– Es un juego. Consiste en salir de noche con una linterna y una manta sobre la cabeza para coger hongos mágicos. Nunca comemos. No creo que nadie haya comido jamás, pero a la basca le gusta guardarlos.
– Matt no estaba interesado en ese tipo de cosas.
– ¿Estaba por encima?
– No le interesaba, sencillamente.
– Le interesaba la Sociedad de Trenes a Escala -aclaró Arlens.
Los demás chicos le miraron. Por lo visto, interesarse en trenes a escala era un poco infantil para este grupo.
– Y las clases -indicó Wedge-. Se tomaba muy en serio todo lo relativo al colegio.
– Y a sus trenes -insistió Arlens.
– ¿Conocisteis alguna vez a sus padres? -preguntó Lynley.
Se produjo un arrastrar de pies y una agitación en las camas muy elocuente, en este sentido.
– Hay un día dedicado a la visita de los padres, ¿verdad? ¿Les conocisteis?
Smythe-Andrews habló sin levantar la vista de su zapato.
– La madre de Matt trabajaba en una taberna. Su padre talla lápidas en las afueras de Londres. Matt no lo ocultaba, como harían otros chicos. No le importaba. Era como si quisiera que todos lo supieran.
Al oír las palabras y observar la reacción de los muchachos, Lynley se preguntó si los colegios habían cambiado un ápice. Se preguntó, de hecho, si su sociedad había cambiado. En este nuevo siglo de las luces, todo el mundo pregonaba de boquilla el fin de las barreras de clase, pero ¿hasta qué punto eran sinceras aquellas declaraciones de igualdad, en una civilización que había juzgado durante generaciones la valía de un hombre por su acento, su cuna, la antigüedad de su dinero, los clubs a los que pertenecía y las personas a las que llamaba amigos? ¿En qué pensaban los padres de Matthew Whateley cuando enviaron a su hijo a un colegio como Bredgar Chambers, aunque fuera becado?
– Matthew estaba escribiendo una carta a una chica llamada Jean. ¿Sabéis quién es? Había cenado con ella.
Los chicos negaron con la cabeza al unísono. Su confusión parecía auténtica. Lynley sacó su reloj de cadena, consultó la hora y les hizo una pregunta final.
– Los padres de Matthew no creen que se fugara del colegio. ¿Vosotros sí?
Fue Smythe-Andrews quien contestó en nombre de todos. Lanzó una sola carcajada, que sonó a caballo entre un aullido y un sollozo.
– Todos nos fugaríamos de este lugar si tuviéramos las pelotas necesarias -dijo con amargura-. U otro sitio adónde ir.
– ¿Matthew tenía un sitio al que ir?
– Eso parece.
– Tal vez sólo se lo imaginó. Tal vez pensó que huía hacia la salvación, cuando en realidad huía hacia su muerte. Le ataron de pies y manos. Y también le torturaron. Lo que él consideraba su salvación, resultó ser en realidad…
Se escuchó un golpe sordo en uno de los compartimientos. Arlens había perdido el conocimiento y caído al suelo.
Era la hora de historia. Harry Morant sabía que debía asistir a la clase, máxime cuando formaba parte de un grupo que iba a exponer esta misma mañana. Le echarían en falta. Ordenarían que se le buscara. A Harry le traía sin cuidado. Todo le traía sin cuidado ya. Matthew Whateley estaba muerto. Las cosas habían cambiado. El peso del poder había variado. Lo había perdido todo. Tras meses de terror, se había sentido increíblemente a salvo durante una temporada. Durante tres breves semanas había sabido lo que significaba caer dormido sin el temor a ser despertado brutalmente, a ser arrancado de la cama y arrojado al suelo, a aquella suave voz que mascullaba «¿Quieres un buen revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?», a aquellas veloces bofetadas en la cara, que jamás dejaban señal, a aquellas manos, que aferraban, apretaban y pellizcaban su cuerpo, a ser conducido por un oscuro pasillo hasta el lavabo, donde ardía una vela y un váter hedía a excrementos y orina y la voz decía «esta noche te vas a lavar con mierda… ¿Todavía quieres ser descarado?». Y a ser zambullido después en la repulsiva mezcla, intentando contener los chillidos, intentando contener los vómitos, y fracasando por igual en ambas empresas.
