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El rostro de Alan Lockwood se tiñó de púrpura.

– ¿Está insinuando que alguien del colegio…? Usted sabe tan bien como yo que la muerte de ese chico, aunque muy lamentable, no está relacionada directamente con este colegio.

– Me temo que no he podido llegar a esa conclusión.

– Se fugó, inspector. Se las arregló con mucha inteligencia para simular que estaba en dos sitios al mismo tiempo. Después, se fugó para reunirse con sus amigos de Londres. Es una desgracia que ocurriera, pero ocurrió. Quebrantó las reglas del colegio, y nada puede remediar ese hecho. No es culpa del colegio, y no tengo intención de asumir esa culpa.

– Los empleados tienen aquí sus coches, y también hay vehículos del colegio para el transporte de estudiantes, ¿no es cierto?

– ¿Los empleados? -estalló Lockwood-. ¿Uno de los profesores del muchacho?

– No necesariamente -contestó Lynley, impertérrito, y esperó a que el rector comprendiera lo que quería decir. Cuando vio que Lockwood lo había hecho, prosiguió como si fuera necesario aclarar su afirmación-. Aquí hay otros trabajadores que no son profesores, amas de llaves, conserjes y cocineros, por no mencionar a las esposas de todos los docentes que viven en el campus. Están los alumnos…

– Está loco -dijo Lockwood, abrumado-. El cadáver del chico fue encontrado el domingo por la noche. Había desaparecido el viernes. Lo único lógico es pensar que recorrió un larguísimo camino a pie antes de que le recogieran.

– Quizá. Sin embargo, llevaba el uniforme del colegio cuando se fue. Eso indica que no tenía miedo de que le reconocieran y le devolvieran aquí.

– Puede que se abriera camino a través de los campos, las acequias y el bosque hasta alejarse lo suficiente. El chico no era idiota. Vino aquí gracias a una beca. No estamos hablando de un muchacho carente de sentido común, inspector.

– Esa beca me interesa. ¿Cuándo, exactamente, se fijó el colegio en Matthew?

Lockwood se levantó de la mesa, se acercó escritorio y volvió con un expediente que hojeó un momento antes de contestar.

– Sus padres le reservaron una plaza cuando tenía ocho meses de edad -el rector levantó la vista, como si aguardase una conclusión de Lynley que denigrara todavía más la reputación del colegio-. Es el procedimiento que se suele seguir en los colegios privados, inspector, aunque usted ya lo sabe. Eton, ¿verdad?

Lynley hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Y la beca?

– Todos los futuros alumnos de tercero reciben información sobre las becas que ofrecemos. Esta beca en particular se concede a los niños que auguran un brillante porvenir en los estudios y sufren dificultades económicas.

– ¿Cómo se selecciona el alumno?

– Un miembro de la junta de gobierno presenta la solicitud. Mi decisión final se basa en la recomendación de la junta.

– Entiendo. ¿Quién propuso el nombre de Matthew Whateley?

Lockwood vaciló.

– Inspector, algunas cosas son materia…

Lynley levantó una mano.

– Nunca en una investigación de asesinato, me temo.

Se produjo un instante de indecisión. La sargento Havers dejó de escribir y levantó la vista, con el lápiz en el aire.

Los ojos de Lockwood se clavaron en los de Lynley durante diez segundos, y luego descendieron.

– Giles Byrne propuso el nombre de Matthew para la beca -dijo Lockwood-. Habrá oído hablar de él, sin duda.

Así era. Giles Byrne, el brillante analista de los males políticos, sociales y económicos del país. El de la lengua afilada y el ingenio vivo. Un graduado de la facultad de Económicas de Londres que dirigía un programa de radió en la BBC, durante el cual despedazaba a cualquiera que se sometiera a la entrevista. Era una noticia interesante, pero lo era mucho más la relación establecida por Lynley en cuanto oyó el apellido.

– Byrne. Así que el prefecto de la residencia Erebus… Brian Byrne…

– Sí. Es el hijo de Giles Byrne.

