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– Sí, muy bien -contestó.

Se puso en pie, tosió y se tambaleó entre los restos dispersos hacia el portal. Lo dejó abierto y se dirigió hacia el río y la avenida Superior. Frente a él, las ramas de un enorme castaño se silueteaban contra el cielo nocturno. Kevin parpadeó al ver el árbol.

«¡Sé subirme! ¡Mira! ¡Mírame, papá!»

«Baja de ahí, Mattie. Te romperás el cuello, hijo, o te caerás al río.»

«¿Al río? ¡Me encantaría! ¡Me gustaría muchísimo!»

«Mamá no pensaría igual, ¿verdad? Venga, baja, y no digas más tonterías.»

Y bajó, sin correr el menor peligro, puesto que sólo había trepado hasta la primera rama, pero más a salvo ahora, con los pies sobre la tierra.

Kevin apartó sus ojos del árbol y caminó despacio hacia La Paloma Azul y el parque que se extendía a corta distancia de la taberna. Intentó no mirar nada mientras andaba. Intentó olvidar dónde estaba. Intentó no darse cuenta de que cada paso que daba le acercaba más a otra parte del barrio que le recordaría a Mattie. En especial el río.

Al igual que las pocas casas sin restaurar que quedaban a orillas del Támesis, la suya también contaba con un paso que conducía al agua, reliquia de una forma de vivir extinguida desde hacía mucho tiempo, cuando los pescadores lo utilizaban para acceder con facilidad a su sustento. Se hallaba en el extremo más alejado del sótano: una puerta que conducía a un túnel y unos escalones que bajaban desde el malecón al río. ¿Cuántas veces había prohibido a Mattie que abriera aquella puerta? ¿Cuántas veces le había explicado los peligros de caer por aquellos gastados escalones de piedra?

Tantas como le había aconsejado cruzar con cuidado la calle, mantenerse alejado de la Great West Road, evitar el muro que separaba la avenida Inferior del río, protegerse los ojos con gafas antes de que empezara a aplicar el taladro a la piedra, alejar la radio del baño. Eran advertencias cariñosas, formuladas con paciencia, pensadas para evitar cualquier daño al chico.

Sin embargo, mientras pronunciaba estas tiernas advertencias, el peligro real acechaba, aguardando su momento. Por más que había amado a su hijo, Kevin no había comprendido cuál era el peligro. Le habían inducido a creer que no existía; Giles Byrne le había convencido. Patsy y él habían caído en las redes de la lógica, la sabiduría y la experiencia superior del hombre. Que el infierno se lo lleve.

A Mattie no le gustaba Bredgar Chambers. Había suplicado repetidas veces que no le enviaran allí. Pero lo habían hecho, de todos modos, y Kevin se dijo que la resistencia del niño a abandonar Hammersmith era una señal inequívoca de que debía apartar al muchacho de las faldas de su madre. Bien, ya le habían apartado, ¿no? Mattie ya no seguiría apegado a su madre nunca más. Ni por asomo. Mattie. A Kevin le escocían los ojos, le dolía la garganta. Su pecho parecía a punto de estallar. Luchó contra todo ello.

«¿Me darás una piedra para que la vaya tallando, papá? Se me ha ocurrido una idea para una pieza y… Te lo enseñaré. He empezado a trabajar un poquito.»

¿Cómo era posible que estuviera muerto? ¿Cómo era posible que aquella bulliciosa y tierna vida se hubiera extinguido? ¿Cómo iban a sobrevivir sin Mattie?

– ¡Eeeeh, tío, parece que te hayas revolcado con los cerdos!

La voz ebria le devolvió a la realidad. Un hombre estaba derrumbado en un banco, a la orilla del río, bebiendo de una botella envuelta en una bolsa de papel. Dirigió una sonrisa maliciosa a Kevin.

– ¡Cerdito! -entonó el borracho-. ¡Cerdito, cerdito, cerdito, cerdito! -lanzó una carcajada y agitó la bolsa en el aire.

– Vete a tomar por el culo -replicó Kevin, pero las palabras temblaron.

– ¡Oooooh, cerdito llorón! -respondió el borracho-. ¡Cerdito llorón, cerdito llorón! ¡Llora porque lleva los pantalones cubiertos de barro!

