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Lynley recordó las amargas palabras de Smythe-Andrews acerca del colegio. Pensó en el significado del desmayo de Arlen.

– Puede que estuviera atemorizado.

¿Cómo le llamaban? Apalear a la plebe. Asegurarse de que los chicos recién llegados no adquirieran descaro, no se hicieran una idea equivocada sobre su ínfimo lugar en la jerarquía del colegio. Hace años que todos los colegios penalizaban las intimidaciones. La expulsión era el precio que pagaba el culpable, si era descubierto atormentando a un alumno después de recibir la primera advertencia.

– Matthew se fuga para escapar de una paliza -dijo Havers-. Se pone en las manos de alguien de confianza, y descubre que esa persona es aún peor que el torturador, es… ¿Qué? ¿Un pervertido sexual? Santo Dios, me pone enferma. Pobre muchacho.

– Hay otros detalles que conviene investigar, Havers. No parece que la familia tenga mucho dinero. Kevin Whateley talla lápidas, su mujer trabaja en un hotel. Para que Matthew entrara en el colegio tuvieron que atraer la atención de Giles Byrne. Giles Byrne conocía a Matthew…

– Y ha estado buscando un sustituto del tal Edward Hsu, a juzgar por lo que Brian nos dijo. No creerá usted que un miembro de la junta de gobierno… -Havers cogió el paquete de cigarrillos y, dirigiendo una mirada de disculpa a Lynley, encendió uno-. Una cosa es segura -repasó de nuevo sus notas. El papel crujió. Al otro lado de la sala, el tabernero estaba limpiando la barra con un trapo de aspecto grasiento-. John Corntel nos dijo ayer que un miembro de la junta de gobierno se hallaba en el colegio cuando los señores Whateley llegaron. ¿Cree que pudo ser Giles Byrne?

– Es fácil de averiguar, ¿no?

– Si fue Giles Byrne, quién sabe la idea oculta que abrigaba cuando propuso a Matthew para la beca, señor. ¿Y por qué se suicidó Edward Hsu, justo antes de los exámenes de ingreso en la universidad? ¿Le hizo Giles Byrne proposiciones? ¿Le sedujo? ¿Se ha pasado los catorce últimos años buscando otro pedazo de carne tierna que llevarse a la boca? -miró a Lynley a los ojos-. ¿Qué ponía en aquella foto del tren que hay en el dormitorio de Matthew?

– «Chu-chú, puf-puf.»

– Inspector, ¿no pensará que Matthew era el amante de algún chico? ¡Sólo tenía trece años! ¿Se tiene conciencia de las tendencias sexuales a los trece años?

– Tal vez sí, tal vez no. Tal vez no le concedieran otra elección.

– Dios santo -sonó como una plegaria.

Lynley pensó en la conversación que había mantenido la noche anterior con Kevin Whateley.

– El padre de Matthew me contó que durante los últimos meses se había mostrado retraído, introvertido, como si estuviera en trance. Algo le hacía sufrir, sin duda, pero no quiso hablar de eso.

– Con su padre no, pero sí con alguien.

– Por lo que usted me ha dicho, es posible que haya hablado con Harry Morant.

– Es posible, pero no creo que el joven Harry tenga la menor intención de revelarnos algo.

– Todavía no. Yo diría que necesita tiempo para pensar. Tiempo para decidir en quién puede confiar. No va a cometer el mismo error de Matthew.

– ¿Sabe él quién mató a Matthew, señor?

– Puede que no, pero sabe algo. Apostaría por ello.

– Entonces, ¿por qué no ha querido hablar hoy con él?

– No está preparado, sargento. Harry necesita un poco de tiempo.

Harry llevaba veinte minutos esperando en la oficina del conserje, situada en el lado este del patio cuadrangular. Estaba sentado en la única silla de la habitación, sin hablar. Las puntas de los zapatos apenas rozaban el suelo de piedra. Tenía los brazos pegados a la silla, y los ojos clavados en el tablero que había detrás del rayado mostrador de madera. Del tablero colgaban una serie de llaves, de los edificios, de las residencias, de las aulas, y el sol del atardecer que penetraba por la ventana arrancaba de ellas reflejos broncíneos, plateados y dorados. El conserje estaba ante su escritorio, detrás del mostrador, separando la correspondencia. Su uniforme le proporcionaba un aspecto vagamente militar. Todo el mundo sabía que el uniforme era un mero artificio. El conserje de un edificio no necesitaba ir vestido como un pensionista de Chelsea [4], pero ello contribuía a revestir de un aire de dignidad a la forma en que el conserje ejecutaba sus tareas. Por lo tanto, nadie protestaba.

