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– No, señor -una respuesta bastante fácil, pronunciada sin apartar los ojos de los zapatos del señor Lockwood. Tenía una costra de barro en el empeine izquierdo. Harry se preguntó si el rector conocería su existencia.

– ¿Tenía miedo a un examen?

– No, señor.

– ¿Un trabajo o informe que debía presentar?

La exposición de historia. Había más que preparado su parte. No tenía nada que ver con su ausencia. De todos modos, parecía el elemento lógico que explicaría su comportamiento. ¿Le pegaría muy fuerte el rector por tal motivo?

– Una exposición de historia, señor.

– Entiendo. ¿No la había preparado?

– No tanto como debería, señor -Harry prosiguió en tono vehemente-. Sé que me he portado mal. Ha de azotarme, ¿verdad?

– ¿Azotarle? ¿En qué está pensando, Morant? En este colegio no azotamos a los chicos. ¿De dónde ha sacado esa idea?

– Pensé que… Recibí el mensaje de que usted deseaba verme, señor. El prefecto superior fue quien me encontró en el jardín de las esculturas. Pensé que eso significaría…

– ¿Que el prefecto superior iba a denunciarle para que yo le diera una paliza? ¿Cree que eso es propio de Chas Quilter, Morant?

Harry no contestó. Sintió un escozor en la parte posterior de las rodillas. Sabía cuál era la respuesta pertinente, pero no podía obligar a sus labios a formar la palabra, ni él podía pronunciarla. El rector continuó.

– Chas Quilter me dijo que le había encontrado en el jardín. Dijo que usted parecía terriblemente preocupado. Es por Matthew Whateley, ¿verdad?

Harry oyó la pregunta y supo que el nombre de Matthew no podía aflorar a sus labios de ningún modo. Sabía que si lo pronunciaba una vez, si permitía que Matthew accediera a su conciencia, las compuertas se abrirían y todo se derramaría. Después, sólo quedaría el olvido. Lo sabía. Lo creía. Era la única realidad de su vida en este momento.

El rector seguía hablando. Intentaba por todos los medios mostrarse tranquilizador, pero Harry ya conocía aquella falsa compasión. Notó la urgencia soterrada bajo las palabras del señor Lockwood, tal como la había notado en sus padres cuando trataban de ser comprensivos, sabiendo que iban a llegar un cuarto de hora tarde al partido de golf.

– Usted y Matthew eran amigos, ¿verdad? -preguntó el rector.

– Éramos miembros de la Sociedad de Trenes a Escala.

– Pero él era un amigo especial de usted, ¿no? Lo bastante especial como para que fuera invitado a su fiesta de cumpleaños con los demás chicos el pasado fin de semana. No parece que fuera tan sólo un simple compañero.

– Supongo. Éramos amigos.

– Los amigos hablan entre sí, imagino. ¿Verdad?

Harry sintió que el escozor se desplazaba de las rodillas a la columna vertebral. Comprendió adónde conducía la conversación. Intentó evitarlo.

– Matt no hablaba mucho, ni siquiera durante las actividades de la tarde.

– Pero usted le conocía, á pesar de esto, lo bastante para querer que fuera a su casa y conociera a sus padres, a sus hermanos y a sus hermanas…

– Bueno… Sí… Era… Harry se removió inquieto. Su determinación flaqueaba. Tal vez pudiera contarle la verdad al rector. No sería grave. No le costaría mucho-. Me ayudaba. Así nos hicimos amigos.

El señor Lockwood se inclinó hacia él.

– Usted sabe algo, ¿verdad, Morant? Matthew Whateley le contó algo. ¿Por qué se fugó? -Harry notó el aliento del rector en su cara. Olía a una mezcla de desayuno y café. Era caliente.

«¿Quieres un revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?» Harry se puso en tensión para escapar al recuerdo.

– Sabe algo, ¿verdad? ¿Verdad, muchacho?

«¿Quieres un revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?»

Harry se reclinó contra el respaldo de la silla. No podía. No quería. Contestó al rector con las únicas palabras posibles.

– No, señor. Ojalá.

