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– ¿De qué estás hablando, Cowfrey? -la cólera de Corntel dio paso a la irritación, aunque comprendió demasiado tarde que había caído de nuevo en las garras de Pitt.

– ¿De qué estoy hablando? -repitió Pitt, con una sonrisa artificial-. Vaya, vaya, estás fuera de juego, ¿eh, Johnny? ¿En qué has estado tan ocupado que no te has enterado de las últimas habladurías del colegio? ¿Debería saber algo de tu vida privada, o tal vez debería adivinarlo?

La cólera regresó. Corntel se marchó.

Capítulo 7

Lynley decidió reunirse con los tres compañeros de cuarto de Matthew Whateley en el dormitorio que habían compartido. Cuando Chas Quilter les hizo entrar, cada uno se dirigió de inmediato a su propio compartimiento, como animales que trataran de ponerse a salvo. Dio la impresión de que procuraban no intercambiar miradas, pero dos no tardaron en clavar la vista en el prefecto superior, que les siguió al interior de la habitación y se quedó de pie, como antes, cerca de la puerta.

Al observar el contraste entre Chas y los muchachos, Lynley comprendió que había olvidado los grandes cambios que tienen lugar entre los trece y los dieciocho años. Chas se había desarrollado por completo, era un hombre mientras que los muchachos todavía poseían la blandura de la niñez: mejillas redondeadas, piel sedosa, barbillas indefinidas. La forma en que se habían sentado, cada uno en el borde de su cama, sugería cautela, y Lynley supuso que estaba más relacionada con la presencia del prefecto superior que de la policía. La presencia física de Chas bastaba para intimidar a chicos cinco años menores que él. La importancia del cargo que ocupaba en el colegio no contribuía a suavizar la situación.

– Sargento -dijo Lynley a Havers, que había abierto como un autómata su cuaderno, de cara al inminente interrogatorio-. ¿Quiere hacer el favor de terminar la inspección del colegio por mí? Interior y exterior -vio que la boca de Barbara iba a pronunciar una automática referencia al procedimiento policial y legal, pero se apresuró a interrumpirla-. Encárguese de que Chas le enseñe todo, por favor.

Havers le entendió al instante y procuró que la expresión de su cara no la traicionara. Asintió con la cabeza y acompañó al prefecto fuera de su habitación, dejando solo a Lynley con Wedge, Arlens y Smythe-Andrews. Les examinó con detenimiento. Eran chicos apuestos, vestidos impecablemente con pantalones grises, camisas de un blanco inmaculado, suéteres amarillos y corbatas a rayas azules y amarillas. Wedge parecía el más seguro de los tres. En cuanto el prefecto superior se marchó, dejó de contemplar el descolorido linóleo del suelo. Parecía confiado y dispuesto a conversar, como si su colección de carteles de rock and roll le prestara apoyo. Los otros dos parecían apocados. Arlens concentraba toda su atención en la bañista acariciada por las olas, en tanto Smythe-Andrews se removía inquieto en su cama, taladrando el tacón del zapato con la punta de un lápiz.

– Por lo visto, Matthew Whateley se fugó del colegio -dijo Lynley, sentándose en el borde de la cama que Matthew ocupaba. Se inclinó hacia ellos, los brazos apoyados en sus piernas y las manos enlazadas frente a él, como una estatua que simbolizara la serenidad-. ¿Tenéis alguna idea del motivo?

Los muchachos intercambiaron miradas furtivas.

– ¿Cómo era? -preguntó Lynley-. ¿Wedge?

– Un tío cojonudo -respondió Wedge, clavando la mirada en el rostro de Lynley, como si este detalle bastara para confirmar su aseveración-. Matt era un tío legal.

– Sabes que ha muerto, por lo tanto.

– Todo el colegio sabe que ha muerto, señor.

– ¿Cómo lo supisteis?

– Nos enteramos esta mañana durante el desayuno, señor.

– ¿Quién os lo dijo?

Wedge se pellizcó la palma.

– No lo sé. Se propagó por la mesa. «Matt ha muerto. Whateley ha muerto. Un chico de Erebus ha muerto.» No sé quién empezó.