Harry no podía comprender por qué le habían elegido a él, pues había hecho todo cuanto era de esperar en Bredgar Chambers. Sus hermanos mayores habían ido al colegio y le habían explicado de antemano a Harry lo que debía hacer para encajar bien. Lo había hecho todo. Había subido a la parte más elevada del campanario, por aquella claustrofóbica escalera de caracol, y había grabado su nombre en la pared. Había aprendido a fumar, aunque no le gustaba mucho, y obedecido a todos los prefectos que se habían dirigido a él. Había seguido las reglas, intentado permanecer en el anonimato, y abstenido de denunciar a otro alumno, por grave que fuera el insulto. No había servido de nada. Le habían escogido. Ahora, todo volvería a empezar. Sólo de pensarlo, un sollozo atenazó su garganta. Luchó por rechazar las lágrimas.
El aire era fresco, pese a lo avanzado de la mañana. El sol brillaba, pero apenas aliviaba el frío. Daba la impresión de que el lugar en donde estaba sentado Harry, un banco de hormigón situado en un rincón del jardín amurallado que se encontraba a medio camino entre el colegio y la casa del rector, hacía un frío especial, como si las estatuas de bronce y mármol que se erguían entre los macizos de rosas contribuyeran de alguna forma a levantar el aire glacial. Tembló y se encogió, hasta casi doblarse en dos.
Había observado la llegada de la policía, había estado en la sacristía con el resto del coro cuando la señora Lockwood entró con ellos y les presentó a Chas Quilter. Al principio no pensó que eran policías, pues su aspecto no cuadraba con lo que había estado esperando, desde que a la hora del desayuno había corrido la voz de la muerte de Matthew Whateley y de que New Scotland Yard iba a venir al colegio. Harry nunca había visto a un detective, nunca había experimentado en vivo los misterios y rituales asociados con aquellas tres palabras, New Scotland Yard. Por lo tanto, se había hecho una rebuscada idea del aspecto y actuación de la policía metropolitana, basada sobre todo en libros y telefilms. Aquellos detectives no encajaban en el molde que él había creado en su honor.
Para empezar, el hombre era demasiado alto, demasiado guapo, demasiado acicalado, demasiado espléndidamente vestido. Su voz era demasiado suave, y el corte del traje indicaba que no llevaba armas. La mujer que le acompañaba no era mucho mejor. Era demasiado baja, demasiado fea, demasiado gorda, demasiado desaliñada. No iba a confiar en ninguno de ambos. Ni por un momento. En absoluto. El hombre le escucharía desde su glacial envergadura y la mujer le miraría con sus ojillos porcinos y él hablaría y hablaría y se esforzaría por hacerles comprender lo que sabía y cómo lo sabía y por qué había ocurrido todo y quién era el responsable y…
Todo era una excusa. Estaba buscando excusas. Se moría de ganas por encontrar excusas. Necesitaba un motivo para mantener la boca cerrada. Decidir que no eran los detectives adecuados era una razón tan buena como otra cualquiera. Y se aferraría a ella. No llevaban pistolas. No le ayudarían. Ni siquiera le creerían. Escucharían, tomarían notas, seguirían su camino y dejarían que él afrontara las consecuencias. Completamente solo. Sin el respaldo de Matthew, nunca más.
Se negó con obstinación a pensar en Matthew. Pensar en Matthew equivalía a pensar en lo que le debía. Pensar en lo que le debía equivalía a pensar en lo que era justo y honorable y debía hacerse ahora. Pensar en ello equivalía a precipitarse en un horror sin fin. Porque lo que debía hacerse era decir la verdad, y Harry sabía a lo que se arriesgaba si la decía. La alternativa era sencilla. Morir o callar. Sólo tenía trece años. No tenía otra elección.
– … esculturas y rosas, sobre todo. Tiene muy pocos años de antigüedad, si les apetece verlo.
– Sí, echaremos un vistazo.
Harry se encogió al escuchar las voces que se aproximaban y se estremeció al oír el ruido que hacía al abrirse la puerta de madera. Buscó un lugar para esconderse, preso de pánico, pero nada podía impedir que le descubrieran. Sintió que lágrimas de impotencia quemaban sus ojos cuando la mujer detective y Chas Quilter entraron en el jardín de las esculturas. Ambos se detuvieron en seco al verle.