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Lynley se reunió con la sargento Havers en el centro del patio cuadrangular, donde desafiando abiertamente la regla de que los adultos tenían que dar buen ejemplo a los alumnos en un entorno académico, la mujer fumaba un cigarrillo mientras tomaba notas. Enrique VII, que se cernía sobre ella, parecía contemplarla con aire de reproche.

– ¿Se ha dado cuenta de que nuestro Enrique mira hacia el norte? -preguntó Lynley, acercándose a los peldaños situados debajo de la estatua-. La entrada principal del colegio da al este, pero él ni tan sólo mira en esa dirección.

Havers echó un rápido vistazo a la estatua.

– Tal vez quiera ofrecer su mejor perfil a la entrada -dijo Barbara.

Lynley negó con la cabeza.

– Quiere recordarnos su momento de gloria, de modo que mira al norte, en dirección a Bosworth Field.

– Ah. Muerte y traición. El fin de Ricardo III. ¿Por qué me olvido siempre de que usted es de York, inspector? Nunca me da una verdadera oportunidad de borrarlo de mi mente. ¿Escupe sobre la tumba de Enrique siempre que se deja caer por la abadía?

– Religiosamente -sonrió él-. Es uno de mis escasos placeres.

Havers asintió con aspecto pensativo.

– Un hombre ha de gozar de sus placeres donde pueda.

– ¿Averiguó algo útil mientras estaba con Chas?

Havers aplastó su cigarrillo en la base de la estatua.

– Por más que deteste admitirlo, usted tenía razón en lo referente al estado del colegio. Por fuera, es estupendo. Hierba verde, arbustos bien cortados, árboles hermosos, edificios limpios, ventanas resplandecientes. Todo magnífico. Pero por dentro es como Erebus. Maltratado y estropeado. Excepto los edificios recientes, el teatro, el centro técnico y las residencias femeninas, en la parte sur del colegio, todo es viejo, inspector. Las aulas también. Y el edificio de ciencias parece que no haya cambiado mucho desde los tiempos de Darwin -giró la cabeza para englobar el patio-. Y entonces, ¿por qué los nobles finolis envían aquí a sus retoños? Mi escuela integrada estaba en mejor forma que esto. Al menos, era más moderna.

– La mística, Havers.

– ¿Las ataduras de la vieja escuela?

– Eso también. De tal palo, tal astilla.

– ¿Yo sufro, tú sufres?

– Algo así -sonrió Lynley.

– ¿Le ha gustado Eton, señor? -preguntó ella con perspicacia.

La pregunta le pilló desprevenido. No se trataba de Eton. Eton, con sus bellos edificios y sus ricas tradiciones, no tenía capacidad de infligir heridas. No era el momento de su vida apropiado para sacarle de casa, así de sencillo. No era el momento de ser apartado de una familia en crisis y de un padre devorado por la enfermedad.

– Como a todos -contestó-. ¿Qué más ha observado, aparte del estado del colegio?

Dio la impresión de que Havers iba a seguir hablando de Eton, pero no fue así.

– Tienen algo a lo que llaman club social de sexto, formado por los mayores. Es un edificio anexo a la residencia Ion, donde vive Chas Quilter, y los estudiantes acuden allí para beber durante los fines de semana.

– ¿Qué estudiantes?

– Sólo es para los de sexto superior, pero tuve la impresión de que se exige una especie de rito iniciático, pues Chas me dijo que algunos estudiantes no pertenecen al club. Dijo que no habían seguido los pasos para convertirse en miembros.

– ¿El pertenece al club?

– Imagino que sí, considerando que es el prefecto superior. Hay que reforzar las grandes tradiciones del colegio.

– ¿El rito de iniciación es una de esas tradiciones?

– Por lo visto. Le pregunté qué se necesitaba para llegar a ser miembro. Se puso colorado y dijo que era menester hacer «toda clase de chorradas» delante de los compañeros. En cualquier caso, parece que hay que beber bastante. Los estudiantes sólo tienen dos vales de bebida a la semana, pero como otros estudiantes se encargan de repartir los vales y apuntar las copas que cada individuo toma, la cosa se descontrola. Me parece que se pasan bastante durante las fiestas de los viernes por la noche.

