– La ayudaré -dijo Havers, siguiéndola.
Lynley, a solas en la sala de estar, se acercó a la estantería que corría bajo las ventanas del frente. Vio dos nuevas esculturas que se habían añadido a la colección Eran muy diferentes de los desnudos entre los que se erguían.
Ambas eran de mármol y, mientras las examinaba recordó la teoría de Miguel Ángel, referente a que el objeto que iba a ser creado de la piedra se hallaba, simplemente, prisionero en el interior de la roca, y el artista se limitaba a cumplir un papel de libertador. Recordó haber visto en Florencia una escultura semejante. Se trataba de una pieza inacabada, en la que la cabeza y el torso de un hombre parecían retorcerse para liberarse del mármol. Estas dos obras que tenía ante él eran muy semejantes, salvo por el detalle de que las figuras que emergían estaban pulidas y alisadas, para sugerir un acabado final, en tanto el resto de la piedra seguía en su estado original.
En la base de cada escultura se habían pegado pequeños letreros rectangulares, y Lynley leyó lo que se había escrito con mano insegura. Nautilus en una y Madre e hijo en la otra. Nautilus estaba tallada en mármol rosa oscuro, y la concha del molusco que surgía de la piedra dibujaba una lenta y suave curva, aparentemente sin principio ni fin. Para Madre e hijo se había empleado mármol blanco, dos cabezas que se tocaban, la insinuación de un hombro, la forma confusa de un solo brazo que abarcaba y protegía. Cada una era una metáfora, una sugerencia de realidad, un susurro antes que un grito estridente.
Lynley no podía creer que el creador de los desnudos hubiera dado un salto cualitativo de tal envergadura en su arte. Se inclinó, tocó la fría curva de la concha y distinguió las iniciales talladas en la base de la piedra, M. W. Miró los desnudos, y vio K. W. tallado en ellos. Padre e hijo no podían poseer un concepto del arte más diferente.
– Ésos son de Mattie. No me refiero a los desnudos, sino a los otros.
Lynley se volvió. Patsy Whateley le observaba desde la puerta de la cocina. Detrás de ella, una tetera emitía un silbido agudo, y también se oía a la sargento Havers, que vigilaba el té.
– Son muy bonitos -contestó él.
Las zapatillas de Patsy resonaron sobre la delgada alfombra cuando se reunió con Lynley ante la estantería. Lynley percibió los penetrantes olores de su cuerpo sin lavar, y se preguntó, en un arranque irracional de cólera, qué clase de hombre era Kevin Whateley, capaz de dejar que su mujer pasara sola el primer día de total agonía.
– No están terminados -murmuró ella, mirando con ternura el conjunto de madre e hijo-. Kev los trajo anoche. Estaban en el jardín, con las demás obras de Kev. Matt las empezó el pasado verano. No sé por qué no las acabó. Era impropio de él dejar a medias las cosas. Siempre procuraba terminarlas. No descansaba hasta conseguirlo. Así era Mattie. Podía estar de pie la mitad de la noche, enfrascado en uno u otro proyecto. Siempre prometía irse a la cama en un periquete. «En un periquete, mamá», me decía, pero yo le oía moviéndose por su habitación hasta la una y media de la mañana. De todos modos, no sé por qué dejó éstas sin terminar. Habrían quedado muy bonitas. No tan realistas como las de Kev, pero igualmente bonitas.
Mientras Patsy hablaba, la sargento Havers salió de la cocina con una bandeja de plástico que depositó sobre la mesilla de café, sostenida por patas metálicas, que había frente al sofá. Entre la tetera, las tazas y los platillos había un plato con las galletas de jengibre prometidas. A juzgar por su aspecto, formaban parte de una remesa que se había dejado demasiado rato en el horno. Las marcas de sus bordes indicaban que se habían cortado las partes quemadas con un cuchillo.
La sargento Havers sirvió el líquido, todos se sentaron y pasaron los siguientes instantes contemplando el té. Mientras lo hacían, se oyeron pasos pesados que se adentraban en el túnel y se detenían frente a la puerta. Una llave se insertó en la cerradura y Kevin Whateley entró. Se quedó inmóvil al ver a la policía.
