– Sí, Matt Whateley -dijo, sin la menor vacilación.
– ¿Conoce al chico?
– Sí. Suele Venir con el coronel Bonnamy y su hija. Viven a unos dos kilómetros del pueblo.
– ¿Su hija?
– Jeannie. Viene con Matt, dos veces por semana en ocasiones. Se paran a veces cuando acompaña al chico en coche al colegio.
– ¿Son parientes del chico?
– No -empujó la Schweppes sobre la barra, seguida de un vaso con dos cubitos de hielo. Abrió un aparador, rebuscó un rato y sacó una tetera metálica abollada, en la que dejó caer tres bolsas de té de aspecto desolador-. Todo tenía que ver con la Brigada de Bredgar. Así les llamo yo. Benefactores. Matt era uno de ellos, pero no tan malo como los demás -desapareció por una puerta situada a la izquierda del bar y volvió un momento después con un cazo humeante. Vertió el agua caliente en la tetera, hundió las bolsas de té cinco veces, y las sacó-. ¿Leche?
– No, gracias. ¿Qué clase de benefactores?
– El colegio les llama los Voluntarios de Bredgar. Yo les llamo benefactores. Visitan el hospital, hacen trabajos en el pueblo, ayudan en el bosque. Ese tipo de cosas. Chicos y chicas eligen los trabajos voluntarios que les apetece hacer. Matt escogió visitar. Le asignaron al coronel Bonnamy. El coronel también es un buen hombre. Matt lo visitaba muy a menudo, diría yo. Se ganaba sus galones charlando con el coronel Bonnamy.
La identidad de la mujer a la que Matthew había escrito la carta, Jean, llenaba una parte del rompecabezas. La hija del coronel. Además, la conversación del tabernero revelaba que la desaparición y muerte de Matthew eran hechos que Bredgar Chambers había logrado mantener ocultos. Alan Lockwood se sentiría aliviado al saberlo, sin duda.
Ahora, Lynley y Havers estaban sentados a una pequeña mesa cercana a una ventana, casi cubierta de madreselva que aún no había florecido. Las hojas teñían de verde el sol que se filtraba por la enredadera y penetraba en la taberna. Lynley agitó su té con aire pensativo, mientras la sargento Havers leía sus primeras notas. Bostezó, se pasó los dedos por el pelo y descansó la mejilla en su mano.
Mientras Lynley la observaba, pensó en que había llegado a depender de Havers como acompañante, y en la ironía que encerraba la situación. Al principio, había creído que era la persona menos adecuada para encajar con él. Era quisquillosa, proclive a las discusiones y a perder los estribos, y amargamente consciente del abismo que les esperaba, una diferencia insalvable en razón de la cuna, la clase, el dinero y la experiencia. No podían ser más antitéticos. Havers luchaba con feroz determinación para alejarse de la barriada de clase obrera radicada en un mugriento suburbio de Londres, mientras él se movía con igual desenvoltura por su casa de Cornualles, la mansión de Belgravia o el despacho de New Scotland Yard. Pero el origen social no era la mayor de sus diferencias. Sus conceptos de la vida y la humanidad ocupaban asimismo confines opuestos del espectro. Los de Havers eran radicales, carentes de compasión, suspicaces, basados en la desconfianza inspirada por un mundo que no le había dado nada. Los de Lynley hundían sus raíces en la compasión, enriquecida por la comprensión, y se basaban casi por completo en la culpa que le espoleaba a buscar, aprender, expiar, redimir y rectificar. Sonrió al pensar en la sagacidad demostrada por el superintendente Webberly al emparejarles, al porfiar en que no se rompiera su asociación ni en momentos que, para Lynley, constituían una situación imposible, que sólo podía empeorar.
Havers dio una calada a su cigarrillo y lo dejó colgando de los labios, mientras empezaba a hablar parapetada tras la nube de humo gris.
– Señor, ¿conoce muy bien al director de la residencia, John Corntel?
– Éramos compañeros de clase, Havers. ¿Hasta qué punto llegan a conocerse los compañeros de clase? ¿Por qué?
