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Lo cual no la habría sorprendido. Lynley había trabajado como un poseso durante los últimos dos meses. Su presencia en el Yard había sido tan incesante (requiriendo a menudo la reacia presencia de la sargento), que los otros detectives de la división ya le habían bautizado como Mr. Ubicuo.

– Vete a casa, chaval -rugía el inspector MacPherson cuando le veía en un pasillo, en una reunión o en el comedor de oficiales-. Nos estás desacreditando a los demás. ¿Aspiras a un puesto superior? No podrás dormirte en los laureles de un ascenso si la palmas de un infarto.

Lynley reía con su habitual afabilidad y esquivaba la razón oculta tras los sesenta días de labor febril. No obstante, Barbara sabía por qué se quedaba en el trabajo hasta muy entrada la noche, por qué se presentaba voluntario a las guardias, por qué sustituía a otros oficiales en cuanto se lo pedían. La postal que descansaba en este momento junto al borde del escritorio lo explicaba todo. La cogió.

Databa de cinco días atrás, provenía del mar Jónico y el largo viaje a través de Europa la había arrugado considerablemente. Representaba una curiosa procesión de portadores de incienso, oficiantes que empuñaban cetros y sacerdotes de la iglesia ortodoxa griega, barbudos y ataviados con hábitos dorados, que cargaban a hombros una silla de manos incrustada de joyas y protegida con cristales por los lados. Los restos de San Spiridón descansaban en la silla. Apoyaba su cabeza amortajada contra el cristal, como si en lugar de llevar más de mil años muerto estuviera simplemente dormido. Barbara volvió la postal y leyó con todo descaro el contenido. Habría adivinado el tono del mensaje sin necesidad de leerlo.

Querido Tommy: ¡Imagina tus pobres restos acarreados por las calles de Corfú cuatro veces al año! Por Dios, te hace pensar en la sabiduría de dedicar tu vida a la santidad, ¿verdad? Te agradará saber que he rendido tributo a mi desarrollo intelectual con un peregrinaje al templo de Júpiter en Casíope. Me atrevería a decir que apruebas una empresa tan digna de Chaucer.

H.

Barbara sabía que la postal era la décima que lady Helen Clyde enviaba a Lynley en los dos últimos meses. Todas las anteriores eran iguales: un comentario cordial y divertido sobre algún aspecto de la vida en Grecia, puntuando los desplazamientos de lady Helen por el país en lo que parecía un viaje interminable iniciado en enero, pocos días después de que Lynley le pidiera que se casara con él. La respuesta de la joven había sido un no definitivo, y las postales, que no enviaba a la casa de Lynley en Eaton Terrace, sino a Scotland Yard, subrayaban su determinación de permanecer insensible a las demandas de su corazón.

Que Lynley pensaba cada día, si no cada hora, en Helen Clyde, que la deseaba, que la quería con una firmísima intensidad, eran los hechos agazapados tras la infinita capacidad del inspector para aceptar nuevas misiones sin rechistar. Cualquier cosa con tal de tener bajo control a los aullantes sabuesos de la soledad, pensó Barbara. Cualquier cosa con tal de impedir que el dolor de vivir sin Helen creciera como un tumor en su interior.

Barbara dejó la postal en su sitio, retrocedió unos pasos e introdujo expertamente su parte del informe en la bandeja. El consiguiente movimiento de aire removió los papeles del escritorio y los arrojó al suelo, despertando a Lynley. Se agitó, hizo una mueca al ver que le habían descubierto durmiendo, se frotó la nuca y se quitó las gafas.

Barbara se dejó caer en la silla contigua al escritorio, suspiró y se manoseó el corto cabello con inconsciente energía, consiguiendo enderezarlo como las púas de un cepillo.

– Oh, sí -dijo-. ¿Escuchas las macizas campanadas de Escocia llamándote, muchacho? Dime que sí.