Iba muy sucio. El polvo cubría su escaso cabello y se introducía en las arrugas de la cara, cuello y manos. El sudor producido por el esfuerzo había esparcido sobre la piel manchas irregulares. Vestía pantalones téjanos, chaqueta de dril y botas de trabajo. Todas las prendas se veían también muy sucias. Al verle, Lynley recordó que Smythe-Andrews le había dicho que la profesión de Kevin Whateley era tallador de lápidas. Parecía inconcebible que Whateley hubiera logrado consagrarse a un trabajo semejante en un día como el de hoy.
– ¿Y bien? -dijo el hombre, después de cerrar la puerta-. ¿Qué han venido a decirnos?
Cuando Whateley dio un paso adelante y entró en el círculo de luz, Lynley observó que se había hecho un corte en la frente. El polvo se había introducido en la herida, que debería vendarse cuanto antes.
– Usted mencionó ayer que le habían concedido una beca a Matthew para ir a Bredgar Chambers -dijo-. El señor Lockwood nos dijo que un miembro de la junta de gobierno, un hombre llamado Giles Byrne, propuso a Matthew. ¿Es eso correcto?
Kevin atravesó la sala y cogió una galleta. Sus dedos dejaron un rastro de suciedad en el plato. No miró a su mujer.
– Es verdad -contestó.
– Me he estado preguntando por qué eligieron Bredgar Chambers, en lugar de otro tipo de colegio. El señor Lockwood indicó que ustedes habían reservado una plaza para Matthew cuando tenía ocho meses. Bredgar Chambers es bastante conocido, por supuesto, pero no es Winchester o Harrow. O Rugby. Es la clase de colegio al que los padres envían a sus hijos para continuar una tradición familiar, pero no parece el tipo de colegio que se elige al azar, sin haber investigado antes un poco. O sin haber recibido una solicitud en ese sentido.
– El señor Byrne lo recomendó -dijo Patsy.
– ¿Le conocían antes de inscribir a Matthew en el colegio?
– Le conocíamos -dijo Kevin, lacónico. Se acercó a la chimenea y concentró su atención en la estrecha repisa, sobre la cual descansaba un jarrón verde opaco, carente de flores.
– En la taberna -añadió Patsy. Tenía los ojos clavados en la espalda de su marido, solicitando ayuda en silencio. Él siguió sin hacerle caso.
– ¿La taberna?
– En la que trabajaba como camarera. Antes de Matthew -explicó-. Me cambié a un hotel de South Ken. No quería… -alisó la tela de la bata. El movimiento provocó que uno de los dragones se agitara de forma amenazadora-. La madre de Mattie no podía trabajar de camarera. Quería hacer lo mejor por él. Quería que tuviera más oportunidades que yo.
– Así que conoció a Giles Byrne en la taberna. ¿Era una taberna del barrio? ¿La de al lado?
– Bajando un poco por el paseo. Un lugar llamado La Paloma Azul. El señor Byrne solía venir cada noche. Es posible que aún lo haga. No entro allí desde hace siglos.
– No va -dijo Kevin-. Al menos, anoche no fue.
– ¿Fue a verle a la taberna anoche?
– Sí. Estuvo en Bredgar ayer por la tarde, cuando Mattie aún no había aparecido.
Parecía insólito que un miembro de la junta de gobierno estuviera en el colegio un domingo por la tarde.
– Le telefoneamos, inspector -dijo Patsy Whateley, como si hubiera leído sus pensamientos.
– Siempre se tomó mucho interés por Mattie -daba la impresión de que Kevin estaba defendiendo su decisión de llamar a un miembro de la junta de gobierno-. Así evitaríamos que el rector nos diera largas. Nos encontramos con él allí. Para lo que sirvió… Todo el mundo insistía en que Mattie se había fugado. Y todos les echaban las culpas a los otros. Y nadie quiso llamar a la policía. Maricones de mierda.