– Hijo de la gran…

– ¡Oooooh, estoy asustado! ¡Tiemblo de miedo! Asustado del cerdito llorón llorón. ¿Por qué lloramos, cerdito? ¿Hemos perdido nuestra hembra? ¿Hemos perdido a nuestro cochinillo? ¿Hemos perdido nuestro…?

Kevin se abalanzó sobre el hombre, con los dedos lanzados hacia su garganta.

– ¡Bastardo de mierda! ¡Cierra la boca! -chilló, golpeándole la cara. Sintió que se rompían los huesos y que sus nudillos chocaban contra dientes.

El contacto y el dolor obraron como un bálsamo. Y cuando la rodilla del borracho se hundió salvajemente en la entrepierna de Kevin y un terrible dolor sacudió todo su cuerpo, todavía fue mejor. Soltó su presa y cayó al suelo. El borracho se puso en pie, tambaleante, propinó una patada a las costillas de Kevin y huyó en dirección a la taberna. Kevin se quedó inmóvil. Le dolía todo el cuerpo y su corazón martilleaba.

Pero no lloró.

Capítulo 10

Deborah St. James estaba ovillada en la desgastada butaca de cuero que había al lado de la chimenea, en el estudio de su marido. Aunque sus manos sostenían unas pruebas fotográficas y una lupa, su atención se concentraba en las llamas azules y doradas que lamían los troncos. Una copa de coñac descansaba en la mesa de al lado, pero aparte de aspirar su aroma intenso y vinoso, no se había sentido con fuerzas de tocar la bebida.

Después de la visita matutina de Lynley, había pasado sola casi todo el día. Simon se había ido a una reunión poco antes de comer, de allí a un compromiso en el instituto de Chelsea, de allí a una sesión con un equipo de abogados que preparaban la defensa de un acusado en un caso de asesinato. No había querido acudir a ninguna de las citas, y estaba cancelando subrepticiamente la primera cuando ella le sorprendió haciéndolo y se lo impidió, sabiendo muy bien que estaba dejando de lado su trabajo para quedarse en casa, por si ella le necesitaba.

Deborah había reaccionado con irritación, insistiendo en que no era una niña, en que dejara de mimarla. La irritación era un disfraz que adoptaba para ocultar hasta qué punto necesitaba aliviar su confusión interior, alivio que sólo alcanzaría cuando le dijera la verdad. Un día habían prometido que fundarían los cimientos de su matrimonio sobre la verdad. Ella había accedido con despreocupación, creyendo que un pequeño y desagradable secreto del pasado no sería suficiente para destruir lo que habían erigido entre ambos. Sin embargo, ya estaba ocurriendo, y esta mañana, al ver la dolida confusión con la que Simon acogía sus palabras, había detectado las primeras fisuras inconfundibles en su relación.

Se despidió de una forma dolorosamente remota. Se asomó a la puerta de su cuarto oscuro, ataviado con el traje azul marino, el ingobernable cabello rizado resbalando sobre el cuello de la camisa, el maletín en una mano, y apenas dijo nada.

– Me voy, Deborah. Creo que no llegaré a tiempo para la cena, si la reunión de las cinco es como la que tuve con el abogado de Dobson.

– De acuerdo. Sí.

«Amor mío», quiso añadir, pero el abismo abierto entre ellos se había ensanchado demasiado. De no ser por ello, se habría abalanzado sobre él, cepillado innecesariamente los hombros de la chaqueta, alisado su cabello, sonreído al sentir que sus brazos la rodeaban de manera automática, levantado la boca para recibir su beso. Sus manos la habrían acariciado, y su respuesta habría sido cariñosa y veloz. En otro tiempo, en circunstancias diferentes. Ahora, sólo la distancia le permitía protegerle, y la cercanía de Simon era el único acicate, y el más peligroso, que la impedía a hablar con él.

Oyó que se cerraba la puerta de un coche en la calle, y se acercó a la ventana. A pesar de todo, esperaba que fuera Simon, aunque sabía que, probablemente, no lo sería. No lo era. Vio el Bentley plateado aparcado junto a la acera y a Lynley subiendo los cinco peldaños que conducían a la puerta. Fue a abrirla. Su aspecto denotaba cansancio. Finas arrugas cercaban las comisuras de su boca.

– ¿Has cenado, Tommy? -le preguntó, mientras él colgaba el abrigo en el perchero del vestíbulo-. ¿Le digo a papá que te prepare algo? No será ninguna molestia, y creo que ya es hora de que tu…