tal Jean?

Chas frunció el ceño. Tardó bastante en contestar y, cuando lo hizo, excusó su tardanza.

– Intentaba recordar los nombres de las esposas de los profesores. Lo más probable es que sea una de ellas.

– No parece muy probable que se tuteara con una de las esposas, ¿no crees? ¿O es lo normal aquí?

Chas admitió que no y se disculpó con un encogimiento de hombros.

– También dice que volvió tarde y que un chico le vio, pero que no dirá nada. ¿Cómo lo interpretas?

– Que salió después del toque de queda.

– ¿No se trata de algo que el prefecto de la residencia debería saber?

Chas parecía inquieto. Se miró las puntas de los zapatos antes de responder.

– Debería. Sí. Las camas suelen inspeccionarse todas las noches.

– ¿Suelen?

– Siempre. Cada noche.

– Por lo tanto, alguien, uno de los chicos mayores o el prefecto de la residencia, tendría que haber informado sobre la ausencia de Matthew, si no se encontraba en su dormitorio después del toque de queda. ¿No es cierto?

Chas vaciló de forma muy acusada.

– Sí, alguien debería haber advertido que no estaba en Erebus.

No mencionó de quién era la culpa, pero Lynley no pasó por alto el hecho de que, tanto John Corntel como Chas Quilter ahora, parecían decididos a proteger al prefecto de la residencia Erebus, Brian Byrne.

John Corntel sabía que la policía estaba en el colegio. Todo el mundo lo sabía. Aunque no hubiera visto a Lynley entrar en la capilla aquella mañana, habría reparado en el Bentley plateado aparcado en el camino privado y, en consecuencia, sumado dos y dos. La policía no solía llegar en medios de transporte tan fastuosos, pero la mayoría de los policías tampoco llevaban una segunda vida como condes.

En el salón de descanso de los profesores, situado en el lado sur del patio, Corntel contemplaba las últimas gotas de café que caían en su taza. Intentó expulsar de su mente todas las imágenes que amenazaban con quebrar la frágil serenidad que había logrado conservar a lo largo del día. Su mente bullía de «si al menos…». Si al menos hubiera telefoneado a los Morant para asegurarse de que Matthew se encontraba entre los invitados de su hijo; si al menos hubiera pensado en acompañar al niño personalmente; si al menos hubiera hablado con Brian Byrne para asegurarse de que Brian había pasado revista a todos los chicos; si al menos hubiera visitado el dormitorio con más frecuencia, en lugar de dejarlo en manos de los chicos mayores; si al menos no hubiera estado preocupado… mortificado… con la sensación de estar atrapado, desnudo, absolutamente humillado…

Sobre la mesa, aparte de la cafetera, quedaban los restos del desayuno de los profesores, una bandeja de plata que contenía tres filas de tostadas frías, huevos gelatinosos, cinco lonjas de bacón cuya grasa desprendía un brillo iridiscente, cereales, un cuenco lleno de pomelo en almíbar y una fuente de plátanos. Corntel cerró los ojos ante semejante visión, sintió que su estómago se revolvía y suplicó a su cuerpo que colaborase. No recordaba la última vez que había comido algo sólido. Tal vez el viernes por la noche había tomado algo, pero, desde entonces, nada. Le había resultado imposible.

Levantó la cabeza para mirar por la ventana. Al otro lado de una extensión de césped vio a los alumnos que trabajaban en un aula del centro técnico, perforando, machacando y cincelando, demostración práctica de la filosofía de Bredgar Chambers, en el sentido de que debía estimularse rigurosamente el ansia creativa de todo niño. El centro, construido menos de diez años atrás, había motivado agrias controversias en el campus. Los enseñantes estaban divididos en cuanto a la conveniencia de un lugar así para Bredgar Chambers. Algunos aducían que proporcionaba a los alumnos una necesaria liberación de las energías reprimidas por un entorno puramente académico. Otros afirmaban que las actividades deportivas y sociales de las tardes permitían esa liberación, mientras que un centro técnico sólo hacía que estimular un «elemento de distorsión» a la hora de que los padres se decantasen por el colegio. Corntel sonrió con sarcasmo al pensar en esto. La mera presencia de un edificio en el que los alumnos jugaban con madera, fibra de vidrio, metal y aparatos electrónicos apenas había alterado una política no escrita de admisiones aplicada durante quinientos años y apoyada por todos los rectores. El programa del colegio defendía, en teoría, un enfoque igualitario de la educación. La realidad era muy diferente, o al menos lo había sido hasta la llegada de Matthew Whateley.