El chico alzó la cabeza.
Lynley sabía que Brian Byrne, estudiante de sexto superior, tendría diecisiete o dieciocho años, pero parecía muchísimo más viejo y joven al mismo tiempo. La juventud provenía de un rostro redondeado, que carecía de los rasgos definidos, la piel tensa, o las arrugas incipientes alrededor de la boca y los ojos que presagiaban la inminencia de la edad adulta en sus compañeros. Por otra parte, la madurez procedía del perfil del cabello y el físico, que se combinaban de una manera extraña. Empezaba a tener entradas, y probablemente se quedaría calvo antes de los treinta años. Su cuerpo era musculoso, como el de un luchador, desarrollado a fuerza de utilizar las pesas.
Emilia Bond habló cuando Brian empezó a descender del taburete. Movió el cuerpo un poco, como interponiendo una barrera inconsciente entre Brian y la policía.
– ¿Es necesario, inspector? Falta menos de media hora para que termine la clase. ¿No puede esperar?
– Me temo que no -contestó Lynley.
Examinó por última vez el aula. Tres chicas, dos atractivas, de piernas largas y pelo largo, y una tercera que parecía una rata atemorizada. Cinco chicos, tres guapos y robustos, uno con gafas, pinta de empollón y espalda algo encorvada, y Brian Byrne, que no encajaba en ninguna de las dos categorías.
Brian se acercó a la puerta. Lynley dio las gracias a Emilia Bond.
– Si nos acompañas a tu habitación -le dijo a Brian-. Creo que podremos hablar en privado.
– Por aquí -se limitó a responder el muchacho, y les precedió por el pasillo hasta salir del edificio.
La residencia Erebus se encontraba justo enfrente del edificio de Ciencias. La residencia Mopsus estaba al este, Calchus al oeste y, detrás, Ion, la sede del club social de sexto. Recorrieron un sendero, cruzaron un tramo de pavimento, que aprovechaban coches, camionetas y furgonetas para realizar las entregas de material a los edificios, y entraron en Erebus por la misma puerta que habían utilizado unas horas antes.
La habitación de Brian estaba en la planta baja, contigua a la puerta que daba acceso a los aposentos privados de John Corntel, el director de la residencia. Como las demás habitaciones del edificio, la de Brian no estaba cerrada con llave. La abrió y dejó pasar a Lynley y Havers.
La habitación era la típica de muchos colegios. El folleto del colegio la describía, eufemísticamente, como «dormitorio y sala de estar», apoyándose en la presencia de una cama individual, una silla, un escritorio y tres estantes para libros, además del habitual armario de conglomerado y una pequeña cómoda. La verdad era que se reducía a poco más que una celda, con una sola ventana batiente emplomada, que tenía un cristal roto. Un calcetín negro servía para tapar la brecha y proteger del frío. La atmósfera olía a lana húmeda.
Brian cerró la puerta a su espalda sin hablar. Descargó el peso de su cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro, hundió una mano en el bolsillo del pantalón y esperó, haciendo sonar monedas o llaves.
Lynley no tenía prisa en empezar el interrogatorio. Examinó la decoración del dormitorio, mientras la sargento Havers tomaba asiento en la cama, se quitaba la chaqueta y sacaba su cuaderno.
En las paredes sólo había unas cuantas fotos pegadas. Eran de equipos de atletismo del colegio, el primero de rugby, el primero de criquet y el primero de tenis. Brian no aparecía en ninguna, pero Lynley no tardó en observar el nexo que unía las fotografías, Chas Quilter. El prefecto superior también era el tema central de una cuarta foto, esta vez con una chica al lado, que le rodeaba con los brazos y apoyaba la cabeza en su pecho. El viento revolvía el cabello de la muchacha y empujaba nubes brillantes a través del cielo. Una novia sin duda, pensó Lynley. Resultaba extraño encontrar una foto semejante en el cuarto de otro chico.
Lynley separó la silla del escritorio y le indicó a Brian que se sentara. Él permaneció de pie, apoyado en la pared, cerca de la ventana. Desde ella, sólo se veía un trozo de césped, un aliso que empezaba a florecer y la puerta lateral de Calchus.
– ¿Qué hay que hacer para ser miembro del club social de sexto? -preguntó Lynley.