Lynley y Havers llegaron a Hammersmith a las cinco y media. Un viento frío soplaba desde el Támesis, esparciendo las páginas mojadas de un periódico sobre el pavimento. Una fotografía húmeda de la duquesa de York estaba tirada en la cuneta; la huella de un neumático ondulaba su mejilla derecha. A su alrededor, los ruidos del vecindario aumentaban y disminuían de intensidad como el flujo de la marea, y el olor omnipresente de los vapores de escape que expulsaba el tráfico de la hora punta desde el paso elevado fumigaban la calle. La oscuridad caía a toda prisa, y mientras caminaban en dirección al río, las luces del puente de Hammersmith se encendieron, iluminando la superficie inmóvil del agua.

Descendieron los peldaños que conducían al malecón sin hablar. Se subieron el cuello de los abrigos, aguantaron la acometida del viento y caminaron hacia la casa de pescadores contigua a la taberna Royal Plantagenet. Las cortinas estaban corridas, pero la luz de una lámpara brillaba sobre la tela como un charco de ámbar. Entraron por el túnel que separaba la casa de la taberna, y Lynley llamó con los nudillos a la puerta. Al contrario que la noche anterior, enseguida se oyeron pasos y la puerta se abrió. Patsy Whateley apareció ante ellos.

Vestía la misma bata de nailon, con su cortejo de dragones demoníacos. Calzaba las mismas zapatillas verdes y llevaba el cabello desgreñado, sujeto inexpertamente para apartarlo de la cara con un cordón, en otros tiempos blanco y ahora de un tono grisáceo. Cuando les vio, alzó una mano como para alisarse el pelo o subirse el cuello desbocado de la bata. Sus dedos y palmas estaban cubiertos de harina.

– Galletas -dijo-. A Mattie le gustaban las galletas. Después de las vacaciones se llevaba un montón al colegio en una caja. Las que más le gustaban eran las de jengibre. Yo estaba…, hoy… -se miró las manos y se las frotó. Una fina lluvia de polvo cayó al suelo-. Kev fue a trabajar esta mañana. Yo no pude. Me pareció tan definitivo. Pensé que si hacía las galletas… de alguna manera, como por obra de un milagro, Matthew aparecería en la casa para comérselas. Ya no estaría muerto, ni perdido irremediablemente, sino vivo de nuevo. Y en casa con su madre, donde debía estar. Lynley lo comprendió.

Presentó a la sargento Havers.

– ¿Podemos entrar, señora Whateley?

La mujer parpadeó.

– Estaba distraída, ¿verdad? -Se apartó de la puerta, arrastrando los pies.

El aroma de las galletas recién salidas del horno llenaba la sala de estar, con las fragancias combinadas de canela, jengibre, nuez moscada y azúcar. Lynley se dirigió a la estufa eléctrica y la encendió. Zumbó débilmente, a medida que las barras cobraban vida.

– Se está haciendo tarde, ¿verdad? -observó Patsy-. Imagino que no habrán tomado el té. Les prepararé algo. Y las galletas… He hecho demasiadas para Kev y para mí. Cojan algunas. ¿Les gusta el jengibre?

Lynley deseaba decirle que no se preocupara, pero sabía que la mujer estaba decidida a seguir un camino que la mantuviera alejada del inevitable proceso del dolor el máximo tiempo posible. No contestó, y ella se encaminó al estante donde guardaba las tazas de té.

– ¿Ha estado alguna vez en St. Ives? -preguntó Patsy, acariciando el asa de una taza.

– Crecí no muy lejos de St. Ives -dijo Lynley.

– ¿Es usted de Cornualles?

– En cierta manera.

– Entonces, le pondré la taza de St. Ives. Y para la sargento… Stonehenge. Sí, Stonehenge le irá muy bien. ¿Ha estado allí, sargento?

– Una vez, en un viaje del colegio -dijo Havers.

Patsy cogió las dos tazas y sus platos. Frunció el entrecejo.

– No sé por qué han vallado Stonehenge. Hace años se podía caminar por la llanura hasta llegar a las rocas. Tan silenciosas. Sólo se oía el viento. Sin embargo, cuando llevamos a Mattie, sólo pudimos verlas desde lejos. Alguien dijo que una vez al mes se permite andar entre las rocas. Teníamos la intención de volver con Mattie para que lo hiciera. Pensamos que había mucho tiempo. No sabíamos… -alzó la cabeza-. El té -entró en la cocina, situada en la parte posterior de la casa, por una puerta abierta.