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– Kev… -Patsy consiguió que su nombre sonara como una disculpa.

Whateley se volvió para mirar a su mujer.

– ¿Cómo quieres que les llame? El muy arrogante señor Lockwood y el holgazán de Corntel. ¿Debí darles las gracias por haber perdido a nuestro Mattie, muchacha? ¿Es eso lo que quieres? Es lo más correcto, ¿verdad, Pats?

– Oh, Kev…

– ¡Está muerto! ¡Maldita sea, el chico está muerto! ¿Y aún esperas que dé las gracias a mis superiores por ocuparse de ello? ¡Para que, entretanto, te dediques a hacer galletas para los cabrones de la policía, que pasan un huevo de Mattie o de nosotros! Para ellos no es más que un cadáver. ¿Es que no lo comprendes?

El rostro de Patsy se contrajo al escuchar las palabras de su marido.

– A Mattie le encantan las galletas -consiguió articular-. Sobre todo las de jengibre.

Kevin lanzó un chillido. Se apartó de un salto de la chimenea, abrió la puerta de la casa y se marchó. Havers cruzó la sala en silencio y cerró la puerta.

Patsy Whateley, hundida en la butaca a cuadros pardos y amarillos, retorció el cinturón de la bata, que se había abierto y dejaba al descubierto un muslo carnoso, surcado de venas azules.

Lynley consideró indecente permanecer allí un momento más, sabiendo que sería un acto de piedad dejar solos a los Whateley. Sin embargo, tenía que averiguar más cosas y no tenía mucho tiempo para hacerlo. Lynley sabía que estaba obedeciendo una norma fundamental e implacable de la policía. Cuanto antes se reúne la información sobre un crimen, más posibilidades existen de resolverlo. No había tiempo que perder, ni tiempo que conceder, ni tiempo para suavizar el camino sembrado de espinas que estaban recorriendo los Whateley. Se despreció por ello, pero continuó insistiendo.

– Giles Byrne era cliente asiduo de La Paloma Azul. ¿Vive aquí, en Hammersmith?

Patsy asintió.

– En Rivercourt Road, muy cerca de la taberna.

– ¿Está lejos de aquí?

– Un breve paseo.

– ¿Se conocían bien? ¿Y sus hijos? ¿Se conocían Matthew y Brian antes de que Matthew fuera a Bredgar Chambers?

– ¿Brian? -dio la impresión de que se esforzaba por relacionar el nombre con algún recuerdo-. Es el hijo del señor Byrne, ¿verdad? Me acuerdo de él. Vive con su madre desde hace años. El señor Byrne está divorciado.

– ¿Cabe la posibilidad de que Matthew sirviera de sustituto al hijo de Giles Byrne?

– No se me ocurre cómo. El señor Byrne apenas había visto a Mattie. Es posible que se encontraran en el parque, si había salido a pasear y Mattie estaba jugando allí. Mattie solía ir, pero no recuerdo que mencionara nunca al señor Byrne.

– Brian nos dijo que su padre apadrinó en cierta ocasión a un chico llamado Edward Hsu. Dijo que su padre buscaba un sustituto de Edward Hsu desde 1975. ¿Sabe qué quiere decir eso? ¿Pudo ser Matthew el sustituto de un chico al que Giles Byrne apreciaba mucho?

Patsy reaccionó a la pregunta con un movimiento infinitesimal que Lynley habría pasado por alto de no estar mirándole las manos. Estas aferraron la bata, y después aflojaron su presa.

– Mattie no veía al señor Byrne, inspector, por lo que yo sé. Tampoco me lo dijo.

Su tono indicaba convencimiento, pero Lynley sabía que los niños no les cuentan todo a sus padres. Reflexionó sobre el cambio experimentado en el comportamiento del muchacho, del que Kevin Whateley les había informado. Tenía que existir una explicación. No se producen cambios sin un motivo.

Sólo quedaba un aspecto por tratar con Patsy Whateley, y Lynley lo sacó a colación con delicadeza, consciente del dolor que causaría a la mujer.

– Señora Whateley, sé que le resulta muy difícil aceptarlo, pero da la impresión de que Matthew se fugó de la escuela, o al menos que quería fugarse para llegar a un acuerdo con alguien que… vaciló, preguntándose por qué le costaba tanto ir al grano. Havers se encargó por él.

