«No era el hombre que yo pensaba.» Rió interiormente de la facilidad con que había llegado a esa conclusión. Sería muy conveniente romper con John Corntel cuanto antes. Un error. Un deplorable malentendido. «Pensé que tú… y tú pensaste que yo… oh, olvidémoslo… volvamos a ser amigos como antes…»
Pero era imposible. Costaba mucho pasar del amor a la amistad. No era como apagar las luces. A pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos, sus lágrimas de horror, la mortificación de John, sabía que aún le amaba y le deseaba, aunque ya no le comprendía.
La puerta del laboratorio se abrió, interrumpiendo sus pensamientos. Levantó la vista desde el estrado donde se hallaba y vio que Chas Quilter entraba en clase, con un cuaderno y un libro bajo el brazo. Sonrió, a modo de disculpa por llegar tarde.
– Estaba…
– Lo sé. En este momento nos estamos concentrando en los tres problemas apuntados en la pizarra. Procura seguirnos.
El chico asintió y ocupó su lugar acostumbrado en la segunda mesa. Sólo había ocho estudiantes presentes en aquel momento, tres chicas y cinco chicos, y en cuanto Chas abrió su libreta, dos de ellos susurraron su nombre en tono perentorio.
– ¿Qué querían saber? -preguntó uno.
– ¿Cómo ha ido? -dijo el otro-. ¿Son fáciles de…?
– Estamos en clase -interrumpió Emilia, que les había oído-. Prestad atención. Todos.
Hubo un instante de sorprendidas quejas, pero a Emilia no le importó. Había consideraciones que sobrepasaban la simple curiosidad, y la primera consideración era el muchacho sentado a la derecha de Chas Quilter.
Brian Byrne era en gran parte responsable de lo que le había sucedido a Matthew Whateley. Era el prefecto de Erebus, el responsable de que la residencia funcionara, de que los chicos se adaptaran a la vida del colegio, de que se cumplieran las normas, se mantuviera la disciplina y se aplicaran los castigos, en caso de necesidad.
Pero Brian Byrne había fallado en algún momento, y Emilia veía que el peso de aquel fracaso se reflejaba en la postura de sus hombros, en sus ojos caídos, en el tic que desviaba la comisura derecha de su boca, como una especie de parálisis.
Brian se enfrentaría al peor de los castigos como resultado de la muerte de Matthew Whateley. Los reproches que se auto dirigiría ya serían enérgicos, pero no peores que los de su padre, hirientes y escogidos con notable crueldad. Giles Byrne sabía muy bien cómo denigrar a la gente, sabía exactamente qué armas utilizar. Sabía, en especial, encontrar todos los puntos débiles de la armadura patéticamente insignificante de su hijo. Emilia le había visto en acción el día de los padres del último trimestre, recorriendo con los ojos el trabajo de historia de Brian, exhibido junto con los demás trabajos y proyectos en el claustro este. Byrne apenas le había dedicado un minuto de examen.
– Diez páginas, ¿eh? -comentó, y luego frunció el entrecejo-. Creo que deberías mejorar la letra, si quieres ir a la universidad algún día, Brian.
Después, siguió caminando, frío e indiferente, como abrumado por un aburrimiento monstruoso. Como miembro de la junta de gobierno, no podía demostrar un interés mayor por el trabajo de su hijo que por el de los demás alumnos.
Emilia, que paseaba por el claustro, había visto la expresión que asomó al rostro de Brian, una mezcla de dolor, rechazo y vergüenza. Iba a acercarse para consolarle, cuando Chas Quilter salió de la capilla. El semblante de Brian se transformó al instante. Se puso a hablar enseguida con Chas, riendo, y le siguió en dirección al comedor.
Chas había sido muy bueno con Brian. Su amistad había servido para que Brian se mostrara mucho más extrovertido, accediendo a un mundo de estudiantes más seguros y confiados. Sin embargo, mientras Emilia observaba ahora a ambos, que tenían los ojos clavados en sus respectivos apuntes, se preguntó si el error de Brian influiría en su amistad con Chas. Desprestigiaba a Chas como prefecto superior. Desprestigiaba a todo el colegio.
En última instancia, también desprestigiaba a su padre. Pasara lo que pasase, Brian tenía las de perder.
Era terriblemente injusto, pensó Emilia.
La puerta del laboratorio se abrió por segunda vez aquella mañana. Emilia sintió que sus músculos se tensaban en una reacción automática, huir o luchar. Era la policía.
Cuando entraron en el laboratorio de química, Lynley comprobó que la sargento Havers no había exagerado al afirmar que el edificio y sus aulas no habían experimentado cambios significativos desde los tiempos de Darwin. El laboratorio no era un ejemplo de modernidad científica. Tuberías de gas corrían a lo largo del techo, había grietas en el suelo de parquet, la iluminación era insuficiente, y la pizarra estaba tan gastada que los problemas escritos en ella parecían fundirse con los fantasmas de cientos de problemas que yacían bajo ellos.
Los ocho alumnos presentes se sentaban en taburetes de madera imposiblemente altos y trabajaban en mesas blancas desportilladas; tenían la superficie de pino agujereada. Sobre las mesas había pequeñas vasijas rectangulares de porcelana, quemadores de hierro oxidados y machos de cobre. A un lado de la zona de trabajo, y alineados frente a una pared, había armarios encristalados, llenos de cilindros graduados, pipetas, frascos, cubetas y un notable surtido de botellas tapadas con corchos, que contenían productos químicos y llevaban etiquetas escritas a mano. Sobre estos armarios había probetas altas, dispuestas sobre pedestales de madera, preparadas para mezclar productos químicos gota a gota. La mezcla se realizaba en la cámara de humos dispuesta sobre una mesa situada al otro lado de la sala; se trataba de una estructura de caoba y vidrio demasiado antigua, provista de un ventilador oxidado que no servía para nada.
Todo el laboratorio tendría que haberse vaciado años antes. El que no se hubiera modernizado daba cuenta de la situación económica del colegio. También hablaba de las múltiples presiones a las que hacía frente Alan Lockwood para lograr que el colegio funcionara, para alentar nuevas solicitudes y, de alguna manera, para conseguir los fondos necesarios para poner al día los servicios.
Como si reconociera la censura implícita en la observación de Lynley, la profesora se dirigió hacia la cámara de humos y bajó la ventanilla delantera. Una tenue capa de residuos oscurecía el cristal. Se volvió hacia los alumnos, que habían dejado de trabajar, uno tras otro, para mirar a Lynley y Harvers.
– Hay que terminar los problemas -anunció, caminando hacia la puerta-. Soy Emilia Bond, la profesora de química. ¿En qué puedo ayudarles?
Habló con tono firme, con seguridad, pero Lynley no dejó de advertir un frenético latido en su garganta.
– Inspector Lynley, sargento Havers, del DIC de Scotland Yard -respondió él, aunque el comportamiento de la mujer revelaba que la presentación era innecesaria. Emilia Bond sabía muy bien quiénes eran y, sin duda, para qué habían venido al laboratorio-. Nos gustaría charlar con uno de sus alumnos, si es posible, Brian Byrne.
Todos los ojos, excepto los de la profesora, se volvieron al instante hacia el chico sentado al lado de Chas. En lugar de levantar la vista, siguió concentrando su atención en el cuaderno abierto frente a él, con el lápiz suspendido en el aire, inmóvil.
– Bri -murmuró Chas Quilter.