Para Harry, no obstante, el uniforme era un obstáculo que creaba una distancia entre el conserje y el resto del mundo, aunque no podía describir con palabras esta sensación. Sólo sabía que el conserje mantenía a raya a todo el mundo con su tono militar, su porte militar y, sobre todo, su atavío militar. En aquel momento, Harry no necesitaba que nadie le mantuviera a raya. Necesitaba a alguien. Necesitaba un confidente.

Pero no podía ser este hombre, que hizo una pausa en su trabajo de clasificar la correspondencia y se sonó ruidosamente con un pañuelo arrugado. No querría.

Se abrió la puerta de la oficina y la secretaria del rector asomó la cabeza. Escrutó la habitación con mirada miope, como si la persona que buscara estuviera sentada sobre un estante o colgada entre las llaves. Al descubrir que no era así, bajó los ojos hacia Harry.

– Señor Morant -dijo, pronunciando su nombre con glacial indiferencia-. El rector le recibirá ahora.

Harry obligó a sus manos a despegarse de la silla. Siguió a la figura alta y flaca de la mujer por un oscuro pasillo que olía a café, hasta entrar en el estudio del rector.

– Harry Morant, señor rector -dijo la mujer antes de marcharse, y cerró la puerta a su espalda.

Harry se sintió desorientado al pisar la alfombra azul. Nunca había estado en el despacho del rector, y como sabía por qué se encontraba en ella, no se molestó en examinar la estancia. El castigo estaba asegurado. Un bofetón. Un palmetazo. Algún tipo de paliza. Sólo quería terminar cuanto antes, a ser posible sin lágrimas, y largarse.

Vio que el rector no vestía su toga, y tardó un momento en decidir si le había visto alguna vez de tal guisa. Concluyó que no, aunque, pensándolo bien, el espectáculo del señor Lockwood atizándole con la toga revoloteando alrededor de sus brazos y piernas sería más bien grotesco. Sería absurdo. Por eso se la había quitado.

– Morant -daba la impresión de que el rector hablaba desde muy lejos. Estaba de pie detrás de su escritorio, pero, para el caso, bien habría podido encontrarse en la luna-. Siéntese.

Había varias sillas en el estudio. Seis en torno a la mesa de conferencias; otras dos frente al escritorio del rector. Harry no sabía cuál debía elegir, de modo que siguió donde estaba.

Nunca había estado tan cerca del rector. Pese a estar separados por una enorme alfombra, dos sillas y el amplio escritorio, Harry distinguía detalles, y lo que veía no le gustaba. La sombra de la barba que ya volvía a apuntar dotaba a la piel del rector de un tono negro azulado. El cuello, erizado de granos, recordaba a Harry la piel de un perro mal depilado que había visto en la ventana de un restaurante chino de Londres. Sus fosas nasales se dilataban cada vez que inhalaba, como un toro a punto de cargar. Sus ojos se desplazaban de Harry a la ventana y de la ventana a Harry, como si sospechara la presencia de un micrófono oculto bajo el antepecho exterior.

Al observar todo esto, Harry reunió fuerzas para soportar la entrevista, para no decir nada, para no revelar nada y, sobre todo, para no llorar. Llorar siempre empeoraba las cosas.

– Siéntese -repitió el rector. Abrió la mano en dirección a la mesa de conferencias. Harry eligió una silla. Sus pies, de nuevo, no le llegaban al suelo. El señor Lockwood apartó una silla de la mesa y le dio vuelta para encararse a Harry. Se sentó. Cruzó las piernas, procurando no deformar la raya de los pantalones-. Hoy no ha ido a clase, Morant.

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[4] Residente en el Hospital Real de Chelsea para soldados ancianos o inválidos. (N. del T.)