Corntel no deseaba pensar en el muchacho. Le apartó de su mente. Sin embargo, en lugar de Matthew -como si estuviera allí para agitar un dedo recriminador ante los errores de Corntel-. Apareció su padre, rector de uno de los colegios privados más prestigiosos del país, enraizado en la tradición y entregado en cuerpo y alma a la delimitación de fronteras. En él no había centros técnicos.
– ¡Director de residencia! -había rugido su aprobación Patrick Corntel por teléfono, como si, en lugar de estar hablando desde una distancia inferior a ciento cincuenta kilómetros, lo hicieran desde países lejanos-. ¡Así se hace, Johnny! ¡Director de residencia y jefe del departamento de Inglés! ¡Por Cristo! El próximo paso es subdirector, muchacho. Concédete un par de años más. ¡No te pudras en el puesto!
«No te pudras en el puesto» era el credo que había definido la carrera de su padre, empujándole sin descanso de un colegio a otro durante veinte años hasta lograr lo que ansiaba, el puesto de rector, el puesto que también deseaba para su hijo.
– No cedas ni un milímetro, Johnny. Cuando esté dispuesto a jubilarme, quiero que tú me sustituyas aquí, en Summerston, pero has de prepararte, muchacho. Has de acumular un buen historial, así que empieza a mirar, empieza a husmear. El próximo paso es subdirector, ¿me has oído? Subdirector. Mantendré los oídos alerta, y si me entero de algo…
Corntel había replicado, obediente, «sí, padre, subdirector, lo que tú digas». Era más fácil que discutir, y mucho más fácil que decir la verdad. Director de Erebus era lo máximo que iba a conseguir. Jefe del departamento de Inglés era el pináculo de su carrera. La necesidad de demostrar su valía ante él mismo o los demás no le acuciaba. Otras necesidades le acuciaban. Y no eran las mismas.
– ¿Saldando deudas, John?
Corntel se sobresaltó al oír una voz tan cercana y levantó la vista, descubriendo que Cowfrey Pitt, el profesor de alemán y jefe del departamento de idiomas, había entrado mientras él meditaba. El aspecto de Pitt era espantoso. Tenía el cabello cubierto de caspa, no se había afeitado bien, ni tampoco había eliminado el vello que brotaba como una mala hierba de su fosa nasal derecha. Llevaba descosida la costura de una manga y no se había limpiado las manchas de tiza que decoraban su traje gris.
– ¿Cómo dices? -Corntel añadió azúcar y leche al café.
Pitt se inclinó y habló en voz baja y amistosa, como si compartieran un secreto.
– He dicho, «¿saldando viejas deudas?». El tipo ese de Scotland Yard es un antiguo compañero de colegio, ¿no?
Corntel retrocedió un paso, dedicando su atención a la bandeja de huevos, como si tuviera la intención de coger uno.
– Las noticias vuelan -contestó.
– Ayer te largaste a Londres. Pregunté por qué. Te guardaré el secreto, no te preocupes -Pitt cogió una tostada y la mordisqueó. Se apoyó en la mesa y sonrió a su colega.
– ¿Me guardarás el secreto? Creo que no te entiendo.
– Vamos, vamos, John. No te hagas el inocente conmigo. El chico estaba bajo tu responsabilidad, ¿no?
– Al igual que las chicas de la residencia Galatea son responsabilidad tuya -dijo Corntel-. Pero yo diría que no tardas en absolverte de toda culpa cuando se meten en líos, ¿verdad?
– Te revuelves como gato panza arriba, por lo que veo -sonrió Pitt.
Se secó los dedos en la toga y eligió otra tostada y una lonja de bacón. Sus ojos se posaron en los huevos, como si desfalleciera de hambre. Corntel se dio cuenta y, a pesar del desagrado que sentía por el profesor de alemán, experimentó una fugaz e involuntaria compasión. Sabía que Pitt nunca entraba en la sala de los maestros cuando se servía el desayuno, cuando la comida estaba caliente. Era una cuestión de orgullo. Entrar en la sala de los maestros en busca de comida caliente significaría admitir abiertamente que la vida en los aposentos privados de la residencia Galatea era tan intolerable para Pitt que se sentía incapaz de desayunar allí. Y Pitt no quería admitirlo, como tampoco quería admitir que su esposa continuaba en la cama en este momento, dormida profundamente, tras su parranda habitual de los domingos por la noche. La compasión de Corntel se disipó en cuanto Pitt continuó hablando.
– Supongo que todo esto te está jodiendo de mala manera, John. Cuentas con mi apoyo, desde luego, pero, al fin y al cabo, ¿no pensaste en llamar a los Morant para verificar que los seis chicos invitados habían llegado sanos y salvos? Es el procedimiento habitual. Al menos, en mi caso.
– No pensé…
– ¿Y por qué no fuiste a la enfermería? Un chico se siente indispuesto y ni siquiera se te ocurrió pasarte y ponerle la mano en la frente. ¿O es que -sonrió Pitt- estabas demasiado ocupado, poniendo la mano en otro sitio?
Una repentina furia hizo trizas la serenidad forzada de Corntel.
– Sabes muy bien que la enfermería no me dijo ni palabra. Pero a ti sí, ¿verdad? ¿Qué hiciste cuando encontraste la hoja de dispensa de Matthew Whateley en tu casillero? Ibas a arbitrar el partido de hockey el viernes por la tarde, ¿no? ¿Fuiste a ver qué le ocurría, Cowfrey, o pasaste de todo, aceptando la dispensa sin más ni más?
Pitt ni se inmutó.
– No me digas que necesitas echarme las culpas -sus ojos verde grisáceos, de reptil, se desviaron de Corntel para tomar rápida nota de quién había en la sala. Estaba desierta, pero, pese a ello, bajó la voz en tono confidencial-. Ambos sabemos quién era el responsable de Matthew, ¿verdad, John? Puedes decir a la policía que yo vi la hoja de dispensa y no hice nada por comprobar su autenticidad. Te doy permiso, de hecho, pero no creo que tenga nada que ver con el crimen. ¿Y tú?
– ¿Te atreves a insinuar que…?
Una sonrisa iluminó el rostro de Pitt cuando miró más allá del hombro izquierdo de Corntel.
– Buenos días, señor rector.
Corntel se volvió y vio que Alan Lockwood contemplaba su intercambio de palabras desde el umbral de la puerta. Les miró de arriba abajo antes de acercarse, con un aleteo de la toga.
– Procure mejorar su apariencia, señor Pitt -dijo Lockwood, consultando un horario que sacó del bolsillo de la chaqueta-. Tiene clase dentro de media hora. Le queda tiempo suficiente para asearse. ¿No se ha dado cuenta de que parece un vagabundo? La policía ha llegado al campus. Es posible que la junta de gobierno se reúna antes de mediodía, y ya tengo bastantes problemas como para preocuparme por la falta de interés de mis profesores por su aseo personal. Haga algo. ¿Está claro?
La expresión de Pitt se endureció.
– Perfectamente -contestó.
Alan Lockwood se marchó, despidiéndose con un movimiento de cabeza.
– Pobre diablo -murmuró Pitt-. Menudo ejemplo de rector que nos da nuestro Alan. Qué magnífica demostración de poder. Qué hombre. Qué Dios. Pero rasca un poco en la superficie y verás quién ejerce el control. El pequeño Matt Whateley lo demostró.