– ¿Te sorprendió?

– Pensé que era una broma.

Lynley miró a los otros chicos.

– ¿Vosotros también pensasteis que era una broma?

Auspiciados por Wedge, ambos asintieron con solemnidad. Wedge volvió a hablar.

– Son cosas que nadie se espera.

– Pero Matthew no aparecía desde el viernes. Tenía que haberle pasado algo. No debió de ser tan sorprendente.

Arlens se mordió la uña del dedo índice.

– Iba a pasar el fin de semana con Harry Morant, señor, y otros chicos de la residencia Calchus… Harry vive ahí, señor. Pensamos que Matt se había ido con ellos a las Costwolds. Tenía permiso. Todo el mundo sabía… -Arlens vaciló, como si hubiera hablado demasiado. Bajó la cabeza y siguió mordiéndose la uña.

– Todo el mundo sabía qué -preguntó Lynley.

Wedge tomó la iniciativa. Habló con sorprendente paciencia.

– Todo el mundo sabía que Harry Morant se iba a pasar el fin de semana a su casa con cinco chicos. Harry lo anunció como un gran acontecimiento a todos, como si fuera algo especial y sólo invitara a un reducido grupo de elegidos. Harry es así -concluyó sagazmente Wedge-. Le hace sentirse importante.

Lynley observó que Smythe-Andrews aguijoneaba sin cesar su zapato. Su expresión era hosca.

– ¿Todos los demás chicos que iban a pasar el fin de semana eran de Calchus? ¿Cómo es que Matthew les conocía tan bien?

Al principio, ninguno de los muchachos respondió, pero tampoco pudieron ocultar que la respuesta a la pregunta era sencilla y directa, que todos la sabían y que se resistían a revelarla. Lynley pensó en su entrevista con los padres de Matthew, y en sus repetidas afirmaciones de que su hijo se hallaba a gusto en Bredgar Chambers.

– ¿Matthew era feliz aquí? -reparó en que Smythe-Andrews cesaba bruscamente de mover el lápiz.

– ¿Y quién es feliz aquí? -replicó el muchacho-. Estamos aquí porque nuestros padres nos enviaron. Matt no era diferente.

– Pues yo creo que sí, ¿no te parece? -dijo Lynley. Tampoco obtuvo respuesta esta vez, pero vio que Arlens y Wedge intercambiaban una breve mirada-. Fijaos en lo que colgó en sus paredes.

– Era un tío legal -protestó Wedge.

– ¿Y se fugó?

– Era muy suyo -dijo Arlens.

– Era diferente -observó Lynley.

– Los chicos no replicaron. Su decidida reserva era como un asentimiento. Matthew Whateley había sido diferente, pero Lynley intuyó que la diferencia sobrepasaba con mucho las fotos colgadas en la pared. Derivaba de su entorno social, del barrio donde había pasado su niñez, de su acento, de sus méritos, de los amigos que elegía. El chico estaba fuera de lugar en este ambiente, y todos lo sabían.

Concentró su atención en Arlens.

– ¿A qué te referías cuando has dicho que era muy suyo?

– Sólo que… Bueno, las tradiciones no le importaban.

– ¿Qué clase de tradiciones?

– Cosas que hacemos. Ya sabe, cosas. Cosas del colegio.

– ¿Cosas del colegio?

Wedge, que parecía exasperado, miró a Arlens con el entrecejo fruncido.

– Tonterías, señor, como que todo el mundo graba su nombre en el campanario. Se supone que está cerrado con llave, pero la cerradura se rompió hace siglos, y todo el mundo…, los chicos, las chicas no, sube y graba su nombre en la pared de dentro. Y también echa una calada, si le apetece.

La información suministrada por Wedge pareció soltar la lengua de Arlens.

– Y busca hongos mágicos -añadió con una sonrisa.

– ¿Hay drogas en el colegio?

Arlens se encogió de hombros, tal vez apaciguado por su involuntaria admisión. Lynley interpretó el gesto como una negativa, y continuó.

– Pero has dicho hongos mágicos.

Wedge tomó de nuevo la iniciativa de la conversación.