La mujer dejó caer el cuaderno sobre la mesa y golpeó una página para dar énfasis a sus palabras.
– Cuando ayer vino al Yard, dijo que Brian Byrne se encontraba en Erebus el viernes por la noche. Pero el propio Brian nos ha dicho que estaba en el club de sexto, en la residencia Ion, y que no volvió a Erebus hasta las once. Eso quiere decir que John Corntel nos mintió. ¿Por qué nos mintió sobre algo tan fácil de verificar?
– Tal vez Brian le dijo que estuvo en la residencia.
– ¿Y por qué lo hizo, si cualquier alumno de sexto que asistiera a la fiesta del viernes por la noche podría testimoniar que estuvo allí?
– Suponiendo que un alumno accediera a eso, Havers. Me temo que se precipita en sus conclusiones.
– ¿Por qué?
Lynley meditó sobre la explicación de las peculiares reglas de honor que regían el comportamiento de los alumnos en un colegio privado.
– Porque no suele ocurrir -contestó-. En un colegio como éste, los alumnos no conceden su lealtad principal a un código de conducta o a un conjunto de normas, sino a sus compañeros. Por lo general, nadie se chiva… Nadie va contando que otro ha quebrantado las reglas.
– Pero esta tarde, Brian Byrne se chivó un poco sobre Chas, ¿no? Dijo que Chas se había ausentado de la fiesta para recibir varias llamadas telefónicas.
– No constituye una violación de las normas del colegio. Y, al fin y al cabo, yo le empujé hacia esa admisión -volvió al punto anterior que Havers había planteado-. ¿Qué insinúa sobre John Corntel? -Havers apagó el cigarrillo, alargó la mano hacia el paquete para coger otro, pero abandonó la idea cuando Lynley la reprendió-. Por el amor de Dios, sargento. Tenga piedad, se lo ruego.
La mujer apartó el paquete.
– Lo siento. Si Corntel pensó que Brian Byrne estuvo cumpliendo su cometido en Erebus aquella noche, me parece que sólo pudo llegar a esa conclusión de dos maneras, o Brian se lo dijo, lo cual carece de sentido, porque el propio Brian admitió sin coacciones que acudió a la fiesta, o Corntel no se hallaba en la residencia y asumió que Brian sí.
– ¿Dónde encaja John Corntel en este rompecabezas?
Havers se mordió la parte interna del labio inferior. Respondió con cautela.
– Había algo extraño en la forma que utilizó ayer para describirnos a Matthew, señor. Algo…
– ¿Relacionado con la añoranza, con la seducción?
– Yo diría que sí. ¿Y usted?
– Tal vez. Parece que Matthew era un niño muy guapo. Explíqueme el papel desempeñado por John Corntel.
– Matthew quiere huir de la escuela. Corntel tiene un coche. Le ayuda a conseguirlo. ¿No apuntaba usted en esa dirección cuando hablamos con el rector?
Lynley contempló el cenicero que descansaba sobre la mesa. El humo acre del tabaco quemado era como el canto de una sirena, fascinante, embrujador, imposible de resistir… Empujó el cenicero hacia la ventana.
– Da la impresión de que alguien le ayudó a escapar. Tal vez Corntel. Tal vez otra persona.
Havers frunció el ceño, pasó las páginas de la libreta y se detuvo para leer.
– ¿Por qué quería Matthew largarse? Era diferente, de clase obrera. ¿Cómo iba a entenderse con estos capullos? Y no se entendió, ¿verdad? Se acojonó al pensar que iba a casa de los Morant, a pasar un fin de semana codeándose con esa gente en una casa de campo. Falsificó una hoja de dispensa y puso pies en polvorosa para no enfrentarse al hecho de que los Morant adivinarían que era diferente de los demás chicos cuando les sometieran a examen. Eso es lo que me pareció después de escuchar a John Corntel ayer. Y comprendo muy bien por qué Matthew se sentía de esta manera. Como un espécimen, o un caso de caridad. Sin embargo, este Harry Morant con el que iba a pasar el fin de semana… Es un chico de clase alta, señor, y está claro que tiene tantas ganas de largarse como Matthew, clase alta o no. ¿Por qué?