– ¿Pudo Matthew acceder a ellas?
– No me extrañaría, sobre todo si ella estaba distraída en aquel momento. Si un chico de sexto superior se encontraba en la sala cuando Matthew entró a coger la hoja, yo diría que ella estaría distraída, a juzgar por su comportamiento de hoy.
– ¿Le mencionó el tema?
– Le pregunté cómo funcionaba el sistema. Al parecer, cuando un estudiante se siente indispuesto y no puede acudir a los partidos de la tarde, va a la enfermería y Judith Laughland le examina; le toma la temperatura, o lo que haga falta y, si está enfermo de verdad, le entrega la hoja de dispensa. Si necesita ser ingresado, ella encarga a otro estudiante que entregue la hoja al profesor responsable de las actividades, o que la deposite en su casillero. De lo contrario, el propio estudiante enfermo coge la hoja de dispensa, se la da al maestro y se mete en la cama.
– ¿Lleva una lista de los que solicitan dispensa?
Havers asintió con la cabeza.
– Matthew no pidió una el viernes, señor. No consta en el registro. Había solicitado dispensa en dos ocasiones anteriores. Me parece que pudo quedarse la última, que pidió hace unas tres semanas, y esperó la oportunidad de poder huir. Eso me recuerda una cosa: Harry Morant. Chas y yo nos topamos con él hace unos minutos en el jardín de las esculturas. Trató de rehuirnos.
– ¿Habló con él?
– Todo lo que pude. No me miró a la cara. Monosílabos por respuesta.
– ¿Y?
– Matthew y él pertenecían a la Sociedad de Trenes a Escala. Así llegaron a ser compañeros de cuarto.
– ¿Amigos íntimos?
– No sé decirle, pero me dio la impresión de que Harry admiraba muchísimo a Matthew -titubeó, frunció el entrecejo y pareció buscar las palabras precisas.
– ¿Sargento?
– Creo que sabe por qué Matthew se fugó. Y arde en deseos de hacer lo mismo.
Lynley enarcó una ceja.
– Eso cambia un poco las cosas.
– ¿Por qué?
– Las diferencias de clase quedan eliminadas. Si Harry era desdichado… y Matthew era desdichado, y Smythe-Andrews era desdichado… -Alzó los ojos hacia Enrique VII, tan seguro de sí mismo, tan absolutamente confiado en que podría alterar el curso de la historia de un país.
– ¿Señor?
– Creo que ya es hora de conversar con el rector.
El estudio de Alan Lockwood, al igual que la capilla, estaba orientado hacia el este y, al igual que la capilla, contenía elementos pensados para impresionar. Un amplio mirador, abierto de par en par a pesar del frío, proporcionaba espacio suficiente para una gran mesa de conferencias de caoba, seis sillas cubiertas de terciopelo y un candelabro plateado rococó que iluminaba la pulida madera. Enfrente, una chimenea decorada con losas de porcelana azules y blancas cobijaba un fuego auténtico, en lugar del habitual simulacro eléctrico. Sobre ella colgaba el retrato inidentificable de un joven renacentista, tal vez obra de Holbein, y muy cerca había otro segundo retrato, muy poco halagador, de Enrique VII. Estanterías de libros protegidas con cristales ocupaban dos paredes de la habitación, y una tercera exhibía fotografías que abarcaban la historia reciente del colegio. Una alfombra Wilton, de intensos tonos azules y dorados, cubría el suelo. Cuando Lynley y Havers entraron en la habitación, Alan Lockwood se levantó de su escritorio, avanzó sobre la alfombra y les dio la bienvenida. Se había quitado la toga, que colgaba en la parte interior de la puerta. Tenía un aspecto extrañamente incompleto sin ella.
– Supongo que todo el mundo se ha mostrado cooperativo, ¿verdad? -preguntó, indicándoles la mesa de conferencias con un ademán y sentándose en una silla que le permitía dar la espalda a la ventana, de manera que la potente luz oscurecía su rostro. Como si no percibiera el frío reinante en esta parte del estudio, no hizo el menor esfuerzo por cerrar las ventanas.
– Mucho -contestó Lynley-. En especial su prefecto superior. Gracias por haberle designado a él.