– Alguien que le asesinó -dijo en voz baja.

– No puedo creerlo -replicó Patsy Whateley, volviéndose hacia Havers-. Mattie no se fugaría del colegio.

– Pero si tuviera problemas, si le estuvieran atormentando…

– ¿Atormentando? -giró la cabeza en dirección a Lynley-. ¿A qué se refiere?

– Usted le veía durante las vacaciones. ¿Advirtió moretones, o algún tipo de marcas?

– ¿Moretones? No, claro que no. ¡Claro que no! ¿Cree que si alguien le estuviera haciendo la vida imposible no se lo diría a su mamá? ¿No cree que confiaría en su mamá?

– Tal vez no, sobre todo si sabía cuán importante era para usted que continuara en Bredgar Chambers. Tal vez no haya querido decepcionarla.

– ¡No! -la palabra implicaba algo más que una simple negativa-. ¿Por qué querría alguien atormentar a mi Mattie? Era un buen chico, un chico tranquilo. No se perdía una clase. Obedecía las normas. ¡Explíqueme por qué alguien atormentaría a Matt!

Porque no encajaba, pensó Lynley. Porque no quería seguir las tradiciones. Porque no estaba hecho para encajar en el molde. Y, sin embargo, las diferencias de clase de Matthew Whateley no explicaban todo lo que ocurría en Bredgar Chambers. Lynley lo había observado en los ojos de Smythe-Andrews, en el desmayo de Arlen, en la negativa de Harry Morant a acudir a clase. Todos estaban asustados. Pero, al contrario que Matthew, no lo bastante como para escaparse.

La estrecha casa de ladrillo de Rivercourt Road estaba a oscuras. Pese a la clara indicación de que no había nadie, Kevin Whateley entró como una fiera por el portal, subió los peldaños y golpeó la puerta con la aldaba metálica. Supo que era un esfuerzo inútil en el mismo momento, pero siguió golpeando. El ruido aumentó de intensidad y resonó en la calle.

Quería ver a Giles Byrne. Quería verle esta noche. Quería increpar, zaherir, insultar y martirizar al único hombre responsable de la muerte de Mattie. Kevin cerró el puño y lo descargó sobre la puerta.

– ¡Byrne! -gritó-. ¡Sal fuera, cabrón! Sal, maldito seas. ¡Abre la puerta! ¡Maricón! ¡Maricón de mierda! ¿Me oyes, Byrne? ¡Abre la puerta!

Un estrecho rayo de luz iluminó el pavimento de la acera opuesta, cuando una puerta se abrió con cautela y alguien se asomó.

– Cállese -gritó una voz.

– ¡Váyase a tomar por el culo! -aulló Kevin. La puerta se cerró al instante.

A ambos lados del porche había dos grandes jarrones de cerámica. Como nadie respondió desde el interior de la casa a los gritos de Byrne, éste reparó en ellos. Cogió uno, lo empujó y cayó sobre los limpios escalones. Tierra y hojas se esparcieron sobre las losas. El jarrón se rompió en mil pedazos sobre el inmaculado camino particular.

– ¡Byrne! -chilló Kevin. El nombre se entremezcló con una carcajada-. ¿Ves lo que estoy haciendo, Byrne? ¿Qué te parece, tío? ¿Quieres otra ración?

Se precipitó sobre el segundo jarrón, lo agarró por el borde saliente y lo arrojó contra la puerta blanca. La madera se astilló. Se le metió tierra en los ojos. Fragmentos de cerámica hirieron su rostro.

– ¿Tienes bastante? -gritó Kevin.

Se dio cuenta de que estaba jadeando, de que el pecho le dolía como si le clavaran una lanza.

– ¡Byrne! -resolló-. Maldito seas… Byrne…

Se desplomó sobre el peldaño superior, cubierto de tierra. Un fragmento afilado de jarrón se le clavó en el muslo. Sentía la cabeza pesada y los hombros le dolían. Su visión era borrosa, aunque lo bastante clara para ver que un joven delgado había salido de la casa de al lado, caminaba por la acera y miraba por encima de los arbustos de piracanta que hacían las veces de frontera entre ambas propiedades.

– ¿Te encuentras bien, tío? -preguntó.

Kevin luchó por respirar.