La pregunta sorprendió al muchacho. Sus ojos, de un tono indefinido entre azul y gris, se oscurecieron al tiempo que las pupilas se dilataban. No respondió.
– ¿La iniciación? -insistió Lynley.
Brian torció la boca.
– ¿Qué tiene eso que ver con…?
– ¿La muerte de Matthew Whateley? -sonrió Lynley-. De momento, nada en absoluto. Simple curiosidad. Me preguntaba si los colegios habían cambiado mucho desde que yo estuve en Eton.
– El señor Corntel fue a Eton.
– Fuimos compañeros de clase.
– ¿Fueron compañeros de clase? -Los ojos de Brian se desviaron hacia la foto de Chas.
– Amigos íntimos en un tiempo, aunque luego los años nos separaron. No es la circunstancia más apropiada para renovar una vieja amistad, ¿verdad?
– Lo peor es tener que renovarla -dijo Brian-. Los buenos amigos siempre deberían seguir siendo buenos amigos.
– ¿Cómo tú y Chas?
– Es mi mejor amigo -reconoció-. Iremos juntos a Cambridge en octubre. Si nos aceptan. Chas, seguro. Saca buenas notas y aprobará el examen de entrada en la universidad el trimestre próximo.
– ¿Y tú?
Brian levantó una mano y la agitó de un lado a otro.
– No estoy seguro. Tengo una buena mollera, pero no siempre la utilizo tan bien como podría -parecía la evaluación de un adulto, el análisis que se enviaría a casa de unos padres.
– Supongo que tu padre podría ayudarte a entrar en Cambridge.
– Si quisiera su ayuda, pero resulta que no.
– Entiendo -la determinación de lograrlo por sus propios medios, sin la considerable influencia que un hombre de la reputación de Giles Byrne podía ejercer, era admirable-. ¿Y la iniciación al club social?
– Cuatro pintas de cerveza y… -enrojeció-… Ser pasado por salsa, señor.
Lynley desconocía la expresión. Pidió una explicación y Brian continuó, lanzando una desmañada carcajada.
– Ya sabe. Ponerse salsa picante, o un ungüento muy fuerte, en el… ya sabe-. Desvió los ojos hacia Havers incómodo.
– Entiendo. ¿Eso es ser pasado por salsa? Me parece bastante incómodo. ¿Eres miembro del club? ¿Has superado la iniciación?
– Más o menos. Quiero decir que la superé, pero me puse fatal. En cualquier caso, soy del club -frunció el entrecejo, como sí comprendiera lo que acababa de hacer, al admitir la existencia de la iniciación-. ¿Le pidió el rector que lo averiguara, señor?
– No. Simple curiosidad -sonrió Lynley.
– Se supone que no hacemos este tipo de cosas, pero ya sabe usted cómo son los colegios. En especial éste. No hay muchas cosas que hacer.
– ¿Qué hacen los miembros de club social cuando se reúnen?
– Fiestas. Los viernes por la noche, generalmente.
– ¿Todos los alumnos de sexto superior son miembros del club?
– No, sólo los que quieren.
– ¿Qué hacen los demás?
– Son los perdedores. Quedan aislados. No tienen amigos, ya sabe.
– ¿Hubo una fiesta el pasado viernes por la noche?
– Hay fiesta todos los viernes por la noche. Sin embargo, ésa fue menos concurrida. Muchos de sexto superior se habían marchado a pasar el fin de semana fuera, al igual que los de sexto inferior y quinto. Había un torneo de hockey en el norte.
– ¿Tú no quisiste ir?
– Demasiados deberes, y un examen que debía preparar para esta mañana.
– Sí, me acuerdo bien de cómo es eso. ¿Te impidió la fiesta de sexto superior que se celebró el viernes por la noche ocuparte de los chicos de Erebus? -mientras formulaba la pregunta, Lynley se detestó por la facilidad con que había atraído al muchacho hacia este punto. No se trataba de una cuestión de ingenio; le había bastado con admitir un pasado y una experiencia similares para crear un vínculo, utilizando cada pregunta para ir despojando a Brian de la coraza protectora que todo el mundo, culpable o inocente, se ponía cuando la policía le interrogaba.