Lockwood sonrió con auténtica cordialidad.
– Chas. Un chico estupendo, ¿verdad? Único. Apreciado por todo el mundo, sin excepción.
– ¿Respetado?
– No sólo por los estudiantes, sino también por los profesores. Nombrarle prefecto fue la decisión más sencilla de mi vida. Chas fue recomendado por todos sus profesores al final del año pasado.
– Parece un chico excelente.
– Demasiado empeñado en triunfar, pero después del desastre que ocasionó aquí su hermano mayor, creo que Chas se ha propuesto lavar el buen nombre de la familia. Muy típico de él, expiar las culpas de Preston.
– ¿La oveja negra de la familia?
Lockwood se llevó la mano al cuello, pero la dejó caer antes de que entrara en contacto con la piel.
– Un canalla, me temo. Oprobio y decepción. Fue expulsado el año pasado por robar. Le concedimos la oportunidad de renunciar voluntariamente a continuar en el colegio; al fin y al cabo, su padre es sir Francis Quilter, y nos avenimos a ciertas concesiones. Sin embargo, se negó a marcharse e insistió en que se demostraran las acusaciones vertidas sobre él -Lockwood se ajustó la corbata, y prosiguió hablando en tono compungido-. Preston era un cleptómano, inspector. No fue difícil probar las acusaciones. En cualquier caso, cuando nos dejó, se marchó a vivir a Escocia con unos parientes. Creo que se dedica a recolectar turba. Por lo tanto, las esperanzas de la familia, y el orgullo, imagino, descansan sobre los hombros de Chas.
– Un peso considerable.
– Para un chico de su capacidad, no. Chas será cirujano como su padre, como lo habría sido Preston, si hubiera mantenido alejadas sus manos de las propiedades ajenas. Fue la expulsión de Bredgar Chambers que me ha dolido más. Se han producido otras, por supuesto, pero ésa fue la peor.
– ¿Y usted lleva aquí…?
– Cuatro años.
– ¿Y antes?
Lockwood abrió y cerró la boca. Entornó los ojos, meditando sobre el suave cambio que Lynley había imprimido a sus preguntas.
– Trabajaba en la enseñanza pública. ¿Puedo preguntarle qué tiene que ver esto con su investigación, inspector?
Lynley se encogió de hombros.
– Me gusta conocer a la gente con la que trabajo -replicó, aún sabiendo que Lockwood no creía ni aceptaba la insulsa respuesta. ¿Cómo iba a hacerlo, con la sargento Havers sentada estoicamente a la mesa, tomando nota de cada una de sus palabras?
– Entiendo. Ahora que ya ha obtenido esta información, tal vez me permita solicitarle otra a cambio.
– Si puedo, lo haré.
– Estupendo. Ha estado aquí toda la mañana. Ha hablado con los estudiantes. Ha visto el colegio. Tengo entendido que su sargento ha ido a la enfermería para interrogar a la señora Laughland. ¿Existe algún motivo para que, pasado todo este tiempo, nadie se haya dedicado a rastrear las carreteras en busca del conductor que recogió a un niño y después lo asesinó?
– Una pregunta muy lúcida -concedió Lynley con afabilidad. La sargento Havers continuó escribiendo en su rincón de la mesa. Ambos interpretaban en perfecta conjunción los papeles de la contradicción y la concesión, un juego orquestado para mantener al sospechoso algo desconcertado. Habían obrado de la misma forma cientos de veces durante los últimos dieciocho meses de su asociación. A estas alturas, ya lo hacían sin pensar-. El problema, a mi entender, es que Bredgar Chambers es una zona bastante aislada. Por eso me pregunto hasta qué punto es verosímil que un chico de trece años consiguiera que alguien le recogiera haciendo autostop.
– Tuvo que ser así, inspector. No estará insinuando que llegó a pie hasta Stoke Poges, ¿verdad?
– Sólo estoy insinuando la posibilidad de que Matthew no hiciera autostop. De que, en realidad, alguien le estuviera esperando. De que conociera al conductor. En este caso, considero que aprovechamos más el tiempo investigando aquí que en otro sitio.