– Regresé a las once -Brian se puso en guardia con esta respuesta-. No pasé revista. Me fui a la cama.
– Cuando te marchaste del club, ¿seguían allí los demás chicos de sexto superior?
– Algunos.
– ¿Permanecieron todo el rato en la fiesta? ¿Alguno se ausentó durante la velada?
Brian no era idiota. Su expresión reveló a Lynley que, aunque tarde, se había dado cuenta de la dirección que tomaban las preguntas.
– Clive Pritchard entró y salió -dijo, tras un momento de vacilación-. Es un tío de Calchus.
– ¿Un prefecto?
Brian parecía irónicamente divertido.
– No es carne de prefecto, si sabe a qué me refiero.
– ¿Y Chas? ¿Estuvo en la fiesta?
– Sí.
– ¿Todo el rato?
Un momento para pensar, para recordar, para decidirse entre la verdad o el engaño.
– Sí. Todo el rato -el espasmo que agitó su labio le traicionó.
– ¿Estás seguro? ¿Se quedó Chas todo el rato? ¿Estaba allí cuando te marchaste?
– Estaba allí, sí. ¿Dónde, si no?
– No lo sé. Trato de averiguar lo que ocurrió en el colegio el viernes, cuando Matthew Whateley desapareció.
Los ojos de Brian se nublaron.
– ¿Cree que Chas tuvo algo que ver con ello?¿Porqué?
– Si Matthew se fugó, es que tenía razones para hacerlo, ¿no?
– ¿Y piensa que Chas era el motivo? Lo siento, señor, pero eso es una chorrada.
– Tal vez, por eso te pregunto si Chas estuvo en el club social toda la noche. Si fue así, difícilmente pudo ver a Matthew Whateley.
– Estuvo. Estuvo allí. Le vi en todo momento. No le quité la vista de encima ni un instante. Estuvo conmigo la mayor parte del tiempo. Y cuando no estuvo… -Brian se interrumpió bruscamente. Cerró el puño derecho. Apretó los labios hasta que se le pusieron blancos.
– Así que se fue -dijo Lynley.
– ¡No! Es que le llamaron por teléfono varias veces. Quizá tres, no me acuerdo. Alguien vino a buscarle, se fue a Ion, donde está el teléfono, y recibió la llamada, pero no se ausentó el tiempo suficiente para hacer algo.
– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
– No lo sé. Cinco, diez minutos, como máximo. ¿Qué podría haber hecho en ese rato? Nada. ¿Y qué más da? Ninguna de las llamadas se produjo antes de las nueve, y todo el mundo sabe que Matthew Whateley se fugó por la tarde.
Lynley vio que el muchacho estaba perdiendo el control y aprovechó la situación.
– ¿Por qué se fugó Matthew? ¿Qué le pasó en el colegio? Tú y yo sabemos que en los colegios, detrás de las puertas cerradas, suceden cosas que el rector y los profesores desconocen, o que prefieren ignorar. ¿Qué ocurrió?
– Nada. No encajaba, sencillamente. Era diferente. Todo el mundo se lo dirá. Todo el mundo lo sabía. Nunca se hizo a la idea de que los compañeros son importantes… Más que importantes, lo más importante… Para él, lo eran las clases, los deberes y prepararse para la universidad, nada más.
– Así que tú le conocías.
– Conozco a todos los chicos de Erebus. Es mi trabajo, ¿no?
– Y, a excepción del viernes pasado, ¿haces bien tu trabajo?
Su cara se tensó.
– Sí.
– Tu padre propuso a Matthew para la beca de la junta de gobierno. ¿Lo sabías?
– Sí.
– ¿Qué te pareció?
– ¿Por qué iba a tener una opinión? Cada año propone a un estudiante para la beca. Este año ganó su protegido. ¿Y qué?
– Tal vez eso te impidió facilitar la integración de Matthew en el colegio. Era de un medio social diferente al de la mayoría de los chicos, después de todo. Te habría costado un poco que se sintiera a gusto aquí.
– Lo que usted está diciendo, en realidad, es que yo estaba celoso de Matthew por el interés que mi padre había demostrado hacia él, y que no moví un dedo para facilitar su adaptación. De hecho, se las hice pasar tan putas desde el primer momento que al final no pudo aguantarlo, se fugó y murió como resultado. ¿No es eso? -Brian meneó la cabeza-. Si me dedicara a molestar a todos los chicos por los que mi padre se interesa, no daría abasto. Está buscando otro Eddie Hsu, inspector. No descansará hasta que lo encuentre.