– ¿Y Chas no hace nada por controlar la situación?

– No lo entiendo, con toda franqueza. Es su trabajo, ¿verdad? ¿Para qué ser prefecto superior, si no va a hacerlo?

– La respuesta es fácil, Havers. Ser nombrado prefecto es bueno para el expediente académico de un estudiante. Me atrevería a decir que las universidades no se molestan en investigar qué clase de prefecto era el estudiante. Les basta con saber que lo fue, y a partir de ahí hacen sus deducciones.

– Pero ¿cómo llegó a ser prefecto? Si no tuviera dotes de líder, ¿el rector lo habría sabido?

– Demostrar dotes de líder cuando no se es prefecto es mucho más fácil que demostrarlas cuando se es. Es una situación bastante comprometida. La gente cambia cuando está sometida a presiones. Tal vez a Chas le ocurrió eso.

– O tal vez el rector encontró a Chas demasiado atractivo para dejarle escapar -comentó Havers, con su acostumbrada aspereza-. Supongo que pasan cantidad de tiempo a solas, ¿no cree? -Lynley la traspasó con la mirada, pero ella se defendió-. No estoy ciega, inspector. Es un chico muy guapo. Lockwood no sería el primero en rendirse ante una cara bonita.

– Muy cierto. ¿Qué más ha descubierto?

– He hablado con Judith Laughland, la persona que se hace cargo de la enfermería.

– Cuénteme.

Havers llevaba trabajando con Lynley el tiempo suficiente para saber cuánto le gustaban los detalles; así que, en primer lugar, describió a la enfermera: unos treinta y cinco años de edad, cabello castaño, ojos grises, una marca de nacimiento grande en el cuello, bajo la oreja derecha, que intentaba ocultar peinándose el cabello hacia adelante y subiéndose el cuello de la camisa. Sonreía mucho y se acicalaba inconscientemente mientras hablaba, alisándose el pelo, jugando con los botones de la blusa y tocándose la pierna para asegurarse de que las medias seguían en su sitio.

Lynley hizo hincapié en las últimas descripciones.

– ¿Como si estuviera flirteando? ¿Con quién? ¿Chas estaba presente?

– Me dio la impresión de que actúa así con todos los hombres, señor, no sólo con Chas, porque mientras estábamos allí apareció un chico mayor, quejándose de dolor de garganta. Ella se puso a reír, bromeó y dijo algo así como «no puedes estar lejos de mí, ¿eh?». Cuando le introdujo el termómetro en la boca, le acarició el pelo y la mejilla.

– ¿Conclusión?

Havers adoptó una expresión pensativa.

– No creo que se liara con ningún chico; al fin y al cabo tiene casi veinte años más que ellos, pero pienso que necesita sus adulaciones y su admiración.

– ¿Casada?

– Los chicos la llamaron señora Laughland, pero no lleva anillo de casada. Yo diría que divorciada. Lleva aquí tres años, y apostaría a que llegó justo después del divorcio. Se ha dedicado de lleno a empezar una nueva vida y necesita tener la seguridad de que todavía atrae a los hombres. Ya sabe usted de qué va el rollo.

No era la primera vez que ambos entraban en contacto con aquellos subproductos de la separación y la disolución. Ambos habían sido testigos de la soledad inicial, el pánico provocado por el pensamiento de pasar el resto de la vida sin compañía, el creciente temor y la necesidad de aplacarlo con una fachada de alegría, la inmediata dedicación a una actividad frenética. Estas reacciones ante la pérdida no sólo eran exclusivas del mundo femenino.

– ¿Sabe algo de las hojas de dispensa? -preguntó Lynley.

– Las guarda en el cajón de su escritorio, pero no está cerrado con llave, y no hay vigilancia en la enfermería.