Lynley reprimió un bostezo y contestó:

– ¿Escocia, Havers? ¿Qué demonios…?

– Sí, aquellas diminutas y macizas campanas, que te llaman de regreso al país de la malta. Aquellos benditos y ahumados tragos de fuego líquido…

Lynley irguió su larguirucho cuerpo y se puso a ordenar los papeles.

– Ah, Escocia. ¿Debo imaginar, sargento, que este viaje sentimental al país de sir Walter Scott es una indicación de que todavía no ha bebido su ración semanal de alcohol?

Ella sonrió y dejó de lado a Robert Burns.

– Vámonos al King's Arms, inspector. Dos de MacCallan y cantaremos a dúo Corning Through the Rye. No querrá perdérselo. Tengo una voz de mezzosoprano que arrancará lágrimas de sus adorables ojos pardos.

Lynley se limpió las gafas, las ajustó sobre la nariz y comenzó a examinar el trabajo de Havers.

– Su invitación me halaga, no piense lo contrario. La oportunidad de oírla gorjear me conmueve el corazón, pero hoy tenemos entre nosotros a alguien cuya cartera no ha vaciado con tanta regularidad como la mía. ¿Por dónde anda el agente Nkata? No le he visto aquí esta tarde.

– Está de servicio.

– Qué pena. Me temo que no está de suerte. Prometí a Webberly que le entregaría este informe mañana por la mañana.

Barbara sintió una punzada de exasperación. Había rechazado su invitación con más habilidad de la empleada por ella para formularla. Pero le quedaban más armas, de modo que utilizó la primera.

– Se lo prometió a Webberly para mañana por la mañana, pero usted y yo sabemos que no lo necesita hasta la semana que viene. Déjese de historias, señor. ¿No cree que ya es hora de volver al país de los vivos?

– Havers…

Lynley no alteró su postura. Ni siquiera levantó la vista de los papeles. Su tono contenía una advertencia implícita. Era una delimitación de fronteras, una declaración de superioridad en la cadena de mando. Barbara había trabajado con él durante el tiempo suficiente para saber qué quería decir cuando pronunciaba su apellido con estudiada neutralidad. Estaba penetrando en zona prohibida. Su presencia era indeseada y no sería admitida sin lucha.

Bien, pensó con resignación. Sin embargo, no pudo reprimir una última incursión en las regiones protegidas de su vida privada.

Señaló la postal con un movimiento de la cabeza.

– Nuestra Helen no le está dando muchas esperanzas, ¿verdad?

Lynley levantó la cabeza y dejó caer el informe, pero el agudo timbre del teléfono impidió que replicara. Lynley descolgó el auricular y oyó la voz de una recepcionista del Yard, que trabajaba en el hostil vestíbulo de mármol gris y negro.

– Un visitante aquí abajo -anunció la voz adenoidal sin más preliminares-. Un tipo llamado John Corntel pregunta por el inspector Asherton. Es usted, supongo. No sé por qué alguna gente es incapaz de recordar un nombre… incluso cuando al tío en cuestión le da por ensartar nombres como si fuera de sangre real y espera que en recepción los sepan todos y los reconozcan.

Lynley interrumpió el rosario de quejas.

– ¿Corntel? La sargento Havers bajará a buscarle.

Lynley colgó, enmudeciendo la voz de mártir que le preguntaba cómo le gustaría que le llamara la semana siguiente. ¿Lynley, Asherton, o por algún otro polvoriento título familiar que le apeteciera emplear durante un mes o dos? Havers, anticipándose a sus deseos por lo que había oído de la conversación, ya se dirigía hacia el ascensor.

Lynley la vio salir. Sus pantalones de mezclilla ondeaban alrededor de sus piernas achaparradas, y del codo de su raído jersey de Aran colgaba, como una polilla, un trozo de papel. Pensó en la inesperada visita de Corntel; un fantasma del pasado, sin duda.