– ¿Eddie Hsu?
– Un antiguo bredgariano que mi padre apadrinó -Brian sonrió, con una expresión de amargo placer-. Hasta que se suicidó. En 1975. Justo antes del examen de entrada en la universidad. ¿No ha visto en la capilla el memorial que mi padre dedicó a Eddie? Es difícil pasarlo por alto: «Eddie Hsu… Bienamado estudiante.» Mi padre busca un sustituto desde entonces. Papá es como el rey Midas, sólo que todo cuanto toca muere.
Sonó un fuerte golpe en la puerta.
– ¡Byrne! ¡Vamos a ello! ¡Vamos!
Lynley no reconoció la voz. Dio permiso a Brian con un cabeceo.
– Únete a la fiesta, Clive -dijo el muchacho.
– Eh, tío, vamos a… -el chico se quedó petrificado al ver a Havers y a Lynley, pero se recobró enseguida y saludó-. ¡Oh, oh! Aquí tenemos a la pasma, si no me equivoco. Al fin te han echado el guante, ¿eh, Bri? -Giró sobre sus talones.
– Clive Pritchard -dijo Brian, a modo de introducción-. El mejor espécimen de Calchus.
Clive sonrió. Su ojo izquierdo estaba un poco más bajo que el derecho, y el párpado se cerraba con cierta pereza. Combinado con la sonrisa, daba la sensación de que estaba un poco borracho.
– Ya lo sabes, tío -no prestó más atención a la policía-. Hemos de estar en el campo dentro de diez minutos, tío, y ni siquiera te has cambiado. ¿Qué pasa contigo? He apostado cinco libras a que machacamos a Ion y Mopsus, y tú aquí sentado, dando cháchara a la poli.
Clive no iba vestido con el uniforme del colegio, sino con un chándal azul y un jersey a rayas amarillas y blancas. Ambos eran muy ajustados, destacando su figura delgada y fuerte, aunque no musculosa. Parecía un esgrimista y se movía con agilidad, como un esgrimista.
– No sé si… -Brian miró a Lynley con aire interrogativo.
– Ya tenemos bastante información por ahora -replicó Lynley-. Puedes irte.
Cuando el sargento Havers se levantó y avanzó hacia la puerta, Brian abrió su aparador y sacó un chándal, zapatillas de gimnasia y un jersey azul y blanco que escogió entre los tres que colgaban de los ganchos.
– Ése no, Bri -dijo Clive-. Me parece que te estás agilipollando, ¿eh? Hoy vamos de amarillo, a menos que quieras unirte al equipo de Ion. Ya sé que tú y Quilter sois como culo y mierda, pero sé un poco leal a la residencia, ¿vale?
Brian, como idiotizado, miró las prendas que sostenía. Frunció el entrecejo. Se quedó inmóvil. Clive, con un gruñido de impaciencia, le quitó de las manos el jersey, sacó del aparador el amarillo y blanco y se lo tendió.
– No puedes estar con Quilter esta tarde, cariñín. Venga, coge tu equipo. Cámbiate en el pabellón deportivo. Hay unos cuantos pavos esperando recibir una paliza. Ya no queda tiempo para preocuparse por ellos. Con un palo de hockey en la mano soy la hostia. ¿No te lo había dicho? Ion y Mopsus son los pecadores, y van a recibir su castigo, al estilo Pritchard -Clive hizo ademán de patear las espinillas de Brian.
Brian fingió una mueca de dolor y sonrió.
– Vamos a ello -dijo, y permitió que Clive le sacara a rastras de la habitación.
Lynley les vio marchar. No pasó por alto el hecho de que ninguno de los dos le miró a los ojos cuando se fueron.
Capítulo 9
– Repasemos lo que tenemos -dijo Lynley.
En respuesta, la sargento Havers encendió un cigarrillo, se acomodó en su silla y cogió la tónica Schweppes que tenía frente a ella.
Se encontraban en el bar público La Espada y la Jarretera, una pequeña y estrecha taberna de Cissbury, un pueblecito situado a un kilómetro de Bredgar Chambers, al que se accedía mediante una angosta carretera vecinal. La Espada y la Jarretera ya había demostrado ser una elección inspirada para mantener una charla, antes de volver a Londres. Considerando su cercanía al colegio, Lynley había enseñado al dueño la foto de Matthew Whateley, sin esperar que le reconociera. Por eso, se quedó algo sorprendido cuando el hombre asintió con la cabeza.