Capítulo 8

Emilia Bond nunca se sentía a gusto los días que debía dar clase de química a los alumnos de sexto superior nada más terminar de comer. En el curso de los dos años que llevaba en Bredgar Chambers, había solicitado con frecuencia al rector que le cambiara el horario, a fin de que los alumnos de sexto superior dieran clase con ella por la mañana. Después de comer, explicaba pacientemente, no se concentran bien. Sus cuerpos están dedicados a la digestión. El flujo de sangre que acude al cerebro es insuficiente. ¿Cómo pueden entregarse a fórmulas y experimentos, si una función biológica básica del cuerpo se lo impide?

El rector siempre la escuchaba con falsa simpatía, siempre afirmaba que procuraría remediarlo, y siempre dejaba las cosas exactamente igual que antes. Era exasperante, al igual que su sonrisa, hipócrita y paternal. No ocultaba el hecho de que desaprobaba por completo su presencia en Bredgar Chambers. Con veinticinco años de edad, era la única profesora del equipo docente, y el rector solía actuar como si su presencia fuera a ejercer una influencia perversa en los muchachos con los que trataba. No le importaba que hubiera en el campus noventa chicas entre los dos cursos de sexto, que bastaban para provocar un considerable alboroto. El que Emilia formara parte del equipo parecía convertirla en un tipo de mujer mucho más peligroso.

Era una idea muy poco creíble. Sabía muy bien que un chico de dieciocho años no la iba a convertir en su objeto del deseo. En conjunto, resultaba bastante atractiva, tal vez un poco corpulenta para su estatura, pero de ninguna manera gorda. Hacía demasiado ejercicio para que la gordura constituyera un problema, aunque sabía que, en cuanto dejara de jugar al tenis, hacer excursiones a pie, nadar, jugar al golf, correr e ir en bicicleta, su cuerpo respondería a la falta de atenciones hinchándose como un globo. Sin embargo, ese mismo ejercicio que salvaba su cuerpo perjudicaba el resto de su físico. Era muy rubia. La constante exposición al sol había producido una abundante aparición de pecas sobre su nariz. La constante exposición al viento, si bien conservaba el color natural de sus mejillas, imponía un corte de pelo infantil y, desde su punto de vista, absolutamente desastroso, muy corto y espigado, y tan rubio que era casi blanco. Por lo tanto, era improbable que algún muchacho del colegio la mirase de otra forma que con afecto fraternal. Su maldición consistía en ser la hermana mayor universal, siempre con un consejo en los labios y una amigable palmadita en la espalda. Odiaba ese papel, aunque continuaba interpretándolo con todo el mundo.

Sin embargo, no lo había interpretado con John Corntel. Emilia sentía que un malestar se abría paso en su interior cuando pensaba en John, y trataba de concentrarse en otra cosa. El esfuerzo era inútil. Él se introducía tenazmente en sus pensamientos, obligándola a meditar en el camino que había recorrido desde que eran colegas y conocidos, diecinueve meses atrás, hasta lo que eran ahora. ¿Y qué eran?, se preguntaba. ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Dos individuos sin ninguna otra relación, que se entregaban a un momento de debilidad física? ¿O, lo más probable, una broma cósmica, una burla monumental de un sonriente Dios?

Le gustaba creer que todo había empezado entre los dos de una manera inocente, sin más intención por su parte que trabar amistad con un hombre enfermizamente tímido. Pero, desde el principio, para ser sincera, había visto en John Corntel la posibilidad de llegar a casa para estar con lo que deseaba de verdad. Su amistad con él representaba un primer eslabón en la cadena marido, familia, seguridad. De modo que, si bien se había dicho de entrada que sólo quería ayudarle a sentirse menos violento cuando estaba cerca de las mujeres, la verdad era que sólo quería que se sintiera menos violento cuanto estaba con ella. El bienestar reencontrado en presencia de una mujer conduciría, en opinión de Emilia, a una relación más permanente.

Lo que no había sospechado, tras lanzarse con toda sangre fría a capturar a un hombre y asegurar su futuro, era que también se enamoraría de él, que iba a preocuparse tanto por todos sus pensamientos, su dolor, su confusión, su pasado, su futuro. Enamorarse de él había sido todo un acto de seducción. Hasta que no se encontró hundida hasta el cuello, no se dio cuenta de lo que le había ocurrido. Cuando por fin comprendió la intensidad de sus sentimientos por John, cuando por fin se decidió a actuar en consecuencia, de aquella manera directa tan típica de ella, todo se derrumbó de la forma más horrible e irreparable.